Un mal comienzo. Stella Bagwell

Un mal comienzo - Stella Bagwell


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      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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      Editado por Harlequin Ibérica.

      Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Núñez de Balboa, 56

      28001 Madrid

      © 1999 Stella Bagwell

      © 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Un mal comienzo, n.º 1506 - septiembre 2020

      Título original: Millionaire on Her Doorstep

      Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

      Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin

      Books S.A.

      Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

      ® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

      ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

      Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

      I.S.B.N.: 978-84-1348-902-5

      Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

      Índice

       Créditos

       Capítulo 1

       Capítulo 2

       Capítulo 3

       Capítulo 4

       Capítulo 5

       Capítulo 6

       Capítulo 7

       Capítulo 8

       Capítulo 9

       Capítulo 10

       Si te ha gustado este libro…

      Capítulo 1

      NO IRÁS a usar eso conmigo!

      Horrorizado, Adam miró a su tía Justine como si estuviese seguro de que se había vuelto loca. Aunque ella llevaba años trabajando de enfermera diplomada en la clínica médica de Ruidoso, y era conocida por su dedicación y su delicado trato a los pacientes, Adam pensaba en ese momento que podría haber sido la encarnación de la ayudante del doctor Frankenstein.

      Justine apretó el gatillo de la sierra eléctrica que tenía en la mano y la hoja comenzó a vibrar con un fuerte zumbido.

      –Ya sé que parece que se la he robado a un carpintero, pero, créeme, si quieres que te quite esa escayola antes de la hora de comer, tendrás que confiar en mí. De lo contrario, habrá que recurrir a un serrucho.

      –¿No hay nada con que ablandarla? ¿Agua? ¿Bourbon? ¿Ácido? –preguntó él con los ojos clavados en la hoja en forma de zigzag.

      –Los hombretones como tú sois todos iguales –rio ella–. Os asustáis de una pequeña aguja. Os desmayáis al ver una gota de sangre. Si corriese de cuenta de los hombres tener los niños, la población mundial caería en picado.

      Le agarró el pie y apoyó la escayola contra su muslo. Adam se aferró con las manos al borde de la camilla y se preparó para lo que se aproximaba.

      –Si corriese de mi cuenta… –se interrumpió de golpe cuando Justine comenzó a cortar el yeso. Una nube blanca se levantó cuando la hoja se hundió en el material que le recubría el pie.

      –¿Si qué corriese de tu cuenta? –preguntó su tía mientras dirigía la cuchilla hacia la zona del tobillo.

      –La población mundial sería cero –dijo Adam, intentando no pensar que le serraba en dos el hueso recién soldado–. No tengo ninguna intención de tener niños.

      Justine hizo un ruido de desaprobación.

      –Tu madre te daría unos azotes si te oyera.

      –Probablemente sí –asintió Adam–. Pero ya le he dicho que Anna e Ivy le pueden dar nietos. No es necesario que cuente conmigo para continuar con la estirpe de los Murdoch y los Sanders.

      Una vez que cortó la escayola de un extremo al otro, Justine dejó la sierra eléctrica y separó las dos mitades con delicadeza. Adam sintió alivio al ver que su tobillo y pie estaban en perfectas condiciones después de semanas de inmovilización.

      Ella le frotó el tobillo y el empeine sonriendo.

      –¿Tienes algo en contra de los bebés y los niños? –preguntó.

      –Lo cierto es que me gustan los niños. Pero no se los puede tener sin esposa y eso sí que no quiero tener. No quiero una mujer que me esté diciendo cuándo me tengo que levantar, cuándo comer, cuándo ir a la cama, cómo gastarme el dinero y pasar el tiempo.

      Ella puso los brazos en jarras y se alejó un paso para clavarle una mirada recriminatoria.

      –Nunca has tenido una esposa. ¿Qué te hace pensar que todas hacemos eso?

      Él dejó escapar un gemido de cansancio. Justine y su madre, Chloe, eran hermanas. Con toda probabilidad, esa conversación se repetiría entre las dos. Realmente tendría que hacer un esfuerzo para elegir sus palabras con mayor sensatez. Pero, ¿por qué se preocupaba? Su madre ya sabía lo que sentía al respecto.

      –Oh, oigo lo que dicen mis amigos casados. Y he tenido algunas novias que me han dado más de una pista de lo que sería tener a una mujer constantemente atado a mí –haciendo un gesto de disgusto, se pasó la mano por el pelo castaño y el mechón le volvió a caer sobre la frente–. No quiero decir con ello que crea que el matrimonio es algo malo. Después de todo, a Charlie parece encantarle ser esposo y padre. Y ahora Anna, mi melliza, parece caminar en una nube rosa. Pero estoy convencido de que eso no es para mí.

      –Nunca me he entrometido en tu vida, Adam –le dijo Justine, dándose golpecitos en la barbilla con el índice mientras lo observaba detenidamente.

      –Así que no arruines tu reputación comenzando a hacerlo ahora –le respondió él.

      Justine


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