Años de juventud del doctor Angélico. Armando Palacio Valdés
V
MI AMIGO PÉREZ DE VARGAS, GEÓLOGO
Mi vida académica se deslizaba paralela y más tranquila que esta otra de que acabo de dar noticia.
Entre mis condiscípulos de la Facultad de Ciencias intimé particularmente con uno llamado Martín Pérez de Vargas. Era un joven de singular talento y aplicación. Trabé con él amistad un día en que, por encargo del catedrático, hizo el resumen de las explicaciones de la semana. Llevó a cabo su cometido con tanto acierto y claridad y palabra tan elegante, que cuando salimos de clase no pude menos de felicitarle calurosamente.
Soy vehemente para expresar mi opinión adversa cuando cualquier cosa o persona me disgusta. Quizá por eso habré pasado alguna vez por envidioso. Juro, sin embargo, que jamás maldecí de aquello que me pareció bien, y que, por el contrario, creo haber pecado casi siempre por exceso de entusiasmo tratándose de aquellos amigos en quienes reconocía algún mérito.
Pérez de Vargas unía a su claro talento un gran atractivo físico. Era rubio y tenía hermosos ojos azules, donde se leía a la vez la inteligencia y la lealtad de su espíritu. Sus facciones correctas, su tez delicada y tersa, su figura esbelta. Vestía con elegancia y sus modales eran distinguidos, revelando una educación esmerada. Pertenecía a una aristocrática familia muy conocida en Madrid y habitaba un viejo palacio en una de las calles próximas a la de San Bernardo donde se halla situada la Universidad.
Nuestra amistad se satisfizo al principio con pasear juntos por los corredores en los intervalos de las clases. Muy pronto, sin embargo, advirtiendo mi inclinación al estudio y mi entusiasmo por la ciencia me llevó a su casa y me mostró los tesoros científicos que había acumulado.
Era su casa, como he dicho, un viejo palacio bastante deteriorado y sucio por fuera. Dentro era otra cosa. El portal adornado con plantas, la escalera alfombrada. El portero era un enano imponente con luenga y espesa barba gris, larga levita azul y sombrero de copa; los criados vestían de frac y corbata blanca.
Pero mi amigo, aunque pertenecía a la casa, no disfrutaba mucho de sus suntuosidades ni gozaba de gran preeminencia en ella a lo que pronto logré entender. Marchando sigilosamente sobre la punta de los pies y recomendándome el mismo silencio me condujo, después de atravesar algunos amplios pasillos del piso principal, por una estrecha escalera a una especie de camaranchón o desván con dos ventanillas sobre el tejado y una claraboya en el techo.
Pérez de Vargas había hecho de esta pieza su cuarto de estudio y su museo. Estaba amueblado con un sofá viejo y cojo, algunas sillas viejas y cojas también, una mesa-escritorio vieja, y adornado con algunos cuadros viejos. Los tesoros científicos de que he hablado se hallaban esparcidos sin orden ni clasificación alguna por el suelo. Se componían de algunos frascos llenos o mediados de disoluciones viscosas de diferente coloración, muchos y grandes pedruscos de fea catadura, y de un gato disecado de más fea catadura aún.
Pérez de Vargas era apasionado de las ciencias naturales, particularmente de la Geología, y aprovechaba los domingos para hacer excavaciones por los alrededores de Madrid. Casi siempre venía cargado de piedras preciosas, no para el adorno de las damas, sino para el conocimiento de los diferentes aspectos que había presentado en su evolución nuestro planeta mirado desde Vallecas y para el estudio de la vida y milagros de nuestros antepasados trogloditas. Pérez de Vargas había descubierto que el arroyo Abroñigal había sido en tiempos prehistóricos un río caudaloso tan grande como el Misisipí. Desde que me comunicó tan importante descubrimiento yo no podía saltar este reguero sin sentirme penetrado de respeto.
Además había encontrado en las afueras de la villa, cerca de la Moncloa, algunas capas de lava porosa que en su opinión era de origen ígneo. Esto le hacía presumir que en Madrid había existido un volcán en los tiempos siluriano o devoniano. Nada tendría de extraño, porque los periódicos conservadores decían todos los días que vivíamos sobre un volcán.
Acontecía que los criados, no versados en tales estudios, y que ignoraban enteramente la génesis de nuestro planeta, le tiraban a la calle algún trozo de roca plutónica o de esquisto cristalino como si se tratase de cualquier vulgarísimo canto rodado. Pérez de Vargas experimentaba un vivo dolor y protestaba con toda la indignación de sus convicciones científicas. Pero aquellos malhechores de corbata blanca apenas le escuchaban o lo hacían con sonrisa de conmiseración despreciativa.
¿Por qué esta sonrisa desdeñosa aparecía en los labios del servicio doméstico de la casa de Pérez de Vargas cada vez que tropezábamos con uno de sus individuos en los corredores?
No por otra razón sino porque Martín era el último vástago de aquella noble familia.
Su hermano mayor se acercaba ya a los cuarenta años y era comandante de artillería; el segundo, que pasaba de los treinta, era capitán del mismo cuerpo facultativo; después venía una cola del género femenino, compuesta de cinco niñas, Rosalía, Caridad, etc., hasta llegar a Mercedes que contaba veintiún años, tres más que mi buen amigo y condiscípulo.
Esta familia hacía algún papel en la alta sociedad madrileña. Particularmente las cinco ninfas brillaban y centelleaban como claros luceros en los teatros, paseos y conciertos y en todos los bailes, tes bridge y five o clock, del gran mundo. Los cronistas de los periódicos no omitían jamás sus nombres.
Que estas cinco jóvenes tenían el propósito firme de encontrar cinco maridos no era un secreto para nadie. La razón de por qué no los habían hallado hasta entonces, ya estaba más oculta.
Sin embargo, en la Universidad, donde no sólo se aprenden teorías y clasificaciones científicas, sino que hay tiempo de averiguar los recursos pecuniarios con que cuentan las familias de los estudiantes, se decía que la casa de Pérez de Vargas estaba arruinada y que si no venía pronto un marido rico a ponerle algunos puntales no tardaría en desmoronarse.
Al mismo tiempo, aunque todo el mundo reconocía que vestían con elegancia, ninguna de ellas llamaba la atención por su hermosura. Un estudiante bromista me dijo un día al oído que la más bonita de las niñas de Pérez de Vargas era Martín, nuestro condiscípulo. En efecto, su belleza era tan acabada, y al mismo tiempo tan femenina que si hubiese cambiado su rostro por el de una de sus hermanas ésta hubiera realizado un negocio magnífico.
Pero si su frente era tersa y pura como la de una Venus helena, los pensamientos que bajo ella germinaban no podían ser más viriles. Mi amigo Pérez de Vargas aspiraba nada menos que a dejar huellas profundas en la historia de la ciencia: hablaba de hacer viajes exploradores por el Africa Central, de reconocer por sí mismo los estratos terciarios de los Andes chilenos y los silurianos de Noruega, de estudiar concienzudamente los fósiles marinos pertenecientes a especies extinguidas. Sobre todo tenía en su corazón el propósito inquebrantable de dar a conocer al mundo los restos de un colmillo de elefante y de algunos molares del mismo animal que había tenido la dicha de encontrar en el cerro de San Isidro.
Allá en las soledades de su estudio-desván pasábamos a veces largos ratos hablando de estos y otros proyectos, haciendo experimentos de física o trasegando disoluciones de un frasco a otro. Hasta nosotros llegaban las notas alegres del piano y el ruido del bailoteo del salón, que escuchábamos con indiferencia desdeñosa. Eramos unos sabios y aquel mundo frívolo que allá abajo se agitaba no excitaba en nosotros más que desprecio y compasión.
Pero el mundo frívolo pagaba con creces nuestro desdén y hasta sospecho que se reía de nuestro ardiente deseo de saber. Un mozalbete de los que bailaban y representaban charadas en los salones de Pérez de Vargas, un día que nos tropezó en la calle habló a mi amigo con tal tono de superioridad protectora, que me sorprendió y me irritó lo indecible. Esta sorpresa aumentó notablemente cuando Martín me hizo saber que aquel mequetrefe, que sólo contaría cuatro o cinco años más que nosotros, había intentado seguir tres carreras y en todas tres se había quedado atascado a la puerta sin lograr aprobar el primer curso. Aún no había averiguado que en una