Historias de terror. Liz Phair

Historias de terror - Liz Phair


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me fío son las que crecen en el matorral de las zarzamoras. He estado entre las zarzas mientras las abejas iban y venían comiéndomelas a puñados hasta que el jugo me teñía las uñas de negro.

      En Red Bird Hollow hay muchísimas cosas que hacer. Ojalá Phillip renunciase a su cruzada por impresionar a nuestros primos. A lo único a lo que puede llevar es a más burlas y más insultos. No es que me den miedo las alturas. Por jóvenes que seamos, tanto Phillip como yo somos escaladores experimentados. Yo ya gateaba sobre nuestra trepadora antes de ser capaz de caminar en firme. A mi padre casi le dio un infarto el día en que llegó a casa del trabajo y se encontró a mi madre observándome desde detrás de las mosquiteras del porche. Ella se llevó el dedo índice a los labios para que él no dijeranada. «Elizabeth puede hacerlo», cuchicheó.

      Pasamos mucho tiempo encaramados en árboles. Sobre todo yo; es mi forma favorita de desaparecer. Si quieres ganar al escondite, no tienes más que trepar a un árbol. Te asombraría comprobar a qué pocas personas se les ocurre levantar la vista hacia arriba. Es relajante repantigarse entre las ramas y darse baños de luz solar moteada mientras escucho el rumor de las hojas. Allá arriba me siento segura.

      Pero yo estoy acostumbrada a subirme a los tejos podados y los arces que crecen en nuestro barrio. Los pinos blancos de la finca de Winnie y el abuelo tienen varias generaciones más y son el doble de silvestres. Aquí no hay ningún silvicultor urbano que retire las ramas muertas o que señale los troncos huecos destinados a ser talados con una gran X de color naranja. Si el árbol de Phillip está enfermo, no lo sabremos hasta que sea demasiado tarde. Podría ceder una de las ramas. O la tierra en torno a las raíces podría estar erosionada, y el árbol entero podría desplomarse bajo nuestro peso.

      Phillip se cubre los ojos con la mano y dirige la mirada entre los dos pinos mientras intenta calibrar cuál de los dos troncos pertenece al árbol que queremos escalar. No puede determinarlo a menos que pueda ver las copas. Me indica que espere aquí mientras él vuelve a la casa para comprobar nuestra posición. Le doy una palmada a la corteza del árbol debajo del cual estoy. Suena bastante saludable.

      Lo cierto es que, ahora que estamos aquí, me siento intimidada. No solo por su tamaño y su aspereza, sino porque me preocupa que deberíamos pedirles permiso antes, como si ellos pudieran percibir que los estamos ojeando y no hubieran decidido si somos de fiar o no. Es un hecho desafortunado que todas las Navidades el abuelo saca la motosierra, tala a uno de sus descendientes y lo pone en el salón para que sirva de decoración.

      Quiero a mi abuelo. Es muy paciente y muy alentador en lo que a nosotros, los niños, se refiere. Sin embargo, su actitud rural en lo tocante a la administración del mundo natural es anatema para mi delicada sensibilidad. Mi madre y mi tío narran una truculenta historia en torno al paso de la niñez a la edad adulta enmarcada en Red Bird Hollow, sobre cómo una vaca llamada Mooey acabó en los platos de la cena al año siguiente.

      Toco el tronco del árbol con la frente, transmitiendo en silencio mis buenas intenciones en caso de que realmente haya un duendecillo arborícola o un guardián del bosque escuchando. A esta edad, mi vida está llena de ritos espirituales. Phillip cree que soy una bruja, pero en realidad solo soy pagana. En la iglesia, garabateo «socorro» en los dorsos de las tarjetas de sugerencias que hay en los bancos al lado de los himnarios. Años más tarde me confirmaré como episcopaliana, pero ahora mismo pertenezco a la confusa fe de mi imaginación.

      Phillip me grita para que me aproxime al árbol que tengo a mi izquierda. Vuelve a subir por la colina a la carrera, sin aliento. Parece un poco nervioso, además, y rezo para que esté a punto de cambiar de opinión. No hace un gran día para trepar. En el horizonte se ciernen nubarrones oscuros. Nos alineamos con el árbol y recorremos con la mirada su arteria central mientras calculamos cuál será la mejor ruta. Es un árbol espléndidamente proporcionado con un número uniforme de ramas, distribuidas equitativamente y que se van estrechando de forma gradual. Puedo oír a las más grandes bambolearse bajo el viento en las alturas. Cada vez que crujen, una sensación de náusea me tritura el estómago.

      Los perros corren de un lado a otro del césped detrás de una pelota que no paran de hacer subir hasta la cima de la colina y de depositar a nuestros pies. Phillip la recoge y la lanza colina abajo describiendo un gran arco para distraerlos. Después me aúpa a la rama más baja. Solo tengo seis años, así que no soy capaz de alcanzarla por mí misma. Tenemos que darnos prisa. Si Winnie o el abuelo nos ven por las ventanas, saldrán y nos mandarán bajar. En cuanto hayamos trepado más allá de las ramas inferiores dispersas, estaremos resguardados de la vista por el denso follaje. Diana, nuestra cobarde springer spaniel, se retuerce y gimotea al pie del árbol. Nos apunta con la nariz y ladra ruidosamente. Phillip chasquea los dedos airadamente e intenta ahuyentarla.

      Yo me muevo de manera lenta y deliberada. Las ramitas más pequeñas me arañan la piel cada vez que poso un pie encima de una rama y asciendo un poco más. Phillip me adelanta y casi me hace perder el equilibrio por su empeño en ser el primero. Para restablecer mis puntos de apoyo, me agarro al follaje más recio. Tengo las manos cubiertas por la pegajosa resina que rezuman las minúsculas brechas de la corteza, que parecen hechas por un pájaro carpintero. Esto está bastante enmarañado de ramitas secas. Empiezo a romperlas a mi paso como una auténtica habitante del bosque.

      Eso sí, huele de maravilla. Quitando el de las hojas de las tomateras, mi olor favorito es el del pino. Estamos a unos nueve metros y pico de altura, pero como estamos sobre una colina, da la impresión de que estemos más arriba. Me detengo a contemplar el paisaje. Phillip estaba en lo cierto. El panorama circundante se extiende ante mí en toda su gloriosa amplitud. Veo cómo el viento forma ondas entre la hierba del campo que hay detrás de los establos. El estanque está agitado por ráfagas que barren su superficie, y el color cambia de plateado a negro y otra vez a plateado. Nuestros árboles se mecen con gran suavidad. Algo colorido me llama la atención en el tejado inclinado gris de casa de Winnie y del abuelo.

      —¡Phillip!

      —¿Qué?

      —¡Tu paracaídas!

      Phillip baja a ver. En efecto, es el paracaidista perdido de la bengala que disparó el último 4 de julio. Él creía que no había prendido, porque nunca pudo encontrar el juguete que se suponía que estaba dentro. En aquel momento se sintió amargamente desilusionado; solo tenía nueve años. Sé que me he apuntado un tanto al descubrirlo, pero también sé que nunca tirará la toalla hasta que hayamos logrado sacarlo del tejado de algún modo. Está justo encima de la falsa chimenea.

      La granja original de Red Bird Hollow fue construida en 1849. Era una simple vivienda de cinco habitaciones. A lo largo del siglo siguiente, varios propietarios, entre ellos mis abuelos, que construyeron un ala adicional de dos plantas y la fueron ampliando. También hicieron otras mejoras, como ampliar las áreas del comedor y la sala de estar para hacer sitio para estanterías de libros, así como poner una mesa de comedor más larga, ya que les gustaba recibir visitas. En el transcurso del proceso, el arquitecto descubrió una discrepancia entre las medidas del exterior de la casa y el perímetro interior de las estancias que estaban renovando. Faltaba algo más de un metro de espacio.

      Cuando rompieron la pared que había junto a la chimenea, descubrieron una cámara secreta que más tarde descubrimos que había sido utilizada para esconder a hombres y mujeres que huían de la esclavitud. Durante las décadas de 1850 y 1860, Cincinnati fue una de las principales paradas de la red ferroviaria clandestina de huida de esclavos. Kentucky tenía algunas de las leyes más severas de cualquier estado del Sur y estaba justo al otro lado del río del territorio emancipado de Ohio. Podías largarte en barca y llegar a orillas de la libertad en menos de una hora si la intemperie era favorable. Por desgracia, el río Ohio también estaba plagado de cazarrecompensas. La gente no estaba inmediatamente a salvo en cuanto ponía los pies en el Norte; todavía podían ser apresados y devueltos si uno de aquellos mercenarios daba con ellos.

      En cuanto nuestra familia se dio cuenta de que la granja la había construido un abolicionista, su disposición cobró sentido de repente. Nadie utilizaba jamás la puerta principal, porque estaba delante de una cuesta relativamente empinada que daba al valle. Había que aproximarse al porche delantero desde un camino lateral, mientras que la puerta de atrás


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