Pulga tiene un perro. Andrea Braverman

Pulga tiene un perro - Andrea Braverman


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      Pulga tiene un perro

      Andrea Braverman

      Ilustraciones:

      María Lavezzi

      Índice de contenido

       Pulga tiene un perro

       Portada

       Capítulo 1: El principio

       Capítulo 2: Por qué a Pulga le dicen "Pulga"

       Capítulo 3: Cómo Pulga conoció al perro

       Capítulo 4: El perro no entra

       Capítulo 5: A la cucha

       Capítulo 6: Mudito no se va

       Capítulo 7: La hazaña perruna

       Capítulo 8: El señor Solari

       Capítulo 9: La despedida

       Biografías

       Legales

       Sobre el trabajo editorial

       Contratapa

       1. El principio

      Confieso que cuando me enteré de esta historia, me costó creerla. Porque no se escucha todos los días que un chico encuentre en la calle un perro mudo, es decir, uno que abre el hocico y no puede ladrar ni guau. Pero esto no es tan increíble. Porque perros mudos, hay. No se encuentran todos los días, pero hay. Lo realmente increíble es que el chico decía que entendía lo que el perro le decía con la mirada, que era algo así como su traductor. Andaba por todo el pueblo con el perro, lo miraba a los ojos y decía “Mi perro dice que le pica una pata” o “Mi perro quiere una medialuna” y cosas por el estilo.

      Y si hasta acá no les parece tan increíble, hay un par de cosas más que hacen que esta historia sea, digamos, particular. En el pueblo, al chico lo llamaban Pulga; por eso, hoy todavía la gente comenta que no fue el típico caso de un perro con pulgas, sino el de una Pulga con perro.

      Y algo más: lo que les pasó a Pulga y a su perro mudo me dejó con la boca abierta. Y apenas pude cerrarla, decidí escribir. Porque una buena historia merece ser escrita. Así que empecemos por el principio, que es la mejor manera de empezar.

       2. Por qué a Pulga le dicen "Pulga"

      Cuando en la clínica le preguntaron a la mamá qué nombre le iba a poner a su bebito recién nacido, ella no contestó “Pulga”. No. La pregunta existió, pero la respuesta fue: “Eduardo”.

      Sin embargo, unos meses después pasó algo que provocó que ese nombre quedara en el olvido. La mamá se tuvo que ir a trabajar a otro país (al que él siempre llamó así, “Otro país”, hasta que cumplió cuatro y se enteró de que el nombre era Dinamarca); entonces, Eduardo se quedó a vivir en el pueblo con su abuela Berta y su tía Marta.

      El tema fue que la abuela Berta miraba crecer a ese bebé tierno, de risa nerviosa y pelito de seda, y no podía evitar la pena que le causaba llamarlo Eduardo. Lo miraba y lo miraba y decía que no con la cabeza. No, señor. Ni siquiera podía decirle Edu o Eduardito, nada de eso. Lo llamaba “bebé”, “corazoncito”, “bonito de la abuela”, y algunas veces le decía “terremoto”, en especial cuando corría por todos lados a la hora de la siesta.

      Para ella, no podía llamarse Eduardo ese nene que crecía de cara al sol, que disfrutaba al comer el choclo tibio y enmantecado con la mano, que andaba descalzo en el jardín para sentir las cosquillas del pasto y chapoteaba a gusto en el río. No. Era el típico caso de un nombre mal puesto. Y quizás por eso empezó a decirle “Pulga” cuando se largó a caminar por todos lados. “Por chiquito y saltarín”, según sus propias palabras. Al principio a la tía Marta no le gustaba el apodo, pero con el tiempo ella también empezó a llamarlo así, porque realmente Pulga no se quedaba quieto ni dormido.

      Cuando Pulga creció lo suficiente como para empezar la escuela, las maestras repetían que tenía problemas de atención. Pero la abuela Berta no estaba de acuerdo, porque para ella su Pulga era de lo más atento. La tía Marta, en cambio, se enojaba bastante cuando volvía de un largo día de trabajo y leía en el cuaderno de comunicaciones que no se había quedado quieto en la silla, o en la hora de música, o en el comedor, o en un acto, o en la fila. Es decir, nunca.

      Su sobrenombre se volvió tan común en el pueblo que ya nadie se acordaba cómo se llamaba, aunque la directora del colegio era la única que le decía Eduardo cuando conversaba con él, seriamente y sin que se le escapara una sonrisa, sobre la importancia de prestar atención para aprender cosas nuevas.

      Ojo. Pulga no estaba en contra de aprender cosas nuevas; el problema era que sus ganas de moverse y su imaginación siempre se las ingeniaban para interrumpir en cualquier momento. Si la maestra hablaba de los océanos, por ejemplo, él enseguida empezaba a saltar entre los bancos y se veía nadando por un mar de chocolate derretido, con pececitos de gelatina, y en el horizonte anaranjado aparecía un barco de papel tripulado por un marinero de bigotes puntiagudos, con la ropa blanca planchada y el pelo despeinado por el viento. Así de poderosa era su imaginación.

       3. Cómo Pulga conoció al perro

      Una mañana como cualquier otra, Pulga se lavó los dientes, se tapó la cabeza con la toalla para asustar a la tía Marta que recién se levantaba, corrió a la cocina, dejó la toalla en una silla, tomó un sorbo de leche tibia, le dio un beso cariñoso a su abuela y manoteó un churro relleno con crema pastelera. Mientras atravesaba el comedor dando saltitos en una rayuela imaginaria, el uniforme de la escuela se iba cubriendo de gotas de crema y la abuela lo perseguía con un trapito húmedo para limpiar las manchas antes de que la tela se arruinara para siempre.

      Cuando salió al jardín, la escarcha de la mañana y el olor a pasto fresco frenaron sus ganas de saltar. Era el momento del día que más le gustaba, así que aspiró una bocanada de aire, infló el pecho y después lo largó de a poco. Así le había enseñado a respirar la tía Marta cuando necesitaba calmarse.

      —¡Me voy, abue! –gritó.

      —Que aprendas mucho, Pulguita mía –respondió la abuela desde adentro.

      Pero cuando estaba por abrir el portón de la entrada, algo lo detuvo: había un perro en el jardín, al lado del limonero, quietito como un peluche sin pilas.

      Pulga no le tenía miedo a los perros, pero si la abuela o la tía


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