Historias de terror. Liz Phair
Era casi como si alguien hubiese construido la casa al revés.
No obstante, ahora todo tenía sentido, porque las casas seguras siempre colgaban faroles delante para indicar su hospitalidad. Los fugitivos que viajaban a pie a través del oscuro valle habrían podido ver aquel farol del porche delantero a millas de distancia. La ubicación y la construcción de la granja de Red Bird Hollow fueron escogidas específicamente con vistas a este propósito. Darse cuenta de ello fue a la vez estimulante y una lección de humildad estremecedora. Es posible que aquella casa no hubiera tenido jamás ningún otro propósito. Desde luego, detrás del pequeño terreno del abuelo no hay tierras de labranza. Detalles premeditados, como la forma en que la habitación oculta se habría mantenido caliente gracias a la parte de atrás de los ladrillos calentados por el hogar, y cómo la chimenea tenía dos huecos separados para que pudiera entrar aire fresco, evidencian las convicciones del constructor.
Fuesen quienes fuesen los hombres y mujeres que vinieron buscando refugio por una, dos, o más noches, debieron de lograr llegar más al norte sanos y salvos, pues de lo contrario la habitación secreta habría sido descubierta y destruida mucho antes de los tiempos de mi abuelo. Es sumamente probable que la propia casa hubiera sido reducida a cenizas si el escondrijo hubiera sido descubierto alguna vez. Imaginaos cuánto miedo y ansiedad, alivio e impaciencia, habrían pasado en aquel refugio sin ventanas de noventa centímetros por un metro ochenta. Imaginaos las historias que podría contar este árbol si fuera capaz de hablar. El pino del que estoy colgada estuvo vivo durante todo el proceso. Lo vio y lo escuchó todo.
El leve rumor del eco de los truenos atraviesa el valle. Levanto la mirada hacia Phillip, que ya se encuentra a tres metros más arriba de mí, y me pregunto si tiene más probabilidades de ser alcanzado por un rayo por ser el que más arriba de los dos está. Empiezo a trepar de nuevo, pero de manera pausada, para poder mantener una distancia segura entre los dos.
Me pica el dorso de la mano. Me sacudo algo de color carmesí de la muñeca. Ahora me pica el antebrazo. Me examino la piel y veo a dos microscópicas arañas rojas trepándome por el brazo. Odio a las arañas más que a cualquier otra cosa, pero estos arácnidos no parecen peligrosos. Son del tamaño de una cabeza de alfiler. Aun así, me sacudo frenéticamente la ropa y me revuelvo el pelo para asegurarme de que no hay nada dentro. La rama sobre la que estoy posada se mece un poquito más de la cuenta, por lo que salto rápidamente a la siguiente. Ahora estamos a mucha altura. Casi el doble del tejado de la casa. Puedo ver la casa de cristal megamoderna de Tiffany a través de los árboles: un experimento arquitectónico multicolor de varias plantas.
Oigo cómo el pie de Phillip se resbala de una rama y cómo se aferra para salvarse. Como consecuencia de su paso en falso, cae a mi alrededor algo de corteza suelta.
—¡Baja! —me exhorta de pronto con la voz abrumada por el pánico—. ¡Libby, vuelve abajo! ¡Date prisa!
—¿Qué pasa?
Empiezo a desplazarme por la rama, estirando cuidadosamente un pie hacia la rama que tengo debajo. Cuesta mucho más bajar que subir.
—¡Vete! ¡Date prisa!
Phillip suelta un chillido, seguido por una retahíla de tacos que jamás le había escuchado, cosa impresionante, teniendo en cuenta lo mucho que le gusta jurar a nuestro padre. Es una introducción a un área completamente nueva de la lengua inglesa.
—¿Qué pasa? ¡Dímelo! —lloriqueo. Su miedo es contagioso. Resbalo por todas partes. Intento maniobrar mi peso hacia el centro de cada rama, pero de repente me vuelvo torpe y no consigo mantener el equilibrio.
—Es un nido de arañas. ¡No levantes la vista, Libby! ¡Vuelve a bajar y punto! ¡Más rápido!
—¿Qué?
Por supuesto que miro hacia arriba. Al principio no veo nada. Después, poco a poco, mi vista se adapta y distingo las familiares formas de ocho patas esparcidas por todas las ramas, inmóviles y perfectamente camufladas. Son esparásidos, y son enormes, mayores que mi mano, y están por todas partes. Por todas partes. Por todas partes.
Rompo a llorar.
—¡Phillip!
—No pasa nada, Libby. ¡Baja, por favor! —me suplica.
—¡No puedo! ¡Van a caerme encima!
—Puedes hacerlo.
Phillip sabe que las arañas son mi fobia principal, lo único que me incapacita de manera absoluta. Cada vez que veo una, salto y chillo por reflejo. Y estas malditas arañas son las más grandes del mundo.
—No pasa nada, Libby. Yo estaré encima de ti, ¿vale? Me quedaré justo encima de ti, Libby. No van a caer sobre ti. Caerán sobre mí.
Sé que Phillip está casi tan asustado como yo. Su gallardía en este momento es algo que nunca olvidaré.
Intento moverme con rapidez, pero me aterra que vayan a empezar todas a correr hacia mí. Sé que, si lo hacen, si una sola de ellas se aproxima de repente, me soltaré y caeré a tierra en picado. No hay forma de que pueda impedirlo. Aguanto la respiración, gimiendo de desolación mientras me encojo para dejar atrás a una araña posada verticalmente en el tronco. En el último segundo, sale corriendo a toda velocidad hacia el otro lado, y el movimiento de sus patas es suficiente para que me fallen las piernas. Me estremezco de asco y emito pequeños chillidos y gimoteos. No puedo creer que hayan estado aquí durante todo el tiempo que estábamos subiendo.
Da la sensación de haber pasado una eternidad antes de que hayamos salido del territorio arácnido. Tiemblo tanto que cuando llegamos abajo ni siquiera soy capaz de sujetarme a la última rama, y los dos últimos metros caigo de espaldas. Winnie está allí y me coge en brazos, preguntándonos qué ha pasado, mientras aparta a los perros, que nos saltan encima intentando lamernos las heridas. Tengo la piel cubierta de feos arañazos que tardarán semanas en cicatrizar porque están infectados por savia. Tengo la cara embadurnada de lágrimas y tierra. Tengo agujas de pino y ramitas rotas enredadas en el pelo.
Phillip me da un gran abrazo mientras empiezan a caer las primeras gotas de lluvia.
—Estoy orgulloso de ti, Libby. Has estado muy valiente ahí arriba —me dice.
Bajo la cabeza mientras entramos en la casa, dejando que el pelo me envuelva como un velo. Solo quiero quedarme mirando el suelo y mis pies calzados con zapatillas rojas, y también a todas las cosas pequeñas y familiares que no me abruman.
Winnie nos lava en el fregadero de la cocina con su pastilla de jabón con partículas de piedra pómez, que ella considera capaz de curarlo todo. Veo un relámpago a través de la ventana, seguido de cerca por el estallido de un trueno. Una ráfaga de viento frío levanta las cortinas. Winnie recorre a toda prisa la casa cerrando todas las ventanas mientras Phillip y yo nos cambiamos de ropa. Los truenos ya ni siquiera me sobresaltan. Tengo la adrenalina completamente agotada.
Abajo, en la sala de estar, Phillip enciende la televisión y nos ponemos a ver Yo amo a Lucy3, sentados en la alfombra con las piernas cruzadas. La lluvia azota los cristales de las ventanas mientras los relámpagos hacen fotos fijas del cielo y los truenos hacen vibrar las paredes y el suelo, pero estamos a salvo en nuestra vieja y recia granja. Winnie nos saca unos boles de cereales Honeycomb con leche. La pobre Diana está escondida detrás del sofá temblando, porque es la perra más cobarde de todos los tiempos y siempre se mete debajo de la cama cuando hay tormenta o fuegos artificiales. Yo me pongo a cuatro patas y me acerco hasta ella, haciendo un hueco para encajar mi cuerpo alrededor del suyo y acariciarle el costado para que deje de estremecerse.
—No pasa nada, chiquilla —susurro en su sedosa oreja—. Estás a salvo.
El abuelo entra en la sala de estar y lanza un grito de alegría, vigorizado por la tormenta.
—¡Llueve a mares!
Enciende un fuego crepitante en la chimenea y después se acomoda en su butaca para hacer el crucigrama. Winnie le trae un whisky con hielo mientras canta «It’s raining, it’s pouring, the old man is snoring4» para entretenernos. Tiene la cena en marcha en la