Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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la cabeza de los dos, y gimió armoniosamente el ramaje.

      —Por Dios, García, por Dios… No sea usted imprudente… márchese usted… o déjeme salir… Si vienen y nos encuentran aquí, qué dirán… por Dios…

      —¿Qué me vaya?… —pronunció el poeta—. Pero señora, aunque me encuentren aquí… no tendrá nada de particular; hace un rato estuve con Teresa Molende allá detrás de un camelio… o se juega o no se juega… En fin, si usted lo manda, por darle gusto… Pero antes, dígame usted una cosa que necesito saber…

      —En otra parte… en el salón… —balbució Nieves, prestando ansioso oído a los lejanos rumores y gritos del juego. —¡En el salón!… ¡Rodeados de unos y de otros!… No, no puede ser… Ahora, ahora… ¿usted me oye?

      —Sí, ya oigo —pronunció ella con voz apagada por el temor.

      —Pues la adoro, Nieves. La adoro y usted me quiere a mí.

      —¡Chisst!, ¡silencio, silencio! Están cerca… Suenan así como pasos…

      —No, son las hojas… Dígame que me quiere, y me voy.

      —¡Qué vienen! Por Dios, ¡yo me voy a morir del susto! Basta de broma, García; yo le suplico…

      —Sabe usted demasiado que no es broma… ¿Ya no se acuerda usted del día de los fuegos? Si usted no me quisiese, aquel día hubiera apartado el cuerpo… o gritado… usted me mira a veces… me devuelve las miradas… ¡No me lo puede usted negar!

      Segundo estaba al lado de Nieves, hablando con arranque fogoso, pero sin tocarla, por más que la embalsamada y rumorosa celda que ocupaban ambos oprimiese blandamente sus cuerpos, como aconsejándoles aproximarse. Pero Segundo se acordaba de las frías y duras ballenas, y Nieves, trémula, se echaba atrás. Trémula, sí, de miedo. Podía llamar a la gente; pero si Segundo no se desviaba, qué disgusto, qué explicaciones, qué vergüenza. Después de todo, el poeta llevaba razón: la noche de los fuegos ella había sido débil, y estaba cogida. ¿Y qué haría Segundo después de oír el sí? El reiteraba su orgullosa y vehemente afirmación.

      —Usted me quiere, Nieves… usted me quiere… Dígalo una vez, una sola, y me marcho…

      Dejose oír a corta distancia la voz acontraltada de Teresa Molende, haciendo una especie de convocatoria…

      —Nieves, ¿dónde está? Victoriniña, Carmen… adentro, que cae rocío…

      Y otro órgano atiplado, el de Elvira, lanzó a los ecos:

      —¡Segundo! ¡Segundo! ¡Nos retiramos!

      Caía, en efecto, esa mollizna imperceptible que refresca las noches calurosas de Galicia; las hojas charoladas del limonero, en el cual se embutía Nieves para desviarse de Segundo, estaban húmedas de relente; el poeta se inclinó y sus manos encontraron otras heladas de frío y pavor… Apretolas hasta estrujarlas.

      —O me dice usted si me quiere…

      —¡Pero Dios mío, están llamándonos… me echan de menos… tengo frío!

      —Pues dígame la verdad. Si no, no hay fuerzas humanas que de aquí me arranquen… suceda lo que suceda. ¿Tan difícil es decir una palabra sola?

      —¿Y qué he de decir, vamos?

      —¿Me quiere usted? Sí o no.

      —¿Y me deja usted salir… ir a casa?

      —Todo… todo… ¿pero me quiere usted?

      El sí no se oyó casi. Fue una aspiración, una s prolongada. Segundo le deshacía las muñecas.

      —¿Me quiere usted como yo la quiero? Dígalo usted claro.

      Esta vez Nieves, con esfuerzo, articuló un sí redondo. Segundo le soltó las manos, se llevó las suyas a la boca en apasionado ademán de gratitud, y saltando por las escalerillas, desapareció entre los frutales.

       Capítulo 19

      Respiró Nieves. Estaba… así… como aturdida. Sacudió las muñecas, doloridas por la presión de los dedos de Segundo, y se compuso el pelo, mojado de rocío y revuelto con el roce del ramaje. ¿Qué había dicho, señor?… Cualquier cosa, para salir de tan grave aprieto… Ella se tenía la culpa, por apartarse de la gente y esconderse en un punto retirado… Y, con ese deseo de dar publicidad a los actos indiferentes, que acomete a las personas cuando tienen que ocultar algo, gritó llamando a todo el mundo:

      —¡Teresa! ¡Elvira! ¡Carmen! ¡Carmen!

      —¿Dónde está? ¡Nieves! ¡Nieves! ¡Nieves! —respondieron desde varios sitios.

      —Aquí… junto al limonero grande… ¡Ya voy!

      Cuando entraron en la casa, Nieves, más serena, recapacitaba y se asombraba de sí misma. ¡Decirle a Segundo que sí! Ello había salido medio a la fuerza; pero al cabo, había salido de su boca. ¡Qué atrevimiento el del poeta! Imposible parecía que fuese tan resuelto el chico del abogado de Vilamorta. Ella era una dama de distinción, muy respetada: su marido acababa de ser ministro. Y aquella familia de García… ¡Bah!… unos nadies; el padre usaba cada cuello deshilachado, que daba pena; no tenían criada, las hermanas corrían descalzas a veces… El mismo Segundo, a la verdad… se le notaba muchísimo el aire de provincia, y el acento gallego. No, feo no podía llamársele: tenía algo de particular en la cara y en el tipo… ¡Hablaba con tanta pasión! Como si en vez de rogar mandase… ¡Qué aire de dominio el suyo! Y era lisonjero un perseguidor así, tan entusiasta e intrépido… ¿Quién se había enamorado de Nieves hasta la fecha? Cuatro galanterías, uno que la miraba con los gemelos… Todo el mundo en Madrid la trataba con esa tibieza y consideración que inspiran las señoras respetables…

      Por lo demás, no dejaba de comprometerla aquel empeño de Segundo. ¿Se enterarían las gentes? ¿Lo notaría su marido? ¡Bah!… su marido sólo pensaba en sus achaques, en las elecciones… Con ella apenas hablaba de otra cosa. ¿Y si se hacía cargo? ¡Qué horror, Dios mío! Y las del escondite, ¿no maliciarían?… Elvira se mostraba más lánguida y suspirona que de costumbre… ¡A Elvira le gustaba Segundo! A él… no; él no le hacía pizca de caso… Y los versos de Segundo sonaban bien, eran lindos; podían figurar en La Ilustración… En fin… Como antes de las elecciones tendrían que marcharse a Madrid, apenas existía peligro grave… Siempre le quedaría un grato recuerdo del veraneo… El caso era evitar, evitar…

      No se atrevió Nieves a decirse a sí misma lo que convenía evitar, ni había dilucidado este punto cuando penetró en el salón, donde la partida de tresillo funcionaba ya. Sentose la señora de Comba al piano, y tecleó varias cosillas ligeras, polkas y rigodones, para que bailasen las muchachas. Estas le pidieron a voces otra música:

      —Nieves, ¡la muiñeira!

      —¡La riveirana, por Dios!

      —¿La sabe toda, Nieves?

      —Todita. ¿Pues no la he oído en las fiestas?

      —A echarla. Venga de ahí.

      —¿Quién la echa?

      —¿Quién la repinica? ¡A ver, a ver! Alzáronse varias voces delatoras.

      —Teresa Molende… ¡juy! Da gusto vérsela bailar.

      —¿Y la pareja?

      —Aquí… Ramonciño Limioso, que puntea que es un pasmo. Reíase Teresa, con viriles y sonoras carcajadas, jurando y perjurando que había olvidado la muiñeira, que nunca la supo a derechas. De la mesa de tresillo se elevó una protesta: la del dueño de la casa, Méndez. ¡Vaya si Teresiña bailaba bien! Que no se disculpase, que no le valía la disculpa: no había en todo el Borde moza que echase la riveirana con más salero: es verdad que cada día se iba perdiendo la costumbre y el chiste para estas cosas tradicionales, antiguas…

      Cedió


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