Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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que sabían al dedillo. Un día que hablaron de lo que suelen hablar las muchachas cuando se reúnen, la Comadreja confesó que ella «tenía» un capitán mercante, que le traía de sus viajes mil monadas y regalos, y proyectaba casarse con ella, andando el tiempo, cuando pudiese. En cuanto a Guardiana, declaró que no soñaba con tener novio, pues era imposible: ¿qué marido había de cargar con sus pequeños? Y ella no los dejaba ni por el mismo general Serrano que la pretendiese. Muchos le decían cosas; pero si se tratase de boda, ¡quién los vería echando a sus niños al Hospicio! ¡Ángeles de Dios! Y pensar que ella se metiese en malos tratos, era excusado: así es que nada, nada; la Virgen es mejor compañera que los hombrones. Animada por las confidencias, Amparo insinuó que a ella un señorito, un militar, la seguía alguna vez por las calles.

      —Ya sé quién es—chilló la Comadreja—. Es el de Sobrado.

      —¿Quién te lo dijo, mujer?—exclamó Amparo maravillada.

      —Todo se sabe—afirmó magistralmente Ana—. Pero estás fresca, hija. Ese lo que quiere es pasar el tiempo, y a vivir. ¡Buena gente son los Sobrados! Los conozco lo mismo que si viviese con ellos, porque justamente la que les cose es hermana de una amiga mía íntima. Avaros, miserables como la sarna. La madre y el tío son capaces de llorarle a uno el agua que bebe; el padre no es tan cutre, pero es un infeliz; lo tienen dominado, y pide permiso a su mujer cuando corta pan del mollete. Para hacerles a las hijas un vestido echan cuentas seis mes s, y a la chica que llaman a coserlo la hacen ir tempranísimo para sacarle bien el jugo. Un día de convite parece que echan la casa por la ventana; pero todo se recoge, y no va a la cocina ni tanto así. Y están achinados de dinero.

      Amparo oía atónita. Nada más ajeno a su carácter rumboso, imprevisor, que la estrechez voluntaria.

      —La madre... ¿ves aquella risita falsa?, pues es terrible. No puede entrar en su casa una muchacha regular; en seguida abrasa al marido a celos. Esta chica que les cosía no pudo aguantar.... Allí no hay nadie bueno sino la chiquilla mayor.

      —Nos dio dulces una vez... es bien natural—respondió Amparo, que sintió cruzar por su espíritu la visión de la noche de Reyes.

      —¿Esa? Una santa... y no le hacen caso ninguno. La segunda, idéntica a su madre: le preguntaron un día con quién se había de casar, y dijo: «Con el tío Isidoro, que es rico». ¡El hermano de su padre, aquel viejo gordo, que parece una tinaja!

      Guardiana soltó el trapo a reír con la mejor voluntad del mundo: Amparo, acordándose de una frase leída en un periódico, exclamó:

      —¡Pero ha de poder tanto el vil interés!—Y meneando la cabeza, añadió—: Lo diría de broma, mujer.

      —¡Sí, sí... buena broma te dé Dios! En esa familia todos son iguales, mujer; cortados por una tijera. Pues no digo nada del señorito, de tu adorador. Hace la rosca a la chiquilla de García, una empalagosa que no piensa más que en componerse y no sabe dar una puntada; pero el asunto es que se la hace por lunas, porque esas de García.... ¿No te gusta el cuento?

      —Sí, mujer—gritó la oradora amostazada—. ¿Piensas tú que estoy muerta por semejante muñeco? Vaya, que me das gana de reír. Cuenta, mujer, que también se pasa el tiempo.

      —Digo que le hace la rosca por lunas, porque esas de García tienen allá un pleito en Madrid, de no sé qué intereses del marido, que era corredor y se metió en una sociedad por acciones... en fin, no será así, pero es lo mismo. Si ganan, quedarán millonarias o poco menos, y cuando hay esperanzas de eso, la madre del de Sobrado le manda que se arrime a la doña Melindritos, y cuando viene de Madrid una mala noticia, que se desaparte.... ¡Uy, qué tipos!

      Amparo, con la cabeza baja, enrollaba a más y mejor, febrilmente. Guardiana se hacía cruces.

      —Es una una pobre...—murmuraba—. Es una una pobre, y no lo haría aunque le diesen....

      —¿Y el otro?—siguió la implacable Comadreja que estaba ya resuelta a vaciar el saco—. ¿Y el amigote, el de los bigotazos, que parece que habla dentro de una olla?

      —¿El que le llaman Borrén?

      —Ese, ese.... Un baboso con todas; a todas nos dice algo, y el caso es que con ninguna, chicas. Podéis creerme: ni esto. Tan aficionado a jarabe de pico, y tiene más miedo a una mujer que a los truenos.

      Detúvose la Comadreja, y mirando fijamente a Amparo, añadió:

      —Tú aún tienes otro obsequiante, pero te callas.

      —¿Quién, mujer?

      —El barquillero. ¡Sí, que no está derretido por ti!

      —¡Aquel animal!—exclamó Amparo—. Parece una patata cruda... mujer, hazme más favor.

       —XII— Aquel animal

      Aquel animal trabajaba entre tanto a más y mejor. Si faltase él, ¿quién había de encargarse de toda la labor casera? Muy cascado iba estando el señor Rosendo, y la tullida a cada paso se hallaba mejor en su cama, y se extendía entre sábanas más voluptuosamente al ver el ademán de fatiga con que soltaba su marido el cilindro por las noches. Y cuenta que de algún tiempo acá, el señor Rosendo no fabricaba barquillos sino en casos de gran necesidad, porque el fuego le inyectaba la tez, le arrebataba y sofocaba todo. Pero allí estaba Chinto para dar vueltas a la noria, y ser panacea universal de los males domésticos y comodín servible y aplicable a cuanto se ofreciese. No sólo se levantaba con estrellas, a fin de emprender la labor de Sísifo de llenar el tubo—labor que desempeñaba con mecánica destreza y rapidez—, sino que antes de salir a la venta, quedábale tiempo de barrer el portal y la cocina, de limpiar los chismes del oficio, de ir por agua a la fuente, por sardinas al muelle o al mercado, y freírlas luego; de arrimar el caldo a la lumbre, de partir leña; de cumplir, en suma, todas las tareas de la casa, incluso las propiamente femeniles, porque traía en la faltriquera un dedal perforado y un ovillo de hilo, y en la solapa, clavada, una aguja gorda; y así pegaba un botón en los calzones de su principal, como echaba un gentil remiendo de estopa en su propia morena camisa. Y si no se ofrecía a coser las sayas de Amparo y no le hacía la cama, era por unos asomos de natural y rústico pudor que no faltan al más zafio aldeano. A la tullida le daba vueltas, le sacudía los jergones, y la sacaba en vilo del lecho, tendiéndola en un mal sofá comprado de lance, mientras se arreglaba su cuarto.

      Lo gracioso del caso está en que, siendo el paisanillo tan útil, por mejor decir, tan indispensable, no hubo criatura más maltratada, insultada y reñida que él. Sus más leves faltas se volvían horribles crímenes, y por ellos se le formaba una especie de consejo de guerra. Llovían sobre él a todas horas improperios, burlas y vejaciones. La explotación del hombre por el hombre tomaba carácter despiadado y feroz, según suele acontecer cuando se ejerce de pobre a pobre, y Chinto se veía estrujado, prensado, zarandeado y pisoteado al mismo tiempo. Le habían calificado y definido ya: era un mulo.

      Acertó un día Chinto a volver unas miajas más tarde de lo acostumbrado, y acercose a la cama de la tullida para vaciar sus faltriqueras, donde danzaban los cuartos de la colecta diaria. Encontrábase allí Amparo, y le dio al punto en la nariz un desusado tufillo. Por sorprendente que parezca la noticia, la acuidad del sentido del olfato es notable en las cigarreras: diríase que la nicotina, lejos de embotarles la pituitaria, les aguza los nervios olfativos, hasta el extremo de que si entra alguien en la fábrica fumando, se digan unas a otras con repugnancia: «¡Puf, huele a hombre!». Así es que Amparo solía apartarse de Chinto —aunque sea inverosímil—repelida por el olor de las malas colillas que chupaba en secreto; pero lo que a la sazón percibía era peor que el tabaco; así es que pegó un salto.

      —¡Vete de ahí—le gritó—; vete, maldito, que nos apestas! Anda, pellejo, despabílate.

      Chinto la consideraba atónito, con los brazos colgantes, abriendo cuanto podía los ojos, cual si por ellos oyese.

      —Que te largues; ¡repelo contigo!, que no se aguanta ese olor: confundes a la gente.

      —¿A


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