Peces y dragones. Undinė Radzevičiūtė
de que el cuarto emperador de la dinastía Qing mostraba una actitud positiva respecto a esa cuestión.
Y se mostraba casi dispuesto a recibir a los enviados del papa.
El padre Ripa cuenta: el anciano emperador no se enfadó por la carta del papa.
No por su contenido.
El anciano emperador se enfadó por los enviados del papa.
Manifestaron una ignorancia absoluta por la lengua y la cultura chinas.
Una ignorancia ofensiva.
Los jesuitas jamás se habrían permitido algo así.
Pero si todo hubiera acabado bien, dice el padre Ripa.
Si todo hubiera acabado bien.
Don Pedrini habría reclamado todo el mérito para sí.
***
Ahora a todo el mundo le ha dado por denunciar a los jesuitas.
Hasta a los franciscanos españoles.
Después de las quejas de los franciscanos, el papa prohibió a los jesuitas llamar al emperador de China «Su Excelencia».
Ahora están obligados a elegir entre otros muchos nombres para el emperador.
***
Castiglione pide que el padre Ripa escriba una carta.
¿A quién?
A Michelangelo Tamburini. El general de los jesuitas.
Que por favor lo envíen, a él, a Castiglione, a algún otro sitio.
A otra misión. No puede seguir allí sentado pintando porcelana.
Ni los ejercicios espirituales de Ignacio ayudan.
No ayudan.
Que lo envíen, a él, a Castiglione, a cualquier sitio donde el general de la Compañía o el papa lo necesiten.
Tal vez a la India.
El padre Ripa tranquiliza a Castiglione.
Tomándolo de la mano, le dice:
Castiglione podrá regresar cuando quiera.
Pero ahora es mejor esperar.
Mejor no aumentar aún más las dudas del emperador.
Cuando se espera todo cambia.
Hasta los chinos piensan así.
***
Mira tú por dónde: una cosa buena.
El emperador ha ordenado expulsar de China a todos los agustinos y franciscanos.
Porque no tienen suficiente instrucción.
Y qué quieres: es la pura verdad.
Eso jamás se podrá decir de los jesuitas.
El padre Ripa dice: era la única manera de librarnos de esos herejes.
2
La comisión de expertos en arte se lleva los bocetos de los caballos para el quinto emperador de la dinastía Qing.
Castiglione no teme.
Que los destrocen sin querer por el camino.
Ha pintado los bocetos sobre papel coreano.
El papel es tan resistente que no le puede pasar nada si no existe voluntad de que pase.
La comisión acaba de partir, y Castiglione se ha quedado esperando la respuesta del emperador.
¿Se puede ya desenrollar la seda y extenderla sobre el soporte de madera?
¿Se puede ya comenzar a pintar sobre ella el cuadro titulado Cien caballos?
La espera puede ser larga.
Una hora china dura dos horas europeas.
No siempre dos exactamente.
A veces más, a veces menos.
Depende de la estación del año.
Los chinos no suelen ir con prisa a ningún sitio.
En China llegar tarde es algo habitual.
Solo la medicina la toman a las horas establecidas.
Castiglione jamás pensó que en China pudiera hacer tanto frío.
Que en invierno tuviera que caminar a través de la nieve por las mañanas y calentarse las manos en el gorro de colas de zorro.
Los emperadores de la dinastía Qing no son chinos auténticos.
Son manchúes.
Más cerca de los mongoles que de los chinos.
Y no confían en los eunucos tanto como los chinos que gobernaron antes que ellos.
Los emperadores manchúes valoran sobre todo a las gentes de ciencias.
Mandarines confucionistas.
Y jesuitas.
Los confucionistas gozan de más respeto que nadie en la Ciudad Prohibida y entorpecen como nadie en la Ciudad Prohibida el acceso de los jesuitas al emperador.
El acceso a él y su consiguiente conversión a la fe.
El padre Ripa dice: a los jesuitas los entorpecen sobre todo los propios jesuitas.
El padre Ripa dice: verás, los jesuitas que llegaron a China antes que tú daban la impresión de ser muy arrogantes y se comportaban con excesiva gravedad.
¿Qué significa ese «muy»? ¿Qué significa «excesiva»?, pregunta Castiglione.
Digamos que hablaban con un exceso de pompa, continúa el padre Ripa.
Y se comportaban con más aún, dice el padre Ripa.
Y toda la culpa de eso la tenía la educación jesuita.
En los colegios jesuitas el brillo exterior es tan necesario como la formación del intelecto.
Especialmente importante es que todos dispongan de un pañuelo para limpiarse la nariz.
Castiglione nunca ha conocido a nadie tan espiritual como el padre Ripa.
Ni tan sabio.
Los primeros jesuitas llegados a China parecían elevarse por encima del suelo gracias a una mano invisible, dice el padre Ripa.
En realidad, dice el padre Ripa.
Siempre estuvieron por encima.
Y no gracias a una mano invisible.
Los llevaban dos sirvientes en andas, dice el padre Ripa.
Si no había andas, iban en burro, dice el padre Ripa.
A pie no iban a ningún sitio.
Y cuando decidían viajar a algún lugar, se acurrucaban en un palanquín transportado por criados, dice el padre Ripa.
Los seguía una procesión de acompañantes.
Y ¿qué hacían?, pregunta Castiglione.
¿Cantaban?
El padre Ripa ignora la pregunta y empieza a hablar sobre los mahometanos.
Los mahometanos se establecieron allí con mucho más éxito que los jesuitas.
Por todas partes hay mezquitas, minaretes y escuelas mahometanas.
Y tienen el mismo aspecto que los chinos.
Visten las mismas ropas.
Y se dejan crecer los mismos bigotes.
Se han adaptado, dice el padre Ripa.
Y