Historias de terror. Liz Phair
de equilibrio entre la cortesía y la indiferencia.
—Esta es mi última noche —dice mirándome fijamente mientras se zambulle en mi mirada—. Mañana voy a someterme a una intervención quirúrgica. Van a retirarme parte de la nariz y de la mandíbula, y el médico dice que nunca más volveré a tener el mismo aspecto.
En un primer momento pensé que bromeaba, o que mentía para recabar atención. Pero ahora me doy cuenta de que estaba genuinamente asustada.
—¿Qué será de mí?
Está suplicando que la consuelen, mirándome como si yo tuviera alguna idea de qué coño contestar, como si ya estuviéramos en la sala del hospital esperando al anestesiólogo.
—No lo sé —contesto, sin tener ni idea de qué decirle—. Es terrible —agrego, porque así lo siento. Es una de las chicas más guapas que he visto jamás. No puedo imaginarme lo que sería enfrentarse al hecho de quedar desfigurada a su edad, antes de que no te haya sucedido nada siquiera; antes de la universidad, antes del matrimonio, antes de todo. Estoy paralizada, parada en la cuerda floja, a mitad de camino entre lo que creía que era la realidad hace apenas un minuto y lo que ella me está pidiendo que contemple. Es excesivo.
—No quiero volver a casa —declara sin dirigirse a nadie en concreto. Es como si todos sus pensamientos estuvieran derramándose por su boca y ella no pudiera evitarlo.
No sé cómo reaccionar, así que me quedo ahí sentada, soportando el desasosiego. Por obra de algún milagro, consigo seguir ahí presente. Echando la vista hacia atrás, siempre me he alegrado de que así fuera. Ella necesitaba alguien en quien poder confiar.
—¿Te parezco guapa? —indaga con voz temblorosa.
Es la pregunta de una niña de ocho años, desesperada por obtener confirmación. Evidentemente, no quiere estar sola con su desgracia, pero yo no puedo salvarla. Yo no puse en marcha la cuenta atrás. Es probable que sus padres la hayan dejado salir esta noche porque querían que saboreara un poco todo lo que va a perderse en el futuro, toda la excitante emoción de ser joven. Me parte el corazón que este aburrido trayecto en coche sea su última gran aventura, su última experiencia de libertad adolescente, sin que nadie se la quede mirando y con un montón de tíos que matarían por pedirle que saliera con ellos.
—Eres preciosa —le digo—. En serio, ojalá yo me pareciera a ti.
He dicho lo correcto. Ella sonríe y su rostro se ilumina con una expresión de auténtico orgullo, una visión de esplendor adolescente. Pero su melancolía regresa como una nube que roba el calor del sol en un fresco día otoñal, trayendo consigo la frialdad del invierno. Sabe que tiene que despedirse.
—Ojalá me hubiera hecho más fotos —dice mirándose las uñas—. Solía odiar el aspecto que tenía en las fotos.
Quisiera que esto nunca hubiera ocurrido. Quisiera que nunca hubiera escuchado su historia. Quisiera que ella nunca hubiera estado aquí. Pero no puedo hacer que desaparezca sencillamente porque eso es lo que quisiera.
—¿Te acordarás de mí? ¿Te acordarás del aspecto que tengo ahora mismo? —me suplica mientras estira la mano y coge la mía.
—Lo haré —digo yo. No sé qué otra cosa hacer para que se sienta mejor.
Y así es, Magdalena. Hasta el día de hoy.
Capítulo 5 Tres malos augurios
Voy conduciendo hacia Oak Park para recoger a mi misántropo amigo Peter. Nos vamos de viaje; volvemos a la universidad para nuestra reunión de después de pasado un año. Me sorprende que quiera ir de fiesta a nuestra alma máter tan pronto después de haberse licenciado, pero supongo que echará de menos a sus amigos. Tendría que haberse venido con nosotros a San Francisco. Nos fuimos todos a tomar por culo a la Costa Oeste durante un año. Peter se fue a escribir guiones en Los Ángeles, y mis otros amigos y yo nos instalamos en el norte de California sin hacer nada, las cosas como son. El Área de la Bahía era todavía más progresista que Oberlin, y desde luego mucho más divertida que cualquier apestoso fin de semana de exalumnos. Aun así, yo me apunto a cualquier cosa que me saque de casa por unos días.
Quiero a mis padres, pero él y yo coincidimos en que lo peor de volver a vivir en casa es el aburrimiento. Estoy acostumbrada a quedarme por ahí hasta tarde, a vagabundear por la ciudad y a conocer a gente nueva de forma espontánea. A mis padres les gustaría verme dar pasos concretos de cara a valerme por mi cuenta, y eso es algo con lo que me cuesta cumplir a diario. Quiero ser artista. He sabido que estaba destinada a ser artista desde que era pequeña, y según todo lo que aprendimos en clase de Historia del Arte sobre las míseras vidas de los grandes pintores y escritores, eso significa hedonismo, pobreza y brillantez desgarrada en estado puro. No es culpa mía que en mi profesión se idolatre a los lunáticos. Yo estaba disfrutando de una despreocupada existencia bohemia en San Francisco hasta que me quedé sin dinero. Ahora me requieren en Winnetka para que me haga cargo de la ingrata tarea de madurar.
He estado buscando trabajo, pero no hay gran cosa para la que esté cualificada. Me quedo mirando la sección de empleo del diario matinal y me revuelvo por dentro ante las descripciones. «Imprescindible conocimientos de informática.» «Imprescindible tener coche propio.» «Imprescindible ser capaz de teclear 50 palabras por minuto.» La ansiedad se me acumula cual ácido en la boca del estómago hasta que se me quita el apetito. «Especialidad en Historia del Arte» y «asistente de artista» suenan a artículos del currículo de una diletante en cualquier ciudad, y la economía de Chicago no anda precisamente desbocada en el sector creativo. No paran de despistarme una y otra vez las mismas reflexiones perturbadoras: ¿Cómo escapo? ¿Adónde me escapo? Tengo la sensación de estar viviendo en el lugar equivocado, de haber sido criada por la gente equivocada y de haber nacido en el momento equivocado de la historia.
A veces Peter y yo quedamos en el centro y escribimos chistes juntos. Se supone que tendríamos que estar dejando currículos por ahí y acudiendo a entrevistas de trabajo, pero acabamos pasando todo el día sentados en una cafetería partiéndonos el culo de la risa. Queremos sacar un fanzine humorístico, así que imaginamos escenas graciosas. Paseamos por las galerías del Art Institute observando a la gente. Él intenta ponerme nerviosa amenazando con tocar un cuadro o derribar una estatua. Yo finjo ser una docente guiando una visita; le explico obras de arte a gente que no sabe por qué les estoy hablando. Nos disfrazamos y nos hacemos secuencias fotográficas interpretando el sketch. Se supone que yo tengo que recortar nuestras figuras y colocarlas en ilustraciones, como los fotomontajes de las revistas de las vanguardias. En lugar de eso, las he estado utilizando como portadas de mis cintas Girly-Sound, grabaciones en casete que he estado haciendo desde que volví de la Costa Oeste. Vivo del dinero que la gente me envía por hacer copias de mi música, pero no llega ni de lejos para pagar el alquiler de un piso propio. Como siga viviendo en casa mucho más tiempo, voy a volverme loca.
Hay poco tráfico, y me estoy desplazando a una velocidad bastante buena. Odio estas extensiones de nada que hay en los laterales de las autopistas estadounidenses. Pienso en toda la gente que vive en esos edificios de apartamentos de ladrillo pardo, en cómo todos preferirían estar en otra parte. Intento imaginarme a mí misma mudándome a uno de los apartamentos de la parte de atrás con las escaleras de incendios y los balcones pequeños. A mi edad, el conformismo asusta más que el fracaso. Mi objetivo es destacar entre la multitud. Me da igual lo que me distinga, siempre y cuando pertenezca a las artes creativas. Necesito expresar toda la emoción y todas las ideas que están dando vueltas en mi interior o acabaré cabreada de por vida. Tengo tantas cosas que decir, pero nadie me escucha. Esa es mi motivación mañana, tarde y noche: mostrarles a los demás el mundo tal como lo veo yo. Estoy teniendo toda clase de pensamientos profundos, seguramente porque vamos de camino a Oberlin. Creo que, en lo que a mi experiencia universitaria se refiere, quizás necesite pasar página del todo.
Llego a la parte de la autopista que está en construcción y tengo que prestar atención. Voy conduciendo por el carril izquierdo, cerca de la mediana