Vivir abajo. Gustavo Faverón

Vivir abajo - Gustavo Faverón


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Clay bajó la ventanilla.

      –Primero lo tienen que cortar en pedacitos –dijo.

      Los policías lo miraron.

      –Yo tengo hachas, si necesitan –dijo Clay.

      Un bombero dijo:

      –Nosotros también.

      Seguimos nuestro camino.

      En la audiencia, John Atanasio aceptó todas sus culpas pero también dijo no tener idea del paradero de su hijo Chuck ni el de su hermana Lucy. Extrañamente, parecía preocuparle el hecho de que los miembros del jurado vieran las películas incautadas por el fbi, dado que, según dijo, estaban sin editar y no representaban el verdadero nivel de su obra como cineasta. Después habló largamente sobre la historia de la pornografía y en algún momento dijo que la pornografía moderna se había inventado en Argentina. No dijo en qué basaba su afirmación, que a mí se me quedó dando vueltas en la cabeza por años.

      A veces, en la escuela, no solo al principio sino también en los años siguientes, George se apartaba de todo y miraba por la ventana largo rato y a mí obviamente me daban ganas de llorar. Miraba, primero, como si afuera no hubiera nada y él tuviera que esperar que el mundo exterior se fuera dibujando detrás del vidrio. Después lo calcaba desde adentro con el índice, trazando en la ventana las siluetas de las cosas que iban apareciendo afuera. Las ramas esqueléticas del invierno, la dentadura de colmillos de hielo en el borde de los tejados; el patio y el jardín, blancos como un salar.

      Otras veces trataba de dibujar pájaros en pleno vuelo.

      Algunas tardes llevaba a la clase una cámara y tomaba fotos de ángulos del mobiliario o de huellas extraviadas en esa estepa inhóspita en la que se transformaba el campo de fútbol durante el invierno. Rastros que se perdían entre las cabañas de la escuela o cruzaban la calle. A veces no había huellas y él salía a caminar por la nieve y se iba lejos, hasta desaparecer. Al rato entraba por la puerta de atrás y tomaba la foto de sus huellas en la nieve, que era como la foto de él mismo después de irse. No siempre usaba la misma cámara. Cada vez que se entretenía tomando fotos, usaba una distinta. Le pregunté de dónde sacaba tantas y me dijo que su papá tenía una colección. Le pedí que un día me mostrara las fotos que tomaba.

      –Las cámaras de mi papá no tienen rollo –dijo.

      Dijo que su padre coleccionaba cosas. Le pregunté qué cosas. Dijo que coleccionaba cajas con huecos que dibujaban sombras. Pin-holes. Proyectores. Cámaras que imprimían sobre vidrios: daguerrotipos, calotipos. Las más viejas no funcionaban. Las nuevas sí funcionaban pero no tenían rollo. Su padre no compraba rollos. Dijo que esa no era su única colección. También coleccionaba tijeras. Tijeras de toda forma y tamaño, algunas viejísimas. Las tenía cerradas y pegadas con cinta adhesiva, para que nadie se cortara un dedo de casualidad. Cerradas parecían cuchillos, dijo. Todo el sótano estaba lleno de tijeras. Cuando su padre bajaba la escalera sonaban las tijeras. Y relojes de pared, todas las paredes del primer piso estaban cubiertas de relojes. Ninguno funcionaba. No le gustaba que funcionaran. Todos marcaban horas precisas, dijo.

      –Las siete en punto, las ocho en punto, las tres en punto, a eso me refiero.

      También coleccionaba planos de edificios. Pero edificios que por arriba eran chiquitos y por abajo eran enormes. Edificios pequeños con subterráneos inmensos. Unos eran círculos con doce brazos, como relojes, pero eso era por debajo de la tierra, porque arriba de la tierra eran como una casita cualquiera, como su casa, por ejemplo. Algunos de esos planos los recibía por correo, otros los compraba, otros los hacía. Se pasaba horas dibujando planos y leyendo. Tenía muchísimos libros. La colección que más le gustaba era esa, la de libros. Libros de poesía. Esa colección estaba en el ático del garaje, en anaqueles cerrados con puertas de vidrio, puertas corredizas. Los libros de poesía siempre estaban bajo llave. Su padre no quería que nadie los tocara.

      –Como si fueran tijeras.

      El padre decía que la poesía no era cosa de niños. Se encerraba en el ático del garaje a dibujar y a leer esos libros. Nunca los sacaba de ahí. Los libros que no eran de poesía estaban en la sala. Los de poesía no salían del ático del garaje.

      Después de la clase le volví a preguntar sobre los libros. Dijo que su padre tenía libros de poesía en muchos idiomas. En español, en francés, en portugués, en alemán. Que su padre hablaba todos esos idiomas pero también tenía libros de poemas en idiomas que no sabía. En polaco, en hebreo. Él sabía eso porque, cuando su padre no estaba, subía al ático del garaje a mirar, pero los armarios siempre estaban con llave, y las llaves siempre las tenía su papá y nunca dejaba un solo libro de poesía fuera de los armarios. George veía los libros a través de las mamparas de los armarios, miraba las cubiertas. Desde hacía un año anotaba los títulos. Iba a la biblioteca del college y buscaba los libros, los que estuvieran en inglés o en español. Ahí los leía.

      –He leído doscientos veintidós.

      Al rato llegó su mamá, que siempre iba a recogerlo, y conversamos unos minutos. Por ese tiempo (hablamos de 1974), Hilda y yo éramos las únicas sudamericanas en Brunswick, y sin embargo nuestra relación era de hola y chau. A mí eso me parecía raro. Sobre todo porque ella era secretaria en Biología y su oficina estaba junto a la de Clay. Así que aproveché para invitarla a cenar en casa el sábado. Ella aceptó encantada.

      –Anda con tu marido –le dije.

      –Está en Paraguay.

      El padre de George era oficial del Ejército. Yo creía que estaba asignado al cuerpo diplomático, porque viajaba continuamente a Sudamérica, sobre todo a Paraguay y a Bolivia, a veces por mucho tiempo. Por ejemplo, ese año estaba en Paraguay y solo regresó en febrero del año siguiente. En Paraguay y en Bolivia, en esa época, había dictaduras de derecha. En Paraguay, Stroessner, que estaba desde siempre, y en Bolivia, Hugo Banzer. Eso me daba mala espina.

      –Entonces lleva a tu hijo –dije–. A George le va a encantar la biblioteca de Clay.

      La tarde del sábado saqué un pastel de jamón y queso del horno y de pronto me distrajo la luna a través de la ventana del comedor. Aún no me acostumbraba a verla de día o a que el sol y la luna estuvieran en lo alto al mismo tiempo. Cada vez que la luna aparecía, yo sentía que de pronto era de noche: ¿o era de noche?

      Le pregunté a Hilda por su esposo. Me dijo que trabajaba en inteligencia, en las embajadas americanas en Bolivia y Paraguay. A veces en Argentina. La mayor parte de su trabajo, dijo, consistía en ir a Bolivia cada cierto tiempo a convencer a los generales de que no era el mejor momento para dar un golpe de estado. Le pregunté si se habían conocido allá y dijo que sí, que se conocieron en La Paz, pero que ella era de Santa Cruz. Ya iban a ser doce años. Dijo que, cuando estaba en la universidad (la Universidad de San Andrés, en La Paz), a principios de los sesenta, fue parte de un grupo de estudiantes de izquierda, de oposición al gobierno de Paz Estenssoro, y que la arrestaron en una protesta y la tuvieron en prisión varios días. («No era una prisión», dijo. «Digamos que era un centro de detención, una cárcel semiclandestina»). Según Hilda, su esposo era uno de los supervisores americanos que cuidaban que los estudiantes arrestados no sufrieran abusos ni vivieran en condiciones infrahumanas. Cuando visitó la cárcel hablaron por primera vez. Apenas la dejaron libre, ella lo buscó para darle las gracias. Por algún motivo, tenía la impresión de que él había abogado para que la dejaran ir. Él lo negó, pero días más tarde la buscó y la invitó a cenar. No pasó mucho antes de que se hicieran novios, dijo.

      A mí me pareció que a su historia le faltaban piezas, pero no pude preguntar porque en ese momento se oyó el ruido de otro motor y pedí que me disculparan un segundo y dije que seguro era Clay. Abrí la puerta del porche. En la ventisca, los árboles daban la impresión de caminar hacia atrás, como si quisieran ocultarse en el bosque o entremeterse en la bola blanca y lechosa que flotaba al fondo del camino: ¿era la luna? Probablemente, pero también era Clay. Minutos más tarde les pedí a todos que pasaran al comedor. Lo que vino después fue una conversación que duró varias horas, aunque yo la recuerdo como si hubiera durado dos minutos, no sé por qué:

      –Hace


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