Años de juventud del doctor Angélico. Armando Palacio Valdés
te pareces a cierto joven que ofreció a sus amigos presentarles en el palacio de un marqués donde se celebraban brillantes bailes y reuniones. Sus amigos creyendo de buena fe que era amigo del marqués y frecuentaba su casa, se pusieron el frac y fueron con él al baile. Suben la escalera, entregan los abrigos a los criados, penetran en el salón y nuestro joven se dirige al dueño de la casa que se hallaba en medio de él, le hace una profunda reverencia y le dice: «—Marqués, tengo el honor de presentar a usted a mi amigo Fulano, capitán de artillería; a mi amigo Zutano, ingeniero de montes, etcétera.» El marqués le mira con asombro, y al fin exclama indignado: «—Está bien, ¿y a usted quién le presenta?» «—A mí, nadie—responde tranquilamente—, yo me retiro.» Y girando sobre los talones, se va del salón. Tú haces lo mismo, nos presentas filósofos y literatos, nos explicas con toda perfección sus opiniones y cuando al cabo preguntamos por las tuyas, te decimos como el marqués: «—¿Y usted quién es?»—«Yo no soy nadie, yo me retiro»—nos contestas.
Era exacto. Sin embargo, no se podía negar a Pasarón una grande y lúcida inteligencia. Su crítica era casi siempre acertada, vigorosa, poseía una rara penetración para aquilatar los méritos de cada escritor, no había cuidado que se dejase engañar por armadijos ni oropeles. Mas ya fuese porque el exceso de conocimientos sofocasen en él toda iniciativa intelectual, o porque su desaforada curiosidad y afición a la Historia le impidiese entrar en sí mismo, es lo cierto que no podíamos averiguar qué ideas germinaban en su mente acerca de los grandes problemas de la filosofía ni las secretas inclinaciones de su espíritu.
¡Cuán distinto era Moro! Para éste no existía la Historia sino la actualidad. Sobre cada asunto que se ofrecía en nuestras pláticas formaba inmediatamente su opinión que expresaba siempre de un modo resuelto, inapelable. La mayor parte de las veces, estas opiniones se apartaban cien leguas de las de los demás; pero esto era cabalmente lo que él ambicionaba. Su satisfacción era ostensible cuando después de emitir una de ellas veía el asombro pintado en nuestros ojos.
Moro vivía en perpetuo estado de rebelión contra todos los principios que pasan por inconcusos en nuestra sociedad. Era lo que hoy han dado en llamar ciertos filósofos un no-conformista. En cuanto se ofrecía ocasión de atacarlos, cerraba furiosamente contra ellos o escaramuzaba ligeramente en torno suyo.
Su ingenio sutil y la afluencia de que estaba dotado le servían admirablemente para apoyar las verdades cuando casualmente tropezaba con ellas; pero desgraciadamente también le ayudaban a sostener los errores cuando alguno de sus frecuentes caprichos le arrastraba a ponerse de su lado. En estos casos se convertía en un famoso prestidigitador de las ideas, hacía juegos malabares con ellas, y si no nos convencía por lo menos nos deslumbraba.
En fin, era un retórico que apuntaba al efecto antes que a la verdad, y que no temía despeñarse en un abismo de paradojas y de absurdos si esto le proporcionaba el gusto de mostrar la flexibilidad de su talento y de inquietar a sus oyentes. Por esto su conversación, siempre brillante, concluía algunas veces por hacerse fatigosa.
III
LA CASA DE MI MENTOR
El general Don Luis de los Reyes fué la persona designada por mi padre para servirme de mentor en Madrid durante la carrera. En consecuencia, me presenté al día siguiente de mi llegada, por la tarde, en su casa.
Ocupaba el General el piso primero de una de las mejores casas del barrio de Salamanca. Me abrió la puerta un criado con librea, quien, al enterarse de mi deseo de ver al General, llamó a otro. Apareció un hombre que, a juzgar por su traje, no era un criado ni tampoco un caballero. Después supe que se llamaba Longinos y era un antiguo asistente del General a quien había hecho su hombre de confianza, una especie de intendente o mayordomo. Al escuchar mi nombre sonrió con benevolencia y no vaciló en llevarme a la presencia de su amo.
Se hallaba éste en su despacho escribiendo, y cuando me anunciaron se alzó precipitadamente del sillón, vino a mi encuentro y me abrazó tan efusivamente, que no pude menos de sentirme profundamente halagado.
—¡Ea, ya tenemos aquí al estudiante! Un buen estudiante, ¿verdad? Si semejas a tu padre por dentro como te pareces por fuera, seremos excelentísimos amigos.
Me recibió con una cordialidad verdaderamente conmovedora. Se enteró minuciosamente de la salud de los míos, y de todo lo que ocurría en mi casa, me dió infinitos consejos y un cigarro habano que se empeñó que fumase en su presencia.
Era Don Luis, lo que se llama en términos vulgares, un real mozo. Alto, corpulento con tendencias a la obesidad, la tez sonrosada, los ojos vivos, la dentadura perfecta, y sólo tal cual hebra de plata entre su barba, que gastaba cerrada y corta. Aunque tenía cuarenta y seis años cumplidos nadie le echaría más de los cuarenta. Se ofreció desde luego a mis ojos como un hombre alegre, cordial, impetuoso, un poco ligero, representando el tipo perfecto del temperamento sanguíneo, tal como acababa de estudiarlo en las nociones de fisiología que cursamos en el último año del bachillerato.
Había sido uno de los caudillos afortunados de la revolución de Septiembre. Durante algunos años fué un temible conspirador, amigo íntimo del general Prim y de los demás militares que aspiraban a derrocar el régimen imperante, hombre valeroso y estimado de sus compañeros. Hizo la campaña de Africa donde se señaló mucho, y cuando no había cumplido aún los treinta y cinco años, alcanzó el empleo de coronel. En aquella época se hizo sospechoso al Gobierno, se le quitó el mando del regimiento y se le envió desterrado a mi pueblo natal. Allí permaneció más de un año, y en este tiempo trabó amistad estrechísima con mi padre.
El lazo de unión entre estos dos hombres de profesiones tan diferentes fué la pesca. Cañas, redes, anzuelos, impermeables, botas de agua; yo no veía otra cosa en mi niñez atestando los rincones de mi casa. Poseía mi padre una pequeña lancha con la cual se lanzaba a la mar la mayoría de las veces solo. Esto era causa de zozobras sin cuento para mi pobre madre. Nadie sabía mejor que él guisar una caldereta a la orilla misma del mar con el pescado que acababa de extraer del agua. Era peritísimo para adivinar y predecir las mudanzas del tiempo. Cuando nuestros amigos y vecinos proyectaban cualquier excursión campestre se le venía a consultar, y si él no daba su beneplácito nadie se movía de casa.
El coronel Reyes tenía más afición que práctica en este noble ejercicio. Su afición era verdaderamente loca y superaba aún a la de mi padre. Sin embargo, éste le inició durante aquel año en todos los secretos del arte. No se apartaban sino para dormir, porque aun en las horas que mi padre destinaba al despacho de sus negocios, el Coronel solía estar presente en el escritorio ocupándose ordinariamente en arreglar los aparejos. Su amistad se estrechó tanto, que llegaron a tutearse como si se hubiesen tratado desde la infancia. No tenían secretos el uno para el otro, y cuando un día, burlando la vigilancia de las autoridades, desapareció el Coronel del pueblo, fué mi padre quien le facilitó los medios y quien le sirvió de intermediario para obtener noticias de su hija, que había dejado en Madrid. El coronel era viudo y tenía una niña de poca menos edad que yo, cuyo retrato llevaba siempre en la cartera. Mi madre se deshacía en elogios de la belleza de aquella criatura de tres o cuatro años. Imposibilitado de tenerla consigo a causa de su vida azarosa, la había colocado en casa de una prima suya y más tarde en un colegio dirigido por religiosas; pero su pensamiento estaba siempre con ella, porque era hombre afectuosísimo.
Digo, pues, que un día desapareció de nuestro pueblo, y desde entonces corrió todas las aventuras peligrosas de los conspiradores de aquella época. Se batió el 22 de Junio en las barricadas en Madrid y siguió a Prim en su odisea por los campos de Castilla hasta entrar en Portugal. Mi padre conocía por menudo sus azarosos pasos, y me narraba de sobremesa, con emoción, algunos de ellos.
Al cabo dió con sus huesos en París, donde permaneció los dos años que precedieron al triunfo de la revolución. Allí conoció a una joven viuda, brasileña, de gran fortuna, y se casó con ella. Harto lo necesitaba. El Coronel era uno de los hombre más pródigos