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las escenas que analizamos, el “entretiempo” se vuelve secreto y el cuerpo deviene una forma en acto del tiempo. Si la historia subjetiva deja huellas a resignificar, el devenir, en camino, en su condición precaria, genera cristales donde juegan, indiscernibles, fuerzas pasadas, futuras y presentes.
Los prismas del tiempo son enigmas que crean espacios vacíos propios de una red; ella no existe ni respira sin ellos; la creación de tiempos secretos en nuestra práctica conforma un hacer donde no importa tanto el contenido ni la forma, sino la intriga enigmática nunca develada del todo. Lo insignificante de un gesto o, tal vez, lo precariamente efímero y eficaz de un entretiempo recreado de sentidos y potencias aún a desplegar y jugar. (6)
Los padres de Tamara me avisan que van a llegar diez minutos tarde, intuitivamente pienso en aprovechar ese instante y esconderme. Sin darme cuenta, invento un secreto, sustraigo un sentido por el cual el árbol deja de serlo y deviene un refugio-escondite. No es a descifrar ni a analizar, es del orden de la coacción; ellos, Tamara y sus padres se ven envueltos, llamados a jugar, a encontrar un enigma. Mientras jugamos, las repeticiones insisten; sostengo el secreto, el placer pulsional libidiniza el cuerpo en función del juego. Ella y los papás entran al mismo, esta vez inventamos lo imposible para hacer posible otra realidad en la que Tamara no necesita de sus padres para lanzarse a jugar en el consultorio. Y el tiempo deja de pesar, de sufrir, para devenir un cristal de una nueva experiencia.
El misterio creado captura el deseo de descifrarlo. Tamara y sus papás entran al juego en forma invertida a Esteban, que aprovecha la ocasión y crea el secreto; ellos buscan resolver el enigma. Al hacerlo, lo crean; develarlo, paradójicamente, es también sustentar la intriga: ¿qué va a suceder?, ¿dónde estará el escondite? Nadie lo sabe, es lo que mantiene viva la experiencia escénica y delinea que el cuerpo, el síntoma o el síndrome en cuestión pierdan peso específico frente a la realización de una incógnita no revelada, que da tiempo para que emerja el acontecimiento.
Entretiempo, un día (24 horas)
La niñez bromea con el tiempo; indiferente, le pierde el respeto: se ríe de él.
Al esconderme, sin calcularlo, produzco un punto ciego, un tiempo imposible de ver (heterocronía). No se trata tanto de dar a luz (lo que sería develar el enigma, analizar el sujeto de la “transferencia”), sino de producir ficciones como origen móvil, plural, de sentidos a experimentar en el juego, a vivir en la utopía en acto de un universo cuántico a la vez imaginario, fantástico y real que impone la temporalidad del finito entretiempo.
La estructura de la ficción necesita tanto de la realidad como ella precisa de la ficción para recrear los “entre” de los tiempos; no importa la forma ni lo que hay dentro, solo pueden atravesarse en la siguiente experiencia que, sin embargo, ya pasó. De ella se desprende la rebelde plasticidad del devenir de un acontecimiento que una y otra vez vuelve a vaciar el sentido para emprender un movimiento, un ritmo nuevo.
Al implicarnos en la escena postulamos la idea, la creencia de que vamos a jugar algún misterio, una intriga producida, mediada, que jugamos al jugar. Rompemos la incredulidad y creamos opciones posibles e imposibles a la vez. Junto al niño, en una realidad cuántica, muchas cosas pasan al unísono, sin embargo, están unificadas por el espacio del entredós en un entretiempo donde circula el afecto entretejido en red. De este modo, restituye en lo actual la virtualidad escénica.
Cuando jugamos con el niño, conviven las temporalidades. Lo sucedido en el pasado, aquello que efectivamente está sucediendo y lo que va a suceder. El entretiempo afectivo produce los prismas del tiempo generadores de movimientos, desplazamientos metonímicos que reanudan lo imaginario, lo simbólico y lo real sostenidos en la causalidad ficcional de otra escena que fragmenta y unifica lo que crea.
Tenemos la espacialización del gesto escénico, desplazamientos y sustituciones donde el deseo se corporiza en acto, el tiempo se sustrae al instante, abre otro portal-cristal en el movimiento afectivo en donde compone lo imponderable, un vacío sin develar ni llenar. Son los agujeros por los que la red respira lo indeterminado. Cuando jugamos a las escondidas, en la demora sostenemos un escondite y el mismo hace posible el tránsito del enigma a la fantasía y viceversa. ¿Dónde estará el otro? ¿Qué lugar encontró para esconderse? ¿Nos está mirando mientras lo buscamos? ¿Cómo es el tiempo de la espera? ¿Qué pasa en él? (7)
La espera es un entretiempo subjetivo que el niño inventa al jugar. Lo ficcional es afectivo e incierto, va hacia fuera y enlaza lo real para transformarlo en imaginación en acto. Lo escondido es lo que falta y, como tal, causa el deseo de saber; de modo libidinal, el ritmo se enlaza en el movimiento del devenir. Nuevamente el marco, el límite y borde, está atravesado por el tiempo del final y no es de verdad, es de mentira, de juego.
El tiempo en la infancia implica una posición de vanguardia. Está por delante, por detrás, propicio y cercano a cualquier otro. Por primera vez en la experiencia infantil se divide lo temporal y se crea el pasado que hasta ese instante jamás estuvo. Existe cuando se sustrae del presente y es tomado en la red relacional de la comunidad, todo lo cual causa y estructura la herencia que se dona como acto de amor y alianza.
Sin darse cuenta, al jugar, los chicos inventan crisoles de tiempo, los atraviesan y, al hacerlo, la experiencia es otra, decanta en otras huellas todavía a resignificar. En este sentido, valdría la pena interrogarse por el lugar que ocupan la infancia en la comunidad y la comunidad en la infancia, para darnos cuenta por qué es la vanguardia de lo imposible hecha realidad (como en los golpes, ficcionales y a la vez reales, que Tamara juega con su muñeca).
Nunca comprenderemos el tiempo si no somos capaces de captar lo que no puede ser contado como tal; lo esencial se escabulle en los intersticios. Cuando nos detenemos a mirar lo temporal, este ya nos ha mirado. En este punto de fuga se pierde en el horizonte del futuro, cercano, pasado.
La plasticidad del tiempo
En nuestro trabajo cotidiano, abrimos la posibilidad de que la imagen sensoriomotriz no coincida consigo misma, con el mismo tiempo del cual se parte. Donamos la ficción y el tiempo afectivo para que caiga en otra temporalidad que le permita devenir. El sufrimiento encarnado en lo sensoriomotor funciona en la tensión móvil del cuerpo. Los golpes de Tamara presentifican la imagen actual que no se encadena con ninguna otra, más bien da cuenta de la impotencia destructora sin virtualidad alguna. La plasticidad estalla de sentido inverso, desinviste, desenhebra.
Se trata de crear en la actualidad de la imagen un “entretiempo” que abra la brecha del “entredós” y rompa el encapsulamiento del actual (en este caso, del dolor que no duele). Generar un cristal implica pérdida, división y devenir. Sorpresivamente, al esconderme, el tiempo no es verdadero ni falso; tampoco pretende serlo: juega en el borde. En una cierta incertidumbre entre el pasado, el presente y el futuro, efecto dramático de la ficción.
Del gesto, del azar, del detalle, constituimos un enigma que a su vez transforma el espacio en otro territorio temporal. La calle, la vereda, los árboles, los autos, las personas que pasan, los vecinos devienen otros. Pueden ser un escondite, una guarida, un cómplice circunstancial, un secreto; hasta se superponen, son partes de otro escenario donde la homogeneidad de lo real da paso a lo heterogéneo de la imaginación que pone en acto la propia utopía realizada.
Al jugar “espontáneamente”