Años de juventud del doctor Angélico. Armando Palacio Valdés

Años de juventud del doctor Angélico - Armando Palacio Valdés


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      Sixto me miró con sorpresa.

      —Es realmente una obra perfecta de la Naturaleza. ¡Qué delicadeza de facciones!, ¡qué cutis terso y nacarado, qué graciosos ademanes, qué voz penetrante!...

      —¡Qué manos divinas!—exclamé paladeando interiormente aquel esbozo de beso que había gozado.

      —Además hay en sus ojos una expresión de firmeza y candor al mismo tiempo que la hace por extremo interesante. Se adivina detrás de aquellos ojos un espíritu sincero, altivo, leal. Sus palabras y sus gestos manifiestan una gran vehemencia de sentimientos y una dignidad inflexible. Cuando ame, amará de una vez y para siempre. ¡Feliz el hombre que logre hacer suyo ese tierno capullo de rosa!

      Estas últimas palabras me sorprendieron.

      —Pero, ¿de quién estás hablando?

      —¿De quién he de hablar? De la hija de Reyes.

      —¡Yo pensé que te referías a su mujer!

      Nos miramos los dos un instante y soltamos a reír.

      —Soy mejor persona que tú—me dijo Moro—, porque amo lo lícito no lo prohibido.

      Convine en ello y proseguimos todavía largo rato cantando alternativamente la belleza de aquellas singulares mujeres.

      Se habían despedido hasta el día siguiente, y Moro me pidió permiso para asistir a esta segunda entrevista. Yo se lo concedí con tanto más gusto cuando que ya conocía sus preferencias y no podía existir rivalidad entre nosotros.

      Con la alegría de dos niños traviesos comenzamos a disponer los preparativos para recibirlas dignamente. Obligamos a Doña Encarnación a que nos prestase su concurso: se cambió la colcha de mi cama, exageradamente modesta, por otra de seda que Doña Encarnación guardaba en el armario desde sus buenos tiempos de novia; se trasladó un tapiz de la sala a mi cuarto; se limpió con esmerada prolijidad el gabinete; Moro compró flores y se colocaron en dos macetas sobre la mesa; yo envié por una caja de bombones y también se puso abierta y como al descuido al lado de la maceta.

      ¡Cuánto gozábamos! ¡Cómo reíamos al disponer estos homenajes! Moro invitaba a Doña Encarnación a que se vistiese el traje de gala y saliese al portal a recibirlas; otras veces le proponía que alfombrase el pasillo; otras que hiciese venir un clarinete amigo suyo para que tocase un solo mientras durase la visita. La pobre mujer tomaba en serio alguna de estas proposiciones y nos hacía estallar en carcajadas.

      Aquella noche dormí agitadamente. Sin embargo, me encontré muy bien por la mañana, limpio de fiebre y con deseos de levantarme. No lo hice, como puede presumirse, y desde las ocho ya estaba preparado a recibir la celestial visita. No se efectuó hasta las once. El pobre Moro sufrió una decepción. Vino solamente Guadalupe. Natalia no había podido salir de casa por hallarse ocupada en copiar ciertos escritos que su papá necesitaba con urgencia.

      La visita de la hermosa dama fué brevísima. Se informó afectuosamente del estado de mi salud, se mostró muy satisfecha de la mejoría y para consolidarla me prohibió que me levantase aquel día. Luego se sentó, y levantándose al instante se acercó a mi lecho con ademán de despedirse. Me puso la mano sobre la frente como si quisiera cerciorarse de que estaba completamente limpio de calentura y después la colocó tranquilamente sobre mis labios y la mantuvo allí un segundo. Pero en este segundo tuve tiempo a darle más de cuarenta besos.

      Renuncio a expresar qué ensueños alados, qué locas imaginaciones ocuparon mi cerebro en los días siguientes. Viví en un estado tal de agitación feliz, que llegó a causarme daño. La dicha cuando es demasiado intensa se hace dolorosa.

      Me puse bueno rápidamente. Cuando llegó el sábado tomé las precauciones que juzgué indispensables respecto a mi cabellera, mi camisa y mis puños, y me presenté en casa de Reyes como el general que penetra en una plaza que acaba de capitular.

      Sin embargo, mi rostro expresaba, cuando penetré en el comedor, no la insolencia de un grosero advenedizo a quien el azar pone en las manos una fortuna inmerecida, sino la dulce serenidad del héroe acostumbrado a vivir en compañía de la victoria.

      Todos me acogieron con alegría. Hasta el frío Grimaldi me dirigió una leve sonrisa de felicitación por mi restablecimiento. Aunque yo participase ya de la antipatía que inspiraba a Guadalupe (como estaba dispuesto a participar de todas sus opiniones y sentimientos), no pude menos de corresponderle con efusión.

      Porque la efusión rebosaba de mi alma en aquellos momentos. Mi corazón triunfante, desbordando de felicidad, contemplaba la creación entera, los hombres y las cosas con un igual sentimiento de benevolencia generosa.

      Mi primera mirada a Guadalupe fué rápida, discreta, pero de una intensidad tal, que debió iluminar su alma como un brillante relámpago.

      La que ella me dirigió fué mucho más discreta aún. Si hubo iluminación, fué tan rápidamente extinguida, que no dejó señales. No pude leer otra cosa en ella que aquel tierno y molestísimo sentimiento maternal que desde un principio me había dedicado.

      La segunda, menos rápida, menos discreta y más intensa aún, no obtuvo tampoco resultados visibles. La hermosa señora de Reyes me miró atentamente al rostro y me preguntó con interés:

      —Supongo que seguirás tomando por las noches la tacita de tila con azahar que te he recomendado.

      —¡Señora, déjese usted de tila y azahar, y recordemos los besos que le he dado!

      Esto respondí, no con los labios, sino con el pensamiento.

      En efecto, había tomado la tila y me había probado perfectamente. Después se informó si llevaba sobre el pecho una franela, como me había recomendado igualmente. Sí; llevaba sobre el pecho aquella franela. Cuando se hubo enterado de estos pormenores pareció quedar enteramente satisfecha.

      Pero yo no lo estaba, ¡rayo de Dios, no lo estaba! Al contrario, me sentí repentinamente tan triste y desmayado, que mi rostro debió expresarlo claramente.

      —No has adelgazado mucho—dijo Natalia mirándome—; pero estás abatido.

      En fin, se dejó de hablar de mi persona, y la conversación giró sobre otros asuntos más importantes. Guadalupe tomó parte en ella con la perfecta naturalidad que la caracterizaba, sin que yo pudiese observar en su actitud ni en sus miradas nada que indicase la presencia en su corazón de un secreto amor. En vano quise adoptar actitudes lánguidas e interesantes para hacerla comprender lo que pasaba en el mío; en vano procuré dar a mis ojos una expresión cada vez más intensa; en vano comencé resueltamente a arquear las cejas, a alargar los labios y ejecutar otros signos que me parecían adecuados a despertar en ella el recuerdo de aquel delicioso momento de abandono cuya memoria esclarecía mi alma. Nada; ni la más leve señal que denotase su existencia.

      Entonces quise probar a llamarle la atención por medio de una tosecilla seca y discreta, a fin de que advirtiese que yo no olvidaría jamás la prueba de amor que me había dado y que sería fiel hasta la muerte.

      —¡Cuando digo que no estás curado por completo y que no debieras salir aún por la noche!

      Es horrible. Estas caritativas palabras hirieron mi corazón como un dardo envenenado. Sentí que me abandonaban las fuerzas y estuve a punto de llorar allí mismo, en presencia de todos, mis ilusiones perdidas.

      Hasta me acometió repentinamente la sospecha de que aquellos inolvidables besos no habían existido más que en mi imaginación, que acaso los había soñado. La duda hizo presa en mi alma, y quedé triste, triste hasta la muerte.

      El tiempo transcurría; terminamos de comer; la conversación siguió girando sobre varios asuntos. Y yo no obtuve ningún indicio que pudiera hacerme pensar que el suceso que había llenado mi corazón y trastornado mi cerebro durante algunos días no fuese un delirio de mi mente acalorada por la fiebre. Al sábado siguiente pasó lo mismo, al otro, igual...

      Aquellos besos, caso de haber


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