Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky
y Engels comparaban el papel del régimen bonapartista en la lucha entre la burguesía y el proletariado, con el papel de la monarquía absoluta antigua en la lucha entre los feudales y la burguesía. Los rasgos de analogía son indudables, pero desaparecen precisamente cuando se manifiesta el contenido social del poder. El papel de árbitro entre los elementos de la vieja y de la nueva sociedad era posible, en un cierto período, en cuanto ambos regímenes de explotación tenían necesidad de defenderse contra los explotados. Pero ya entre los feudales y los siervos campesinos no podía haber un intermediario «imparcial». Al conciliar los intereses de la gran propiedad agraria con el joven capitalismo, la autocracia zarista obraba, respecto de los campesinos, no como un intermediario, sino como un apoderado de las clases explotadoras.
El bonapartismo no era tampoco un juez arbitral entre el proletariado y la burguesía: en realidad, era el poder más concentrado de la burguesía sobre el proletariado. El Bonaparte de turno, al poner sus botas sobre las espaldas de la nación, no puede dejar de llevar a cabo una política de protección de la propiedad, de la renta, de los beneficios. Las particularidades del régimen no van más allá de los procedimientos de protección. El guardia no está en la puerta, sino en el tejado de la casa; pero la función es la misma. La independencia del bonapartismo es, en un grado extraordinario, exterior, demostrativa, decorativa: su símbolo es el manto imperial.
Bismarck, al mismo tiempo que explotaba hábilmente el miedo del burgués ante los obreros, era invariablemente en todas sus formas políticas y sociales el representante de las clases poseedoras, a las que nunca traicionó. Pero la presión creciente del proletariado le permitía, indudablemente, elevarse por encima de los junkers y de los capitalistas, en calidad de sólido árbitro burocrático: en esto consistía su función.
El régimen soviético permite una independencia considerable del poder con respecto al proletariado y a los campesinos: por consiguiente, la «mediación» entre ellos, por cuanto los intereses de los mismos, aunque originen roces y conflictos, no son, sin embargo, irreconciliables en su base. Pero no sería fácil encontrar un árbitro «imparcial» entre el Estado soviético y la burguesía, por lo menos en la esfera de los intereses fundamentales de ambas partes. Lo que impide a la Unión Soviética adherirse a la Sociedad de Naciones en la palestra internacional son las mismas causas sociales que en el marco nacional excluyen la posibilidad de «imparcialidad» real, no decorativa, del poder en la lucha entre la burguesía y el proletariado.
El kerenskismo carecía de la fuerza del bonapartismo, pero tenía todos sus vicios. Si se elevaba por encima de la nación, era para desmoralizarla con su propia impotencia. Si verbalmente los jefes de la burguesía y de la democracia prometían «obedecer» a Kerenski, en la práctica, el árbitro todopoderoso obedecía a Miliukov y, sobre todo, a sir Buchanan. Kerenski continuó la guerra imperialista, defendió la propiedad de los grandes terratenientes contra todo atentado, aplazó las reformas sociales hasta mejores tiempos. Si su gobierno era débil, ello obedecía a las mismas causas por las que la burguesía no podía poner en el poder a sus hombres. Sin embargo, a pesar de toda insignificancia del «gobierno de salvación», su carácter conservador capitalista crecía, paralelamente con el acrecentamiento de su «independencia».
El hecho de que comprendieran que el régimen de Kerenski era una forma de dominación burguesa inevitable para aquel período, no excluía, por parte de los políticos burgueses, ni un descontento extremo con respecto a Kerenski, ni su decisión de librarse de él lo más pronto posible. Entre las clases poseedoras no había divergencias, por lo que se refería a la necesidad de oponer una figura del propio medio al árbitro nacional propugnado por la democracia pequeñoburguesa. ¿Por qué precisamente Kornílov, y no otro? El candidato a Bonaparte debía responder al carácter de la burguesía rusa, rezagada, divorciada del pueblo, decadente, inepta. En el ejército, que casi no conocía más que derrotas humillantes, no era fácil encontrar un general popular. Si apareció Kornílov, fue mediante la exclusión de los candidatos restantes, aún más inservibles.
Los conciliadores y los liberales no podían unirse seriamente en una coalición ni coincidir en un candidato a salvador de la patria: se lo impedían los fines no realizados de la revolución. Los liberales no tenían confianza en los demócratas. Los demócratas no tenían confianza en los liberales. Kerenski, verdad es, abría sus brazos a la burguesía; pero Kornílov daba a entender de un modo inequívoco que aprovecharía la primera ocasión para retorcer el pescuezo a la democracia. El choque entre Kornílov y Kerenski, que se desprendía inexorablemente de todos los acontecimientos precedentes, era la traducción de las contradicciones del poder dual al lenguaje de la ambición personal.
De la misma manera que en el seno del proletariado petrogradés y de la guarnición se había formado a principios de junio un flanco impaciente, descontento de la política excesivamente prudente de los bolcheviques, entre las clases poseedoras se acumuló a principios de agosto una actitud de impaciencia ante la política expectativa de los dirigentes kadetes. Este estado de espíritu halló su expresión, por ejemplo, en el congreso kadete, en el que resonaron voces en favor del derrumbamiento de Kerenski. La impaciencia política se manifestó de un modo más acentuado fuera de las filas del partido kadete, en los Estados Mayores —donde se vivía con el miedo constante a los soldados—, en los bancos, que se ahogaban en las olas de la inflación; en las haciendas señoriales, donde los tejados ardían sobre las cabezas de la nobleza. «¡Viva Kornílov!» se convirtió en la consigna de la esperanza, de la desesperación, de la sed de venganza.
Kerenski, si bien estaba conforme en un todo con el programa de Kornílov, discutía únicamente los plazos: «No se debe hacer todo de una vez». Miliukov, que reconocía la necesidad de separarse de Kerenski, objetaba a los impacientes: «Ahora, todavía es pronto». De la misma manera que de la explosión de las masas de Petrogrado surgió la semiinsurrección de julio, de la impaciencia de los propietarios surgió la sublevación de Kornílov, en agosto. Y de igual suerte que los bolcheviques se vieron precisados a colocarse en el terreno de la manifestación armada para garantizar su éxito, si era posible, y preservarla en todo caso del desastre, los kadetes se vieron obligados, con los mismos fines, a colocarse en el terreno de la sublevación de Kornílov. En estos límites se observa una sorprendente simetría. Pero, en el marco de esta simetría, los fines, los métodos y los resultados son completamente opuestos. La marcha de los acontecimientos nos mostrará esta oposición en toda su amplitud.
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