Años de juventud del doctor Angélico. Armando Palacio Valdés

Años de juventud del doctor Angélico - Armando Palacio Valdés


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los mecanistas, los energéticos, los pansensacionistas, los cientistas, y se atenían, por lo tanto, a la forma más primitiva del monismo materialista.

      Otra verdad inconcusa era que todo lo referente a la religión entraba en los dominios de la patología interna. El que creyese en otro mundo más que el que veíamos y palpábamos era un enfermo. Si afirmábamos la existencia de Dios y del alma era porque teníamos atascados los conductos biliares. El misticismo, una forma aguda del histerismo; el ascetismo, un síntoma manifiesto de degeneración.

      Como consecuencias de tales premisas los santos fueron todos unos perturbados, histéricos y degenerados. Con quienes más se ensañaban aquellos jóvenes era con san Francisco de Asís y santa Teresa. ¡Pobre santa Teresa! No la dejaban intacta ninguna parte de su organismo. Se investigaban, se estudiaban minuciosamente sus más recónditas dolencias femeninas, se sacaban a relucir despiadadamente las imperfecciones de sus conductos interiores. Yo protestaba en nombre del pudor; pero mis protestas quedaban sofocadas por sus carcajadas.

      La elocuencia y donaire de Sixto Moro, sus ingeniosas observaciones, con que a veces los desconcertaba, de nada servían tampoco. Sus conocimientos sobre la trompa de Falopio, la placenta y los ovarios eran, como los míos, rudimentarios.

      Sin embargo, una noche entró en el café y se sentó a la mesa con ademanes tan altaneros y provocativos que a todos nos sorprendió. Inmediatamente procuró entablar discusión con los jóvenes fisiólogos y comenzó a saetearlos con su inagotable repertorio de burlas. Cuando logró ponerlos exasperados, dió el golpe de gracia que tenía preparado. Sacó del bolsillo el último número de El Siglo Médico, que acababa de aparecer, y, poniéndolo sobre la mesa, profirió con acento triunfal:

      —¡Leed este artículo y edificaos!

      Uno de los tertulios tomó la revista y se puso a leer; pero Sixto le atajó:

      —No, no; exijo que se lea en voz alta.

      Reinó un silencio profundo, y el que tenía entre manos la revista comenzó a leer. Se trataba del extracto de una Memoria que el célebre fisiólogo francés Claudio Bernard presentaba a la Academia de Medicina, dando cuenta de una experiencia curiosa efectuada por él en los hospitales de París. Habiendo necesitado hacer para sus investigaciones anatómicas sobre la laringe y faringe algunos estudios detenidos, pudo observar en dos cadáveres, cuya disección hizo simultáneamente, un desarrollo anormal de la llamada glándula tiroides. Esta masa glandular que se encuentra en la parte inferior del cuello detrás de la traquearteria siempre es más voluminosa en el niño que en el adulto. Por eso le llamó la atención su extraordinario desarrollo en dos hombres que habían fallecido después de los cuarenta años. Informándose de los antecedentes de estos dos sujetos pudo averiguar que se habían señalado por una impiedad recalcitrante. No sólo se habían negado a recibir los sacramentos de la Iglesia, sino que habían escandalizado constantemente a las religiosas que los asistían con sus burlas y blasfemias. Excitada la atención del observador con esta experiencia, procuró verificarla en casos sucesivos. Al efecto, estudió en los dos últimos años la laringe de cincuenta y siete sujetos manifiestamente ateos y sólo en dos casos la tiroides dejó de presentar un volumen anormal.

      El artículo cayó como una bomba en la mesa. Todos quedaron con una cara larga y melancólica que recordaba las figuras del Greco. El lector soltó la revista con desaliento. Los demás guardaron silencio. Sólo uno se aventuró a decir en voz baja y balbuciente:

      —Mucho me sorprende de Claudio Bernard...

      Sixto Moro recogió la revista, la guardó en el bolsillo y porque no sufriese menoscabo su victoria se levantó del diván y se despidió muy cortésmente diciendo que iba al teatro. Yo le seguí alegando el mismo motivo.

      Cuando hubimos salido del café, Moro se detuvo y comenzó a reír de tan buena gana, con tan estrepitosas carcajadas, que me sorprendió un poco, pues no hallaba razón para tanta algazara.

      —Es gracioso—le dije por seguirle el humor.

      —¡Y tan gracioso! ¡Mucho más gracioso de lo que puedes imaginar!

      Y vuelta a reír hasta querer reventar. Al fin, cuando se hubo sosegado, pudo articular:

      —Has de saber que todo ha sido una farsa.

      —¿Cómo una farsa?

      —Sí; que no hay tal Memoria de Claudio Bernard.

      —No lo entiendo.

      —Ese artículo está escrito por mí.

      —Ahora lo entiendo menos.

      —Soy amigo del regente de la imprenta donde se imprime El Siglo Médico y me ha hecho el favor de tirar un solo ejemplar con mi artículo, prometiéndole que lo inutilizaría así que hubiera dado la broma a mis amigos... Y es lo que voy a hacer en este momento.

      Sacó en efecto el periódico del bolsillo y lo hizo menudos pedazos sin dejar de reír.

      —Pero ¿cómo has podido escribir este artículo? ¿Quién te ha enseñado ese fárrago de términos técnicos?

      —Los he extraído de sus mismos libros, que los Mezquita dejan esparcidos sobre la mesa de su cuarto.

      Celebré como merecía la broma, que era realmente chistosa; y seguimos riendo al recordar el gesto de estupefacción de nuestros contertulios.

      Al cabo, poniéndose repentinamente serio, Moro exclamó:

      —¡Vamos a ver! Después de todo, si hay glándulas para la fe, ¿por qué no ha de haberlas para la impiedad?

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