Albert Camus, de la felicidad a la moral. Susana Cordero

Albert Camus, de la felicidad a la moral - Susana Cordero


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puede esterilizar el hacer de la vida. En Bodas, ya intuye el desacuerdo entre la condición humana y la inocente indiferencia del mundo. Ahora, con Meursault, quiere mostrarnos un hombre indiferente y macizo como la naturaleza, que, incapaz de mal, comete un crimen y es condenado, no tanto por dicho asesinato, sino por su ‘inocencia’, por su falta de conciencia respecto de aquel: en esto radica la suprema paradoja de un existir volcado solo hacia el presente.

      Si Meursault puede ilustrar, como suponemos, la condición humana, es porque su personalidad es la del hombre común, sobrepasado por su destino. “Respondí que todos los seres normales habían deseado más o menos la muerte de aquellos a quienes amaban”.110 Meursault no es un ser de excepción: para juzgarlo, las generalizadoras y abstractas leyes de los hombres son desproporcionadas: las conveniencias, los miedos, los riesgos de los cuales quiere protegerse la sociedad gestaron reglas frente a las cuales cada hombre, resultado de lo pequeño, cotidiano y concreto, es impotente y culpable.

      Las explicaciones que Meursault puede dar sobre su crimen están del lado del sol: “las necesidades físicas alteraban a menudo mis sentimientos”.111 Así, cuando los jueces condenan basándose en valores que presuponen una voluntad independiente del cuerpo en la que dicha voluntad se halla encarnada, corren el riesgo de condenar a la entera naturaleza humana…

      Según dichas reglas, todos somos extraños, puesto que quisiéramos estar siempre del lado de la naturaleza, de la belleza, de la sensualidad… Acomodándonos a los valores para no tener problemas, acabamos por adecuarnos a los requerimientos sociales –no olvidemos que el mismo Meursault tenía sus normas: cumplía a cabalidad su trabajo, amaba el juego, decía la verdad sobre sus sentimientos y, en algún sentido, muere por mantener esa misma verdad–. Encuentra todas sus certezas del lado del cuerpo, lo cual supone un abandono íntimo y consciente, pero adverso y funesto…

      Los valores con los cuales se juzga a un hombre, o lo trascienden y lo miden desde fuera, prometiéndole, a la vez, una existencia nueva, recobrada y definitiva que supere la muerte, son otra ilustración del absurdo de existir: intentan consagrar ese absurdo en regla, para escapar a él… Este es el verdadero dilema de Camus, en el que irá ahondando progresivamente, sin llegar jamás a escapársele.

      En todo caso, quizás la inocencia de Meursault que desconoce su culpabilidad resulta más deseable que la mentirosa comodidad de este ‘cumplir’ repleto de concesiones, de nuestra vida de hombres consecuentes.

      El extranjero, amenazado por todos, se presenta en el juicio como un hombre solidario. Su alegre respeto cotidiano por la vida y la comodidad de los demás se convierte en preocupación por el juez: el criminal piensa ante él, que no quisiera hacer daño. Es verdad que, por una carta mentirosa, puso en peligro a la novia de Raymond, pues sabía que Sintés le daría una paliza, pero lo hizo porque estaba con su amigo y veía la verdad desde su lado; ¿desde qué otro punto de vista habría podido enfrentarla?... En su exigencia de simplicidad, brilla una virtud negativa: ni juzgar, ni sancionar; si la contradicción de la existencia quiere que este conspicuo indiferente sea condenado, dicha condena se constituirá en paradoja suprema.

      Cuando el juez de instrucción le presenta el crucifijo, Meursault responde con las únicas certezas de que dispone: una de ellas, punto de partida o resultado de su posición ante la vida es el ateísmo, nunca puesto por él en tela de juicio. El arrepentimiento habría podido acercarle a Dios pero, como le es imposible considerarse culpable, toda compunción le es ajena. Este ‘inocente’, que recibe de parte del juez la exhortación a ponerse en la disponibilidad de un niño para ser perdonado “cuya alma está dispuesta a aceptarlo todo”112, siente extraño cualquier lenguaje expresivo de un mundo sobrenatural: a la agitada exaltación apostólica del juez, opone sus evidencias sensibles:

      Para decir verdad, yo había seguido muy mal su razonamiento, ante todo, porque tenía calor, porque unos moscardones se posaban en mi cara y también porque me atemorizaba un poco.113

      La única religión que Meursault ha conocido es la que Moeller caracterizó como “la religión de la dicha sensible”.114 Al rehusar aceptar a Cristo en quien no cree, vive en contacto con lo sobrenatural una rebelión pasiva, rechazo sin pasión, aunque decidido y claro. Su inocencia se mantiene gracias a su pasividad: su no preguntarse es garantía segura de la continuidad de su frescura. Solo la conciencia moral viene a introducir la muerte en la vida, pero Meursault ejerce sobre la realidad su conciencia abierta a lo sensible, incapaz de ascender al significado oculto en cada cosa. Existen la vida y su acuerdo con ella: acuerdo instintivo cuya verdad, como en Bodas, es la de no buscar lecciones; la felicidad posible y hacedera es la de quien ejercita su lucidez sobre el mundo, sabiendo que este no brinda otra respuesta que su presente. De aquí se desemboca en la moral de la cantidad: cuanto más intensamente se entregue el hombre a los goces de la tierra, estará más cerca de la felicidad. Ello supone como fundamento el absoluto acuerdo en que vivía Meursault antes del crimen, tomándose a sí mismo como un ser único en un mundo sin posible trascendencia. Pero porque Meursault no está solo, existe la posibilidad del crimen; también porque no está solo será juzgado: los demás imponen preguntas, quitan límites a mi solidaridad y, en adelante, una vez que se ha reconocido y sufrido la herida de su presencia, no habrá acuerdo posible.

      Se olvida a Meursault como hombre, desde los principios con que se juzga su vida: entre él, el juez y el abogado, existe cierta cordialidad; el Meursault de antes del crimen y sus jueces coinciden en una actitud externa de aceptación del otro, pero la diferencia presente se halla en que la seguridad de quienes juzgan radica en la presunta posesión de todos los elementos de juicio con los cuales condenan a muerte a un existente, sin preguntarse más. Meursault, en cambio, se abstiene de juzgar. En el acuerdo tácito que precede a la sentencia, el juez palmea amablemente la espalda de Meursault, llamándolo “Señor Anticristo”. Es cierto que Meursault, por su impotencia íntima para asumir el crimen y con él, el sufrimiento de los demás y el conjunto de la condición humana, resulta ser ese Anticristo, pero el juez lo es de modo peor, pues lanza la primera piedra: ignorándose a sí mismo, como Meursault, condena a este sin remisión, para siempre. La paradoja suprema del mundo en que vivimos consiste en que los anticristos pretendan devolvernos a Cristo. También en este motivo ahondará Camus, en la prolongación de su quehacer hacia un mayor esclarecimiento de la condición humana.

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