Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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a la que manejaba la barrendera del taller) y barra sin misericordia las altas esferas... ¡ya me entendéis! El mismo día en que se proclamó la libertad y se le dio el puntapié a los Borbones, había yo de publicar un decreto... ¿sabéis cómo? (la oradora abrió la mano izquierda, haciendo ademán de escribir en ella con una tagarnina:) «Decreto yo, el Pueblo soberano, en uso de mis derechos individuales, que todos los generales, gobernadores, ministros y gente gorda salga del sitio que ocupan, y se lo dejen a otros que nombraré yo del modo que me dé la realísima gana. He dicho».

      —¡Bien, bien!

      —¡Venga de ahí!

      —¡Esa es la fija! Y a mí que no me digan....

      —¿Pues no estamos viendo, mujer, que hay empleados de los tiempos del espotismo? ¿Se mudó, por si acaso, la oficialidá de los regimientos? Si a hablar fuésemos....

      Y la arenga bajó de tono y se hizo cuchicheo.

      —¡Si a hablar va uno... aquí mismo... repelo! ¡Mudaron el jefe, por plataforma... sólo faltaba! Pero los subalternos....

      Aquí, la maestra del partido, mujer alta y morena, de pocas y dificultosas palabras, que solía oír a las operarias con seria indiferencia, intervino.

      —A tratar cada uno de lo que importa... y a liar cigarritos....

      —No decimos cosa mala...—alegó Amparo.

      —Decir no dirás, pero hablar hablas sin saber lo que hablas.... Pensáis que no hay más que mudar y mudar y meter pillos.... Aquí se requiere honradez.

      —Eso ya se sabe.

      —Por de contado que sí... Demasiado.

      —Pues el que os oiga.... Y vamos acá. Si vierais, como yo vi, el último del mes que se hace el arqueo, la caja abierta, con sacos de lienzo a barullo, a barullo, así de oro y plata...—Y la maestra adelantó los brazos en arco, indicando un vientre hidrópico—. ¿Pues se os figura que si el contador y el depositario—pagador, y los oficiales, y los ayudantes, fuesen, digo yo, fuesen, quiero decir...?

      —¿Fuesen... de la uña?

      —¡Pues! Ya veis que aquí no puede venir cualesquiera. Hay responsabilidá.

       —XI— Pitillos

      Quiso Amparo mudarse de taller, y solicitó pasar al de cigarrillos, donde le agradaba más el trabajo y la compañía.

      Entre el taller de cigarros comunes y el de cigarrillos, que estaba un piso más arriba, mediaba gran diferencia: podía decirse que este era a aquel lo que el Paraíso de Dante al Purgatorio. Desde las ventanas del taller de cigarrillos se registraba hermosa vista de mar y país montañoso, y entraba sin tasa por ellas luz y aire. A pesar de su abuhardillado techo, las estancias eran desahogadas y capaces, y la infinidad de pontones y vigas de oscura madera que soportan la armazón del tejado le daban cierto misterioso recogimiento de iglesia, formando como columnatas y rincones sombríos en que puede descansar la fatigada vista. Si bien en los desvanes se siente mucho el calor, la cantidad relativamente escasa de operarias reunidas allí evitaba que la atmósfera se viciase, como en las salas de abajo. Asimismo la labor es más delicada y limpia, los colores más gratos, y hasta parece que la claridad del sol entra más alegre a bañar los muros. La limpia blancura de los librillos, el amarillo bajo de las fajas, el gris de estraza de las cajetillas, componían una escala de tonos simpáticos a la pupila. Y los personajes armonizaban con la decoración.

      Preponderaban en el taller de pitillos las muchachas de Marineda: apenas se veían aldeanas; así es que abundaban los lindos palmitos, los rostros juveniles. Abajo, la mayor parte de las operarias eran madres de familia, que acuden a ganar el pan de sus hijos, agobiadas de trabajo, rebujadas en un mantón, indiferentes a la compostura, pensando en las criaturitas, que quedaron confiadas al cuidado de una vecina; en el recién, que llorará por mamar, mientras a la madre la revientan los pechos de leche.... Arriba florecen todavía las ilusiones de los primeros años y las inocentes coqueterías que cuestan poco dinero y revelan la sangre moza y la natural pretensión de hermosearse. La que tiene buen pelo lo peina con esmero y gracia, que para eso se lo dio Dios; la que presume de talle airoso se pone chaqueta ajustada; la que sabe que es blanca se adorna con una toquilla celeste.

      Por derecho propio, Amparo pertenecía a aquel taller privilegiado.

      Encontró en él muy buena acogida y dos amigas: a la una se aficionó de suyo, movida de un instinto protector; llamábanle Guardiana, era nacida al pie del santuario de Nuestra Señora de Guardia, tan caro a Marineda; y según ella misma decía, la Virgen le había de dar la gloria en el otro mundo, porque en este no le mandaba más que penitas y trabajos. Guardiana era huérfana; su padre y madre murieron del pecho, con diferencia de días, quedando a cargo de una muchacha de dos lustros de edad, cuatro hermanitos, todos marcados con la mano de hierro de la enfermedad hereditaria: epiléptico el uno, escrofulosos y raquíticos dos, y la última, niña de tres años, sordo—muda. Guardiana mendigó, esperó a los devotos que iban al santuario, rondó a los que llevaban merienda, pidiéndoles las sobras, y tanto hizo, que nunca les faltó a sus chiquillos de comer, aunque ella ayunase a pan y agua. Al raquítico dio en abultársele la cabeza, poniéndosele como un odre: fue preciso traerle médico y medicinas, todo para salir al cabo con que era una bolsa de agua, y que la bolsa se lo llevaba al otro mundo. A bien que el médico no sólo se negó a cobrar nada, sino que, compadecido de Guardiana, tuvo la caridad de meterla en la Fábrica, que fue como abrirle el cielo, decía ella. Después de la Virgen de la Guardia, la Fábrica era su madre. Nunca le había faltado nada a sus pequeños desde que era cigarrera, y aún le sobraban siempre golosinas que llevarles; fruta en verano, castañas y dulces en invierno. Amparo saqueaba la caja de los barquillos de Chinto con objeto de enviar finezas a la sordo—mudita. El taller entero tenía entrañas maternales para aquellos niños y su valerosa hermana, afirmando que sólo la Virgen era capaz de infundirle los ánimos con que trabajaba, sostenía las criaturas, y vivía alegre y contenta como un cuco.

      Del casco mismo de Marineda procedía la otra amiga de Amparo: aunque frisaba en los treinta, su menudo cuerpo la hacía parecer mucho más joven. Pelirroja y pecosa, descarnada y puntiaguda de hocico, llamábanle en el taller la Comadreja, mote felicísimo que da exacta idea de su figura y ademanes. Bien sabía ella lo del apodo; pero ya se guardarían de repetírselo en su cara, o si no.... Ana tenía por verdadero nombre, y a pesar de su delgadez y pequeñez, era una fierecilla a quien nadie osaba irritar. Sus manos, tan flacas que se veía en ellas patente el juego de los huesos del metacarpo, llenaban el tablero de pitillos en un decir Jesús; así es que el día le salía por mucho, y alcanzábale su jornal para vivir y vestirse, y, añadía ella, para lo que le daba la gana. Conversaba con causticidad y cinismo; estaba muy desasnada, cogíanla de susto pocas cosas, y tenía no sé qué singular y picante atractivo en medio de su fealdad indudable. Presumía de bien emparentada y relacionada; un primo suyo desempeñaba la secretaría del Casino de Industriales; una tía ricachona vendía percales, franelas y pañolería en la calle estrecha de San Efrén; la mayor parte de sus amigas cosían por las casas , o eran oficialas de la mejor modista. Además, conocía mucho señorío , del cual hablaba con desenfado. ¡Buenas cosas sabía ella de personas principales!

      Sentábanse las tres amigas juntas, no lejos de la ventana que daba al puerto. Al través de los sucios vidrios, barnizados de polvo de rapé, que se había ido depositando lentamente, y en cuyos ángulos trabajaban muy a su sabor las arañas, se divisaba la concha de la bahía, el cielo y la lejana costa. La zona luminosa de un rayo de sol, bullendo en átomos dorados, cortaba el ambiente, y el molino de la picadura acompañaba las conversaciones del taller con su acompasado y continuo tacatá, tacatá . Agitábanse las manos de las muchachas con vertiginosa rapidez: se veía un segundo revolotear el papel como blanca mariposa, luego aparecía enrollado y cilíndrico, brillaba la uña de hojalata rematando el bonete, y caía el pitillo en el tablero, sobre la pirámide de los hechos ya, como otro copo de nieve encima de una nevera. No se sabía ciertamente cuál de las amigas despachaba más: en cambio, a su lado, encaramada sobre un almohadón, había una aprendiza, niña


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