Años de juventud del doctor Angélico. Armando Palacio Valdés

Años de juventud del doctor Angélico - Armando Palacio Valdés


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después de cenar me iba a su casa. Sobre la mesa de su cuarto se hallaba, a más de los libros, una maquinilla para hacer café.

      Es cosa sabida por todos que este producto ultramarino desvela y aguza la memoria. Lo confeccionábamos, pues, con prolijo esmero y bebíamos algunas tazas. El resultado no correspondía siempre a nuestro propósito. Más de una vez y más de dos a la media hora de ingerirlo roncábamos ambos de bruces sobre la mesa.

      Aquel fué el primero y último curso que estudiamos juntos. En uno de los primeros días del segundo llegó a la Universidad triste y abatido, y me comunicó con voz apagada, que por exigencias de su familia se veía obligado a dejar la carrera de Ciencias y prepararse para entrar en la milicia. Con prudente vaguedad me dió a entender que los negocios de su casa no marchaban muy bien y que necesitaba pronto ponerse en condiciones de ganarse la vida por sí mismo. Había elegido la carrera de ingeniero militar como más compatible con el cultivo de las ciencias que amaba y no quería abandonar.

      Pronto averigüé, como averiguó todo Madrid, la ruina y caída de la Casa de Pérez de Vargas. Sus acreedores se habían echado sobre ella, y no sólo sus bienes, sino hasta el mismo viejo palaciote había quedado en su poder. Sus hermanos varones permanecieron en Madrid, pues aquí tenían sus destinos: los papás y las hijas se habían ido a vivir a cierto lugarcillo de una provincia lejana donde un hermano de la señora les había dejado una casa y algunas pequeñas rentas para sostenerse. Allí fueron a refugiar su desnudez aquellas cinco elegantes que tanto esplendor habían dado a la corte.

      Martín quedó aquel año en Madrid preparándose para el ingreso en la escuela. Después se fué a Guadalajara y no volví a verlo en muchos años.

       LA GLÁNDULA DEL ATEÍSMO

       Índice

      Bien; quedamos en que la rosa espléndida que brotó en la mañana de mi vida se marchitó apenas brotada. No acaeció otro tanto con la que embalsamó la existencia de mi amigo Sixto Moro. He de contar su historia en estas memorias con la esperanza de producir algo digno de ser conocido.

      Y ¿por qué he de maldecir de mi fracaso? Al contrario; quiero alegrarme como si fuese uno de los sucesos más dichosos de mi vida. Cuando un hombre, a punto de cometer una mala acción, tropieza con cualquier obstáculo que se lo impide, esto significa que no está dejado de la mano de Dios. El ángel de su guarda le ha suscitado aquel impedimento para salvarle. Yo bendigo a la Providencia porque el mío en aquella ocasión me haya hecho caer de bruces. A la hora presente no me atormenta el remordimiento de haber engañado vilmente a un amigo de mi padre.

      Ya sé que esto no es completamente moderno, que existe en la actualidad una moral más perfeccionada; pero soy viejo ya y no tengo tiempo ni humor para ponerme al tanto de los nuevos descubrimientos.

      La aventura de Moro se desarrolló desde un principio con la mayor inocencia. Los cortos momentos que pudo estar cerca de Natalia y las pocas palabras que con ella había cruzado causaron sobre él tan profunda impresión, que durante algún tiempo apenas sabía hablarme de otra cosa. Quería averiguar no solamente los rasgos de su carácter, sino también los pormenores referentes a su vida y costumbres, y me saeteaba con preguntas que la mayor parte de las veces no podía yo satisfacer. Me confesaba ingenuamente que la imagen de aquella niña le seguía a todas partes y turbaba la marcha hasta entonces tranquila de su vida.

      Yo comprendía el estado de su alma por lo que en la mía pasaba: hubiera tenido placer en ayudarle a conquistar el corazón o la mano de aquella bella criatura, mas vi prontamente lo absurdo de tal empresa. Moro era un joven de extraordinario talento, de una maravillosa facilidad de palabra, que a no dudarlo se abriría camino en la sociedad y alcanzaría los primeros puestos de la política. Pero su mérito hasta ahora se hallaba inédito: sólo sus condiscípulos de la Universidad y sus compañeros de la Academia de Jurisprudencia podían apreciarlo. En el mundo no se cotizan las esperanzas, y a la hora presente mi amigo no era otra cosa que el hijo de un pobre zapatero de Alcalá y un aprendiz de abogado. ¿Cómo poner los ojos en la hija única de un tan encumbrado personaje como el general Reyes?

      Demasiado lo comprendía él. Por eso jamás, ni directa ni indirectamente, salió de sus labios en nuestras conversaciones una palabra que pudiese significar alguna remota esperanza de ser correspondido. En cambio, se entregaba libremente a los goces del amor platónico, buscando las ocasiones de dar satisfacción a los ojos con la imagen de su adorada.

      No le faltaban, ciertamente, porque yo conocía bien las costumbres de las damas; sabía en qué iglesia y a qué hora oían misa los domingos y cuáles los teatros que frecuentaban durante la semana. El pobre Moro, aunque disponía de escasísimos recursos, encontraba de vez en cuando una peseta en su bolsillo para procurarse una entrada de paraíso. Yo le prestaba mis gemelos y desde aquellas alturas se saciaba contemplando toda la noche a su ídolo.

      Más de una vez, cuando yo tenía el honor de acompañarlas, al levantar los ojos desde nuestra platea a la galería tropezaron con los de mi amigo ávidamente posados en nosotros. Yo le hacía un signo, él me hacía otro, y nada más. Me había suplicado con mucho encarecimiento que jamás diese a entender a Natalia aquel amor que le había inspirado, y le cumplía la promesa. Más de una vez también, hallándole por la mañana con los ojos enrojecidos, he comprendido que había pasado la noche anterior con ellos pegados a los cristales de los gemelos en algún teatro. Yo le embromaba con aquellas manchas sanguinolentas y él no me negaba el hecho.

      Natalia me dijo un día:

      —Tu amigo Moro debe de ser muy aficionado al teatro: le he visto ya diferentes veces.

      —Sí—le respondí con alguna vacilación—; le gusta mucho la música y la literatura... pero le habrás visto en las alturas, porque todavía no puede permitirse el lujo de una butaca.

      —Eso demuestra que es un sincero aficionado—replicó graciosamente—. La mayoría de los que vamos a butacas y a palcos no asistimos al teatro por el drama o por la ópera que representan, sino por ver gente, por exhibirnos, por pasar el rato.

      Repetí estas palabras a Moro y le causaron muy grata impresión. El espíritu grave, recto y sincero de Natalia se adivinaba al través de ellas.

      —¡Ya ves cómo no adoro a una muñeca!—exclamó con los ojos brillantes de alegría.

      Se hizo más cauto, sin embargo, y redobló sus precauciones para no ser visto por ella.

      ¡Qué placer infinito le causé un día que le traje la rosa que Natalia había llevado sobre el pecho en el teatro! Se le había caído cuando salimos. Yo la recogí del suelo y quise entregársela.

      —Tírala, no sirve ya para nada.

      —Es lástima—le respondí—; me quedo con ella.

      —¡Con tal que no te sirva para hacer alguna conquista!

      —Bueno, se la regalaré a mi patrona Doña Encarnación, a ver si consigo que se ablande.

      —¿Qué estás diciendo?—exclamó, mirándome con espanto.

      —Sí; que se ablande el beefsteak que nos sirve en el almuerzo.

      Soltó una fresca carcajada. El General y Guadalupe se volvieron, y mi palabrita, repetida por Natalia, obtuvo un gran éxito.

      El pobre Moro quiso volverse loco de alegría cuando le entregué esta rosa. Me hizo jurar que no le engañaba, que había estado, en efecto, sobre el pecho de su amada. Una vez convencido se entregó a tan graciosos extremos de alegría, que pasamos un rato delicioso. La colocó en un pequeño florero, se arrodilló delante de ella, se puso a cantar el Tantum ergo y a guisa de incensario quemó en su honor algunas hojas de papel de Armenia. Después la llevó con toda solemnidad a su cuarto y, haciendo previamente grandes y repetidas genuflexiones, la encerró en su armario, prometiéndome que de vez en cuando la «pondría de manifiesto»,


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