El Amanecer Del Pecado. Valentino Grassetti

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      El Amanecer del Pecado

Valentino GrassettiEL AMANECER DEL PECADO Traductora: María Acosta Díaz

      Esta novela es una obra de fantasía. Los personajes citados son invención del autor y su finalidad es dar veracidad a la historia. Cualquier parecido con hechos y personas, vivas o no, es pura coincidencia.

Copyright © 2018 Valentino Grassetti Título original: L’alba del peccato1 edizione agosto 2018 Autor: Valentino GrassettiTraducción: María Acosta Díaz Proyecto gráfico: Gialloafrica[email protected]EL AMANECER DEL PECADO

      Violo la tela con pinceladas nerviosas, impulsivas y poderosas.

      Sucias de verdad.

(Pardo Melchiorri. Pintor)

      Nicole Dubuisson hacía todo lo posible por agasajar a Paolo Magnoli con algunos juegos eróticos a los que gustaba definir como très rare, donde el sexo era a menudo una nota al margen de sus vidas complicadas.

      En la cama, Nicole no tenía necesidad ni de amor ni de perversiones. Nada de esposas, cuerdas o látigos para herir la carne y mitigar las cicatrices del alma. Ningún sentimiento, por muy puro o indecente que fuese, le procuraba placer. Nicole gozaba sólo disfrutando del sabor de la venganza.

      Se tiraba a Paolo Magnoli porque tenía una cuenta pendiente con el marido. Una lista de pequeñas y grandes incomprensiones, una lista negra, tan larga como una existencia, la había inducido a odiar al cónyuge hasta el punto de tenerlo cerca, pero sólo para poderse librar de él a su manera. Nicole, de hecho, había decidido arruinarle la vida sin papeles timbrados. Nada de adioses melancólicos incitados por los honorarios indecentes de algunos abogados. Si Paolo Magnoli daba un sentido a las miserias de su vida dejándose meter un tacón de doce centímetros en el culo por Nicole, para ella satisfacer las fantasías eróticas de un amante depravado representaba, nada más, que uno de tantos movimientos de una partida de ajedrez jugada contra el mismo concepto del matrimonio. Una institución tan castradora debía ser castigada. Este era su pensamiento recurrente cada vez que salía de casa llevando ropa interior de encaje y sonrisa sugerente.

      Los dos amantes vivían en Castelmuso, un pueblo de quince mil habitantes, un punto geográfico suspendido en el tiempo, instalado en una colina al abrigo del mar Adriático.

      Un cartel informaba a los turistas que el pueblo estaba incluido entre los pueblos más bellos de Italia. Surgía en el punto más alto de una hermosa colina, donde las casas, los palacios suntuosos y decadentes, las bóvedas entre los callejones, las arcadas inestables eran una invitación a tocar con la mano aquellas piedras cargadas de la energía de todos sus fantasmas.

      Sandra, la esposa de Paolo Magnoli, echó de casa al marido cuando el psicólogo le dijo que los hijos estaban preparados para renunciar a la presencia de un padre tan degenerado. Una semana después de haber sido expulsado de la familia, encontraron el cuerpo de Paolo en los alrededores de la casa rural I Cavalieri. De la rama de un robusto roble colgaba un tirante elástico: su última corbata.

      Los habitantes de Castelmuso dijeron que había perdido la cabeza a causa de lo que llamaban el póquer perfecto: cuatro ases hechos de coca, whisky, deudas y vaginas absorbe Mastercad. Daisy, la hija de Paolo Magnoli, tenía doce años cuando ocurrió la tragedia. Adriano uno menos. Los dos niños no perdonaron jamás al padre el haber salido de sus vidas de una manera tan miserable.

      Pero esto, ahora, formaba parte del pasado.

      1

DAISY DIECISÉIS AÑOS

      El primer jueves del mes era una jornada especialmente gris. Las nubes bajas se habían posado sobre los tejados, la llovizna batía insistente sobre las ventanas de la escuela. A pesar del tiempo Daisy Magnoli tenía la sol en el bolsillo. Había llegado la noticia que tanto esperaba y no conseguía esconder el entusiasmo. Se presentó en el curso de psicología en la hora del descanso.

      Entró en el aula con el paraguas volteado por el viento, el abrigo goteando, una tarta adornada con cintas con un lazo plateado y una sonrisa que convertiría en perfecto aquel instante. Estaba lista para dar la Noticia de las Noticias. Antes, sin embargo, debía recurrir a un ritual, algo que no rompiese el equilibrio, como le gustaba decir. La cosa era bastante delicada y las muchachas no eran, realmente, unas santurronas. Sobre todo aquellas del último año, víboras experimentadas que no dejaban pasar nada a nadie.

      Quien iba al curso de psicología sabía perfectamente que entre los estudiantes era necesaria una buena armonía o, por el contrario, un completo desacuerdo. Daisy sabía hasta que punto los contrastes entrenaban el temperamento y formaban el carácter, animando las discusiones. Pero en el aula B del instituto Giacomo Leopardi no había ni una ni otra. Las relaciones entre las chicas podían considerarse demasiado vagas e indefinidas, hasta el punto de inducirles a fingir ser todas más o menos amigas entre ellas.

      Daisy se quitó el abrigo, apoyó sobre la mesa del profesor el paquete que acababa de retirar de Le Romains, la pastelería que había delante del instituto. Sopló a un mechón de cabellos suaves y lisos que le cubrían la frente. Quería escrutar la fila de pupitres, desde los cuales miraban furtivamente sus compañeras. Todas querían saber pero ninguna de ellas osaba preguntar.

      El dulce, sin embargo, era una pista.

      Daisy deshizo el lazo y desenvolvió la tarta. Extrajo de la mochila un paquete de platos de plástico, quitó el envoltorio y cortó en trozos el manjar de hojaldre.

      Las muchachas empezaron a mostrarse en desacuerdo con el dulce. Las que seguían una dieta se lo agradecieron y evitaron incluso probarla. Las otras, convencidas de que las restricciones alimenticias hacían perder el tiempo más que los kilos en exceso, disfrutaron de la tarta considerándola algo parecido a su idea del paraíso.

      –Venga, cuenta como ha ido todo –preguntó entusiasmada Lorena Rossi disfrutando del suave aroma del flan parisino con su delicado regusto a limón.

      –Oh, bueno… ¿por dónde empiezo? Dejadme pensar –comenzó a decir Daisy, con los ojos brillantes intentando retener recuerdos emocionantes. Quería contarlo todo. Pero el equilibrio era el equilibrio y debía tener cuidado. Respiró profundamente, la sensación de que todo lo que tenía que decir, las palabras, las frases que debía combinar, las mismas letras del alfabeto, se resistían a salir. En ese momento tuvo una extraña fantasía: imaginó la forma de tejado a dos aguas de la A presionando sobre el esternón, las curvas de la B empujar por detrás, de la misma manera que las semi curvas de la C y las líneas cóncavas y convexas de todo el alfabeto.

      El discursito que se había preparado parecía no querer salir de su boca. La imaginación se obstinaba en no querer que diese la Noticia de las Noticias.

      –Cómo ha ido… vale, bien: llegué con mi madre al Hotel Granduca, el de cuatro estrellas en la carretera estatal –consiguió decir finalmente. –Afuera había un montón de gente. Al principio tenía un miedo impresionante, luego me calmé y he pensado maldita sea, pasaremos aquí la noche. Por suerte he descubierto que muchos eran figurantes. Muchachos mandados por la productora. En definitiva, un poco de teatro para el backstage para ver en la televisión. Los que estaban allí para la audición serían más o menos unos cincuenta.

      – ¡Mierda! El timbre. Tenemos poco tiempo –se mordisqueó los labios Lorena, que instó a las chicas a acabar la tarta.

      – ¿Y después? ¿Después qué ocurrió? –preguntó ansiosa la amiga que empezó a recoger los platos y los cubiertos esparcidos por los pupitres.

      –Luego he entrado en la sala de conferencias –continuó Daisy. –Habían montado una especie de sala de pruebas. Luces bajas. Focos en la cara, sudor, colorete chorreando en las mejillas y toda esa historia. Había tres tíos sentados en la mesa con caras aburridas y de funerarios. Ha comenzado a sonar la base rítmica. He cantado durante un minuto, creo. Luego han sacado la música. Yo estaba parada, no respiraba y esperaba el veredicto, pero me han despedido sin ni siquiera mirarme a la cara.


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