Aguas fuertes. Armando Palacio Valdés

Aguas fuertes - Armando Palacio Valdés


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delicadeza, que más que de devorarlos, parece que tratan de enterarse de la salud de los espectadores.

      Es necesario cortar este abuso. ¿Cómo? Buscando el origen y destruyendo la causa. El origen de tal apatía y negligencia por parte de estos animales no puede ser otro que el no dárseles el sustento necesario. Las bestias de la Casa de fieras pertenecen a la clase docente, y como el profesorado en general, están muy mal retribuidas: tienen los huesos salientes, el pellejo arrugado, el aspecto miserable y triste. Un profesor amigo mío (que también tiene los huesos salientes y el pellejo arrugado), me decía no ha mucho tiempo que él no enseñaba más ciencia que la equivalente a los catorce mil reales que le daban. Las fieras deben de seguir el mismo sistema. Auménteseles, pues, el sueldo, déseles las piltrafas suficientes, y el Ayuntamiento verá sus cátedras de energía y ferocidad perfectamente desempeñadas.

       Índice

      EL PASEO DE LOS COCHES

      Se trabó una lucha titánica en el Ayuntamiento y en las columnas de los periódicos. Los peones nos defendimos bizarramente. Hicimos esfuerzos increíbles para salvar nuestro Retiro de la feroz invasión; pero quedamos vencidos. En las hermosas calles de árboles nunca profanadas, chasquearon las herraduras de los caballos, y los modernos conquistadores, los bárbaros de la riqueza entraron soberbios, arrollándonos entre las patas de sus corceles.

      Vivíamos felices y tranquilos, y a veces nos decíamos:—«Tenéis los teatros, los salones, la Casa de Campo, la Castellana, sois los dueños de Madrid; pero nosotros poseemos el Retiro. Para gozar el aroma de sus flores, la frescura de sus árboles y la grata perspectiva de sus calles, es necesario que dejéis vuestro coche a la puerta y ensuciéis un poco la suela de los zapatos; porque el Retiro está hecho por Dios y el Ayuntamiento para nosotros, exclusivamente para nosotros los villanos.»

      Mas he aquí que un día se les antoja a los bárbaros penetrar con sus carros, con sus mujeres e hijas en nuestro delicioso campamento. Cayeron los árboles más o menos seculares, y sus hojas sirvieron de alfombra a los triunfadores. También nuestras frentes humilladas les sirvieron de alfombra.

      Y lo peor de todo es que, imitando la crueldad de los soldados de Alarico y Atila, nos han llevado y nos llevan atados a su carro. He conocido a un joven que luchó valerosamente contra la invasión desde las columnas de La Correspondencia. Recuerdo cierto suelto de su mano que decía: «No es exacto que el Municipio trate de abrir en el Retiro un paseo para los carruajes.» Este suelto cayó como una bomba en el campo enemigo, haciendo en él graves destrozos, y estuvo a punto de dejar fallidas sus esperanzas. Pues bien; a este mismo joven le he visto después ignominiosamente atado a la carretela de un bárbaro, que le llevaba a un paso muy superior a sus piernas. Y la hija del bárbaro aún parece que se reía de él.

      Algunos refieren la historia del paseo de coches diciendo que a cierto caballo inglés, hastiado de tanto ir y venir a la Castellana, acometido del spleen y en peligro inminente de suicidarse, se le puso un día entre las dos orejas el hollar los jardines privilegiados; insinúa su extravagante deseo al amo, le da algunas razones, y últimamente le persuade a que interponga su influencia para que de allí en adelante se extienda el privilegio de los bípedos a los caballos lucios y bien educados. El amo, que era regidor, lo propuso en concejo, y pronunció con tal motivo un bello discurso, donde expuso a la consideración del Ayuntamiento los argumentos capitales que su jaca le había insinuado. Armose el consiguiente motín, los bípedos se resistieron a abandonar sus franquicias, acudieron a la prensa, dijeron que el echar árboles al suelo era propio de los pueblos primitivos, y que es muy fácil construir una casa, pero que un árbol nadie lo construye mas que la naturaleza; hablaron del hacha devastadora y se autorizaron el dudar de los sentimientos poéticos de los concejales. A tales afirmaciones contestó el potro inglés, por boca de su amo, diciendo, que no eran más que «huecas declamaciones», y que cuando el paseo estuviese abierto y terminado, ya se vería. Y en efecto, después se vio que el potro tenía razón. El paseo de coches, no sólo no ha quitado belleza al Retiro, pero le ha añadido cierto esplendor fastuoso que antes no tenía; a cada cual lo suyo.

      No está trazado en línea recta como el de la Castellana, porque no tiene por objeto despertar en el vecindario ideas generales, sino que forma una curva graciosa y bastante prolongada, que se extiende desde la Casa de fieras hasta la estatua del Angel caído, en torno de la cual giran los carruajes al dar la vuelta; es un Luzbel doblado por el espinazo, el cuello descoyuntado y los músculos tendidos, que parece un artista ecuestre del circo de Price. Sus colegas de acá, otros ángeles caídos que suelen llamarse «la Tomasa, la Adela, la Paz, la Asunción, etc.», al cruzar por su lado le miran con soberano desdén: ninguno ha caído como él en medroso despeñadero; todos han venido a dar sobre algún milord con un caballo.

      En este moderno paseo se cita y emplaza la sociedad elegante en las tardes de invierno, para gozar el inefable deleite de contemplarse un par de horas, después de lo cual se apresura a ir a comer y escapa a uña de caballo a contemplarse de nuevo en el Real otras tres o cuatro horitas. Parece una sociedad de derviches: el goce supremo es la contemplación. Hay hombre que se queda calvo, y defrauda al Estado, y arruina a varias familias, solamente para que dos caballos le lleven a todas partes a contemplar a otros hombres que también se han quedado calvos y han defraudado al Estado y a los particulares con el mismo objeto. Los madrileños, mejor que ningún otro pueblo antiguo o moderno, han llevado al refinamiento este goce exquisito: en las iglesias, en los teatros, en el paseo, en los salones, se apuran todos los medios de contemplarse con más comodidad. Cuando viene el calor y es fuerza salir de Madrid y separarse, entonces la sociedad vuela a las playas de San Sebastián, a fin de no perderse un instante de vista.

      De cinco a cinco y media de la tarde está el paseo en todo su esplendor; un millar de coches se apiña en la no muy ancha carretera, de tal suerte, que no hay medio de caminar por ella: a veces tardan en dar una sola vuelta más de hora y media, lo cual constituye, como es fácil de comprender, el encanto de los que perennemente los ocupan; de esta guisa, la contemplación es más fácil y más intensa. Las señoras levantan suavemente las sombrillas para mirar por debajo de ellas a otras señoras, que de igual manera dejan caer las suyas y pagan mirada por mirada. Hace ya muchos años que se miran y llevan por cuenta los vestidos, los coches, los caballos, los queridos, las pulseras, el colorete y hasta los lunares que gastan; así que, ordinariamente, se habla muy poco: sólo de vez en cuando alguna dama comunica a su compañera en voz baja y estilo telegráfico ciertas observaciones de poca monta:

      —¿Has visto a Bermejillo?

      —Sí.

      —¿Va detrás de Enriqueta?

      —Sí.

      Y de nuevo guardan silencio.

      —¿Has visto a la de Quintanar?

      —Hasta ahora no.

      —¿Y a la de Beleño?

      —Tampoco.

      La dama se calla otra vez, pero experimenta leve disgusto; para que se vaya a casa satisfecha y coma con apetito, es preciso que estén en el paseo la de Quintanar, la de Beleño, la de Casagonzalo, la de Trujillo, la de Torrealta, la de Villavicencio, la de Córdova, la de Perales, la de Vélez Málaga y la de Cerezangos, a quienes está viendo hace veinte años, en todos sitios y a todas horas: si no, se marcha mal humorada, diciendo que el paseo estaba muy cursi. Los cocheros y lacayos, desde lo alto de los pescantes, dejan caer miradas olímpicas sobre las carrozas, y murmuran de vez en cuando alguna frase insolente y obscena a propósito de las damas que pasan cerca; o examinan fijamente las libreas de sus compañeros, proponiéndose exigir otras iguales de sus amos. Los caballos, aburridos, se contemplan sin cesar, y guardan silencio como sus señores. Tal vez que otra, no obstante, dejan caer, entre resoplidos y cabezadas, alguna observación punzante acerca de sus colegas:

      —¡Vaya unos arreos lucidos que les han echado encima a los jacos de Villamediana! ¡Me da risa!

      —¿Qué


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