Años de juventud del doctor Angélico. Armando Palacio Valdés
donde residió; su actividad prodigiosa. Habiendo vivido sólo cincuenta y siete años y ejercido los más elevados cargos políticos, tuvo tiempo a escribir varias obras gigantescas; más de cien libros, donde se trata de todas las ciencias cultivadas en su tiempo. Avicena fué uno de los genios más extraordinarios y uno de los escritores más fecundos que jamás han existido.
Cuando terminó su perorata, otra vez volvió a su libro y a sus bocados aquel joven que realmente me parecía iba en camino de ser un nuevo Avicena. Los comensales y Doña Encarnación, volvieron también a mirarme escrutando el efecto que en mí había causado.
Sixto Moro seguía comiendo sin levantar la cabeza, y en sus labios se dibujaba la misma sonrisa irónica, esta vez un poco más acentuada. Reinó el silencio durante algunos momentos, como si todos estuviéramos bajo el peso de tanta sabiduría. De pronto, Moro, sin alzar la vista y con grave y lenta palabra, dijo:
—Verdaderamente sabio, yo no he conocido otro mayor que un cerdo que mi padre tenía hace años.
Todos le miramos estupefactos y sonrientes.
—Erudito no lo era. Confieso que no era erudito—siguió con la misma solemnidad—; pero no me cabe duda de que era un sabio maravilloso. Durante su vida que fué mucho más corta que la de Avicena, dió pruebas irrecusables de su saber. Sólo voy a daros cuenta de una. Este cerdo sentía una verdadera pasión por la harina mezclada con agua caliente; era para él una golosina. No se le daba más que dos veces por semana porque, como sabéis, la harina cuesta cara. Ordinariamente se le alimentaba con berzas y nabos y los desperdicios de la cocina, los cuales se les servían en una gran caldera ennegrecida por el uso y el fuego. Cuando le daban harina se le servía en otra más pequeña de color amarillo. Pues bien; cuando le llevaban las berzas y los desperdicios se estaba en su cubil acostado, no hacía más que levantar la cabeza y gruñir con ligera satisfacción. Pero así que divisaba la pequeña caldera amarilla, se ponía en pie lleno de alborozo y comenzaba a gruñir, con tal alegría, que era un verdadero escándalo. ¡Qué admirable penetración!, ¿verdad? Como yo fuí siempre inclinado a gastar bromas con toda clase de animales, se me ocurrió un día darle una. En ausencia de mi madre tomo la calderita amarilla, la lleno con los desperdicios y se la llevo. El cerdo empieza a brincar de gozo y a lanzar los gruñidos más armoniosos de su repertorio; pero en cuanto se cerciora del engaño (y le bastó poco tiempo para ello), aquellos gruñidos melodiosos se trocaron en los más ásperos y bárbaros que os podéis imaginar, y no sólo eso, sino que rugiendo de cólera se lanzó sobre mí. Os digo que si no huyo pronto, no lo hubiera pasado bien. Desde entonces se declaró mi enemigo mortal. En cuanto me divisaba se ponía a gruñir ferozmente para darme a entender que no olvidaba la bromita. Era una inteligencia soberana, y su dignidad igual a su inteligencia.
Todos reíamos mirando a Pasarón; pero éste se hallaba enfrascado en la lectura sin querer oír o sin oír efectivamente; porque aquel joven no quería prestar atención más que a lo que fuese materia de estudio.
Por eso, cuando uno de los estudiantes de Medicina apuntó la idea de que los árabes eran más cultos que nosotros los cristianos en aquella época, y Moro la corroboró diciendo, en su peculiar forma expeditiva, que los españoles de la Edad Media no éramos más que un hato de ignorantes, Pasarón se lanzó de nuevo a la palestra defendiendo a la ciencia española. Entablóse sobre esto una viva disputa. Inmediatamente se echó de ver la gran superioridad de aquél. Era un torrente de noticias y datos eruditos. Citó tantas obras y nombres, que realmente parecía que los tenía ya en la punta de la lengua. Moro, en cambio, mucho más escaso de ciencia, se defendía con ingenio y salidas tan oportunas, que desconcertaban no pocas veces a su adversario.
Era un espectáculo verdaderamente interesante la discusión de aquellos dos jóvenes, y yo la presenciaba con la boca abierta, pues confieso que jamás había conocido hombres de tanto talento. La palabra de Pasarón era precisa, correcta, fría y un poco monótona. En cambio, la de Moro, vibrante y apasionada, tenía tantos matices, que me llenaba de admiración. Sin embargo, su afición a las paradojas me pareció excesiva, y aunque las explicaba con singular donosura, no me convencían.
Pasarón citaba una regla gramatical.
—¡No hay Gramática!—replicaba Moro con graciosa resolución.
—¿Cómo que no hay Gramática?—exclamaba Pasarón en el colmo del estupor.
—No; la Gramática la han inventado los maestros de escuela para darse el gusto de azotar a los niños y vivir a expensas de los padres.
—Esa es una de tantas paradojas como te complaces en verter, y que tú mismo no tomas en serio.
—Al contrario, la tomo muy en serio, y sostengo que la Gramática no sirve absolutamente para nada.
—La Gramática señala el apogeo de todas las lenguas, porque significa que los hombres se dan clara cuenta de sus medios de expresión. Es el idioma adquiriendo conciencia de sí mismo.
—Tal conciencia es innecesaria, como lo es la del poeta respecto a la estética. Tú mismo nos has dicho hace unos días que los arios del Asia Central habían construído el sánscrito, la lengua más hermosa que ha tenido la Humanidad hasta ahora. Y, sin embargo, esos arios eran unos rudos pastores.
—Naturalmente, la obra de formación de un idioma es inconsciente; pero, una vez adquirido, nos toca guardarlo con esmero y venerarlo como un don de la divinidad.
—El pueblo que lo ha formado puede deshacerlo y construír otro si se le antoja.
—Si se le antoja no. Los procesos históricos no son obra del capricho; obedecen a leyes providenciales.
—¡Niego las leyes providenciales!
Y acto continuo pronunció con calor unos párrafos de filosofía revolucionaria, que estaba entonces a la moda. Las ideas eran huecas y aparatosas más que sólidas; pero Moro las manejaba tan brillantemente y en períodos tan perfectos, que quedé altamente sorprendido de su facundia.
Uno de los Mezquita, advirtiendo mi sorpresa, me guiñó un ojo diciendo:
—El amigo Moro es un gran orador. Allá en la Academia de Jurisprudencia no hay quien le ponga el pie delante.
Moro se encogió de hombros con un gesto de desdén. Y, descontento de sí mismo, profirió bajando el tono:
—No me seduce eso mucho. La oratoria es el arte de decir vulgaridades con corrección y propiedad.
—Pero Mirabeau ha sido un gran orador. Tú eres un apasionado de él.
—¡Mirabeau! ¡Mirabeau!... En los instantes dramáticos porque atraviesan algunas veces las naciones, un hombre de gran palabra y de gran corazón, como Demóstenes o Mirabeau, son necesarios, porque pueden hacer variar el curso de los acontecimientos. Sobre la cátedra sagrada, hablándonos del cielo, o delante de un tribunal, defendiendo la cabeza de un inocente también. Pero, ¿qué significa un orador empleando imágenes poéticas y discutiendo con metáforas la reforma arancelaria? La oratoria en la actualidad no es otra cosa que una coquetería, una clase de adorno, como dicen en los colegios; ha pasado a la categoría de los polvos de arroz.
La discusión científica se fué trocando en plática jocosa. Moro concluyó embromando a su amigo Pasarón y haciéndonos reír a todos.
—Pasarón, el día en que te mueras, el Purgatorio habrá hecho una gran adquisición. Espero verte allá explicando un curso de filología comparada a las ánimas benditas.
—¿Cómo sabes que ha de ir al Purgatorio? ¿No puede ir al Cielo derechamente?—apuntó uno de los Mezquita.
—No lo creo. Pasarón admira a Lucrecio y a Cátulo y dice pestes del latín de los Santos Padres. Así es que se ha hecho muchos y poderosos enemigos en la Corte Celestial.
—¿Y al infierno?
—Eso menos. A Dios no le conviene que los demonios se instruyan demasiado.
Pasarón sonreía dulcemente sin replicar. Su espíritu,