Si era dicha o dolor. Roberto Ramírez Flores

Si era dicha o dolor - Roberto Ramírez Flores


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con un gesto que parecía querer provocar cierta culpa.

      —¿Sucede algo? —preguntó Abel.

      —Estoy confundido, preocupado, ansioso, no sé… ¿Qué pasó anoche?

      —Supongo que se te pasaron las chelas, más que a mí.

      —Creo que sí.

      Cecilio no preguntó más, un tanto nervioso por lo que pudiera responder Abel. Érika se acercó.

      —Qué onda.

      —Hola —respondieron ambos.

      —Yo soy Abel.

      —Sí, Abel, Abel. Yo soy Érika, un gusto.

      —Un gusto, yo soy Cecilio.

      Érika, extrañada, se despidió.

      —Los veo después.

      —¿Pasa algo, Cecilio?

      —No… digo, sí, pero no sé qué es.

      —Podemos dar una vuelta, si quieres. Sirve que te relajas. Estás nervioso por la lectura, ¿verdad?

      —Un poco.

      —¿Fumas mariguana? Eso nos relajaría.

      Recorrieron el centro de Guanajuato, casi todo el tiempo en silencio, salvo algunos comentarios de Abel referentes a la calidad de la hierba. Cecilio no probó, pues temía volverse demasiado susceptible —todavía más.

      Cuando ya se habían sentado en un café, mientras bebía una cerveza, Abel contó de la fiesta de la noche anterior. Cecilio, a veces concentrado en las palabras que oía, se hacía muchas preguntas; pensaba en Érika —quien le había hecho acelerar el corazón de forma dramática—, en su pene maltrecho, y de manera intermitente le venía la imagen de la cicatriz de Abel.

      El veracruzano, como si fueran las palabras mágicas para atraer la atención del tapatío, comenzó a hablar acerca de un «chico misterioso» que el día pasado había conocido. Decía que le era atractivo, que lo estaba poniendo loco. ¿Hablará de mí?, se cuestionó Cecilio, quien hasta entonces confirmó a consciencia la homosexualidad del pequeño hombre que tanta atención le había brindado.

      —No sabía que eras gay.

      —Ja ja ja, pues sí, lo soy.

      —Por alguna razón no me saco de la cabeza tu cicatriz.

      —¿En serio? ¿Tú tienes alguna? No, ¿verdad?

      Repasó su cuerpo con la mente y después contestó que no, a pesar de recordar los pequeños moretones de su entrepierna.

      —¿Sabes? —continuó Cecilio—, anoche yo también conocí a alguien que me agradó.

      —¿Ah, sí? ¿Hombre o mujer? —preguntó Abel, calmando las palabras que por poco se le salían.

      Cecilio rio.

      —¿Qué más da? Lo que importa es que…

      —Shhh, mejor no digas nada —interrumpió Abel, seguro de que el tapatío estaba refiriéndose al rato que pasaron juntos ellos.

      La conversación cambió el ánimo de ambos. Cecilio se mostraba más abierto. Era un joven al que poco se le habían acercado para cortejarlo, y básicamente él mismo lo había evitado siempre. Abel parecía ahora más interesado en él, intentaba relacionar las experiencias que este le contaba con las suyas y bromeaba con todo lo posible. Cuando pasaron por el Callejón del Beso se miraron riéndose, pero ambos notaron algo en la mirada del otro.

      Casi eran las cuatro. De a poco primero, luego con mayor fuerza, fue creciendo el nervio de Cecilio por su participación en el congreso; ese tipo de situaciones lo llenaba de tensión. Entonces, con enfado por tener que hacerlo, le pidió a Abel que lo dejara un momento: quería prepararse para su lectura.

      Pasaban diez minutos de las cinco. Abel, en la Plaza de San Roque, recorría una línea recta de diez metros y la regresaba mientras consumía un cigarro; esperaba con ansias la presentación de Cecilio y, más que eso, al propio poeta.

      Llegó el momento en el que por la plaza se expandió el nombre: Es turno de Cecilio Ponce. El murmullo llenaba el espacio entre los asistentes; casi todos se preguntaban quién era ese. Abel se apresuró al sitio donde se encontraban los organizadores y mintió, diciendo que Cecilio le había pedido que avisara una complicación que lo entretenía, que esperaba llegar antes de las 6:30, hora en que finalizaba el evento. Así anunciaron por el micrófono y otro poeta subió al pequeño escenario.

      Abel corrió hacia la posada, no muy lejos de allí, pensando que encontraría en su cuarto al tapatío. Al llegar, preguntó en recepción por el número en el que Cecilio se hospedaba. Tocó la puerta encarecidamente. Un chico, que apenas portaba calzón y playera, abrió la puerta.

      —¿Sí?

      —Busco a Cecilio.

      —¿Cecilio?

      —Sí, el chavo de Guadalajara.

      —Ah. Ni idea.

      Después de escuchar el portazo, Abel se sentó decepcionado en el piso afuera de la habitación, y se mantuvo en silencio por unos minutos. ¿Y si llegó a la plaza y no lo escuché? ¡Leyó y no estuve presente! ¡No me encontró!

      Con esa esperanza y preocupación, retornó de nuevo a la plaza. Llegó en un tiempo muy breve. Preguntó por Cecilio a los asistentes después de no encontrarlo; nadie supo darle seña, nadie se enteró si leyó o no. Todos conversaban con todos, siendo Abel un ajeno ahí.

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