Historias de terror. Liz Phair

Historias de terror - Liz Phair


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de lo que parecía ser corteza vieja. Brad Kreighbaum, de treinta y seis años y bombero de tercera generación, no tardó en encontrar un agujero de quince centímetros de diámetro que se hundía en las profundidades de la arena: “Se podía encender una linterna y ver a seis metros de profundidad”».

      «Cuando extrajo de la arena el cuerpo de Nathan, a las 20:05, Kreighbaum se fijó en otros patrones de la cavidad que rodeaba al chico. La pared interior era blanda y arenosa, pero llevaba la marca de cortezas, casi como si se tratara de un fósil. Era como si el chico hubiera acabado en el fondo de un tronco de árbol hueco, salvo que allí no había ni rastro de un árbol.»

      El ancestral rodal de robles se había ido pudriendo tan lentamente que su robusta corteza había mantenido a raya el peso de la arena. A Nathan Woessner lo reanimaron y dos semanas después salió caminando del hospital en perfectas condiciones. Espero que mientras estuvo debajo de la duna, Nathan pudiera escuchar los gritos amortiguados de su familia prometiendo salvarle. Me gusta pensar que los viejos árboles tomaron la decisión colectiva de que a ningún niño le volviera a pasar algo así bajo su vigilancia, y que nuestras oraciones por aquel pobre chico golpeado llegasen hasta ellos, los centinelas silenciosos del lago Michigan.

      Capítulo 3 Red Bird Hollow

      Mi hermano, Phillip, quiere que escale el pino más alto de la finca de mis abuelos. Es el grande que señala desde la ventana de nuestro dormitorio, la conífera ancha y majestuosa que asoma por encima de las copas de los demás árboles. El abuelo dice que tiene casi doscientos años, casi tantos como la Declaración de Independencia. Cuando bajamos corriendo por la colina hasta el establo y nos volvemos para mirar hacia la casa, la copa se ve más alta que el tejado. Phillip lo considera su Everest personal, un reto al que enfrentarse y superar antes de que termine el verano. Tiene miedo de escalarlo solo, así que intenta persuadirme de que allá arriba hay oculto algo mágico, como mariposas o hadas.

      Últimamente he estado leyendo muchos libros ilustrados acerca de elfos y folclore. En los montes que rodean Red Bird Hollow hay tanta flora y tanta fauna que estoy convencida de que el bosque está encantado. La granja restaurada de Winnie y el abuelo ocupa seis hectáreas de bosque en Indian Hill, un pequeño municipio de las afueras de Cincinnati. Es territorio de caballos, con montones de senderos sinuosos y largos vados para los vehículos. Cuando el abuelo la compró, en 1952, mi madre calificó aquella decisión de «suicidio social». Entonces ella estaba en la universidad y se negó a unirse a la familia en un lugar tan alejado de los atractivos culturales del centro de la ciudad.

      Para Phillip y yo, es un mundo fantástico que exploramos todos los fines de semana mientras mis padres disfrutan de tener tiempo para ellos solos. Nos pasamos todo el día al aire libre, errando por el bosque, vadeando el arroyo o aventurándonos desde el otro lado de la carretera hasta el estanque nutrido por manantiales. Winnie toca la gran campana de bronce cuando llega la hora de volver a casa para bañarnos. Siempre hay algún invitado a cenar. Red Bird Hollow es un lugar de reunión para todo tipo de parientes, la clase de vivienda que anima a los vecinos a presentarse sin avisar. Cada día es una aventura y, no obstante, el panorama exuda un ambiente de paz y tranquilidad.

      El abuelo disfruta con su vida campestre. Ha adoptado las costumbres de un hacendado. Conduce un pequeño tractor, practica el tiro al plato y todas las tardes, al llegar la puesta de sol, se toma un cóctel en el porche. Su risa atronadora inunda el aire cada vez que estamos todos juntos, ahuyentando a los gorriones de los aleros. Deja en la cuadra a algunos de los caballos de los vecinos, y a mí me gusta visitarlos y darles de comer avena. La recogen de la palma abierta de mi mano con los labios mientras les acaricio la nariz, fascinada por la forma en que su pelaje aterciopelado se extiende sobre sus recios cráneos.

      A Phillip no le interesan demasiado los animales. Normalmente juega a la guerra con nuestros primos, pero hoy solo cuenta con su hermanita, y a mí no me tienta aficionarme a las escopetas de perdigón ni al arco y las flechas. Cree que ha llegado la ocasión perfecta para enfrentarse al enorme pino sin que los hijos de los Voss estén ahí para burlarse de él en caso de que fracase. Si lo logra, podrá reivindicar el mérito para toda la eternidad, y ellos lamentarán que no se les hubiera ocurrido antes a ellos. Sube la escalera que conduce a las vigas del establo, se sienta en el borde de una bala de heno y deja caer puñados de paja sobre mi cabeza. Cuando no consigue lo que quiere, puede ser un auténtico plasta.

      Oímos cerrarse de golpe la puerta mosquitera de la casa, y los perros acuden corriendo cuesta abajo hacia el establo, con las chapas de sus collares tintineando. Los caballos piafan con impaciencia en los pesebres, sacudiendo las orejas y espantándose las moscas con la cola. La yegua marrón expulsa una lluvia humeante de boñigas, y el olor nos hace retroceder hasta el jardín. Phillip me sigue por ahí y me atosiga insinuando que como mínimo habrá huevos de colores en todos los nidos de ave desperdigados entre las ramas.

      Recojo las cáscaras de huevos de petirrojo que caen sobre la mullida alfombra de agujas de pino que cubre el suelo del bosque. Las utilizo para mis conjuros. Su maravilloso color azul verdoso no tiene nada que ver con el plumaje de las aves progenitoras. Con todo, Phillip me vende la lógica de que los cardenales ponen huevos rojos, los jilgueros huevos amarillos y los arrendajos azules, huevos azul celestes. Sería capaz de venderle nieve a un esquimal. Me engatusa con el argumento de que este árbol es el más grande por alguna razón, a saber, que es la vía de acceso a un reino místico y, al igual que en el cuento de las habichuelas mágicas, en la copa encontraremos un tesoro.

      Recorro fatigosamente la entrada para los coches en zapatillas Keds y pantalones de campana mientras escucho a Phillip parlotear emocionadamente acerca de lo lejos que podremos ver cuando lleguemos a la cima. Dice que podré asomarme a la casa de mi amiga Tiffany y saludarla con la mano. Ella tiene más modelos de caballos Breyer que yo. Lo que yo quiero son elfos vivientes o huevos de cuervo de color negro iridiscente. Realmente necesito que la magia sea de verdad, y vivo en un estado poco menos que de negación de la realidad en el que las flores tienen rostros y los objetos inanimados son capaces de comunicarse. Todo lo que sé lo destilo de los signos y los símbolos. Creo que las tempestades son capaces de verme.

      A nivel material, sin embargo, soy muy práctica. Tengo conocimientos de supervivencia, o al menos, instinto de supervivencia. En ocasiones, Phillip ha hecho todo lo posible por matarme, pero todavía no lo ha logrado. Por mi parte, yo he sopesado sus posibilidades de sobrevivir si, pongamos por caso, nuestra furgoneta se detuviera abruptamente y él saliera volando a través del parabrisas. A los críos de nuestra edad pueden ocurrirles y les ocurren esa clase de accidentes. Nuestro amigo Scott Carroll atravesó a la carrera una puerta de lámina de cristal mientras jugaba al tú-la-llevas durante su fiesta de cumpleaños, y fui incapaz de quitarle los ojos de encima al fragmento largo y dentado que le asomaba del brazo. La infancia es una época de curiosidad y de riesgo, y nadie sale de ella sin cicatrices.

      Phillip me lleva al cobertizo dando un rodeo. Supongo que será su manera de gastarme una novatada, ya que sabe que me da miedo entrar. El abuelo guarda allí sus rastrillos, azadas y tijeras de podar, colgadas de la pared. Parecen herramientas de tortura, y yo me siento mucho más segura en la cocina de Winnie, entre batidoras, sartenes y cuchillos de cocina. Phillip se echa al bolsillo una ristra de petardos de las reservas de nuestro padre para el 4 de julio y registra los cajones de la mesa de trabajo del abuelo en busca de una caja de cerillas. Por suerte, no encuentra ninguna. Justo antes de marcharnos, me fijo en que la veleta del tejado ha girado y apunta hacia el sudoeste.

      Caminamos por detrás de la casa y subimos un poco por la segunda cresta hasta llegar al lindero del bosque. A unos cien metros más allá está el claro donde Winnie y yo recolectamos flores silvestres. Una vez nos topamos con un ciervo macho dotado de una imponente cornamenta completamente inmóvil que nos observaba silenciosamente. A veces crecen hongos entre las raíces de los árboles, y he encontrado amanitas idénticas a las que salen en los cuentos de hadas: de color rojo brillante con puntos blancos. También crece allí el chaparral, que, según me ha advertido Winnie, es venenoso.

      Phillip siempre anda retándome a comer bayas desconocidas. Le he visto echarse a la boca cosas que


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