Te Odio Porque No Quiero Amarte. Victory Storm
n>
Victory Storm
UUID: f7423cad-ba7c-4db1-9f98-a534e297fd09
Este libro se ha creado con StreetLib Write
Te odio porque no quiero amarte
Victory Storm
Texto copyright © 2020 Victory Storm
Correo electrónico de la autora: [email protected]
http://www.victorystorm.com
Traductor (Inglés a español): Mariela Cordero
Editorial: Tektime
Este es un trabajo de ficción. Los nombres, personajes, organizaciones, lugares, eventos e incidentes son producto de la imaginación del autor o se usan ficticios.
Todos los derechos reservados. Ninguna parte del libro puede ser reproducida o difundida por ningún medio, fotocopias, microfilm u otro, sin el permiso del autor.
Portada: diseño gráfico Victory Storm | Enlace: https://stock.adobe.com
Te odio porque no quiero amarte
Zane Thunder es rico, encantador, soltero, deseado por muchas, y es dueño de la Compañia Thunder, una de las agencias de publicidad más famosas y respetadas de Chicago. En la vida, siempre tuvo que luchar pero, al final, consiguió todo lo que quería. Todo excepto Audrey. La única mujer que ha amado y que lo traicionó, destruyendo su felicidad. Audrey Larson lo perdió todo. Su vida feliz se acabó tras divorciarse del único hombre al que ha amado, Zane.
Cuando se separaron, comenzó su descenso a los infiernos, pero justo cuando parece que lo había perdido todo, Zane reaparece en su vida.
Han pasado cuatro años desde la última vez que se vieron.
¿Esos años la harán olvidar y comenzar una etapa, o su encuentro sólo reavivará viejos rencores y el latente deseo de venganza?
1
Audrey
"Buen trabajo, Srta. Larson", murmuró Peter Anderson, viéndome correr a la cocina para tomar otro pedido para llevar a la mesa.
"Gracias", susurré emocionada por el cumplido, antes de salir al elegante comedor del prestigioso restaurante, llevando varios platos en las manos.
"No puedo creerlo. Anderson acaba de felicitarte. ¡Ahora puedes considerarte contratada! ¡Felicidades, Audrey!", exclamó mi colega Sharon en voz baja, mientras yo intentaba evitar tropezarme con ella, mientras me dirigía a las mesas que me habían asignado.
Ese día el Prestige estaba lleno.
Todas las mesas estaban ocupadas, excepto una.
El mostrador del bar estaba lleno y había mucha gente moviéndose aquí y allá.
El riesgo de tropezar con alguien era extremadamente alto.
Un riesgo que no podía permitirme en absoluto.
Era mi tercer día de trabajo como camarera del Prestige y era mi último día de prueba antes de decidir si me contratarían permanentemente o me despedirían tras concluir que no era adecuada para el trabajo en el restaurante.
En realidad, nunca quise ser camarera
.Me gradué en Marketing con una especialidad en Administración y Relaciones Públicas.
Además, había estudiado publicidad.
Ese siempre había sido mi mundo.
Había trabajado para agencias de publicidad toda mi vida, hasta mi divorcio y mi traslado a Gatesville para estar cerca de mi padre, que terminó en una silla de ruedas después de un terrible derrame cerebral que lo paralizó del cuello para abajo.
Ahora estaba de vuelta en Chicago, que consideraba mi ciudad, el lugar donde todos mis sueños siempre se habían hecho realidad.
Sin embargo, pronto descubrí que, debido a mi ausencia de cuatro años, muchas puertas se me cerraron.
Después de vivir años en Gatesville cuidando a mi padre, Chicago había cambiado.
Ahora la exigencia, la experiencia y la competitividad habían alcanzado niveles que hacían casi imposible mi reintegración en lo que siempre había sido mi trabajo.
Al parecer, a nadie le importaba si yo había planeado y organizado prestigiosas campañas publicitarias. Lo único que todos notaban era ese intervalo de cuatro años durante el cual me mantuve alejada del mundo laboral.
Y ahora, aquí estaba yo, trabajando como camarera en un lujoso restaurante, rodeada de edificios que alojaban las oficinas de algunas de las más reconocidas agencias de publicidad y de informática de la ciudad.
Había buscado trabajo desesperadamente después de la muerte de mi padre, agobiada por sus gastos médicos aún por pagar.
Todos mis ahorros y la herencia de mi padre habían desaparecido.
Lo único que me quedaba por hacer era volver a trabajar en Chicago, la única ciudad que conocía y que podía ofrecerme más oportunidades de trabajo que una pequeña ciudad como Gatesville.
Debido a mis problemas financieros, no había podido esperar para encontrar el trabajo perfecto, así que tuve que buscar en otras áreas y al final decidí tomar un trabajo que me permitiera entrar en contacto con el mundo de la alta sociedad, de una manera solapada.
Ser camarera en el Prestige significaba esto para mí.
No eran sólo los hermosos uniformes los que me hacían sentir a gusto, también me entusiasmaba la posibilidad de conocer a los nuevos líderes del mundo de la publicidad.
Ahora lo único que tenía que hacer era pasar el período de prueba de tres días y conseguir ese trabajo, para poder pagar el alquiler de la casa, tenía tres meses de atraso, y necesitaba comenzar a asentar las bases de mi futuro.
Ese día supe que había tomado la decisión correcta.
Mientras servía bebidas y platos sofisticados y sabrosos, escuché conversaciones sumamente interesantes: una tal Savannah, molesta por el trabajo publicitario que había solicitado para su línea de cosméticos, una directora creativa que había renunciado dejando a la Compañía Marshall en una situación difícil, ya que no sabían ahora cómo satisfacer las solicitudes de nuevos clientes, un tal Farlight que discutía con una mujer su deseo de renovar el logotipo de su marca de licor...
En resumen, delante de mí, tenía infinitas posibilidades de conseguir un cliente adecuado y de conseguir un trabajo de relaciones públicas en una empresa de publicidad, ya que tenía toda la experiencia necesaria para lograrlo.
Sabía muy bien que había quienes pagarían generosamente por mis conocimientos.
Me sentí en el séptimo cielo. A pesar de la gran carga de trabajo que tenía atendiendo esa numerosa y exigente clientela, siempre atareada, no había disminuido mi ritmo ni deseado un descanso.
"Lleva esto a la mesa siete", ordenó de repente Anderson, entregándome una bandeja llena de aperitivos.
Esa era la última de las mesas libres.
Miré el reloj.
Unas pocas horas más y mi día de trabajo habría terminado.
Zigzagueando entre una mesa y otra, entre un cliente y un colega, llegué a las mesas que me habían asignado, pero justo cuando giré rápidamente a la derecha para evitar el perro de un cliente que había