Años de juventud del doctor Angélico. Armando Palacio Valdés

Años de juventud del doctor Angélico - Armando Palacio Valdés


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qué gozo le asignamos su nombre!

      —Pero es un gozo bárbaro—manifestó Guadalupe—. El hombre en la caza y en la pesca se transforma en animal de presa, espía a su víctima, la engaña y cuando observa que ya no puede escapar ni defenderse cae sobre ella, como el gato sobre el ratón, o el ave de rapiña sobre el polluelo. ¡Es innoble!

      —Tratándose de la caza, convengo en ello, querida. El cazador sorprende a un inocente pajarito que es todo alegría y cuya existencia semeja mucho a la nuestra. Tiene amores, siente celos, riñe combates con su rival, fabrica su nido, se extasía cantando como un artista y le impresiona, como a él, la belleza de los días espléndidos y de los paisajes luminosos... Pero un pez es un sér, cuya inconsciencia linda ya con la de la materia bruta: no ama ni aborrece; no conoce siquiera; es mudo; ningún grito denota su sensibilidad. Cuando sale del agua se le extrae el anzuelo, y pocos momentos después queda asfixiado. Aquí no hay sangre como en la caza, no hay nada cruento ni doloroso...

      Así discutían placenteramente aquellas amables personas.

      Yo seguía nadando en el cielo, y cuando hube satisfecho el instinto de nutrición que en aquella edad gritaba en mí de un modo alarmante, pensé con tristeza que pronto tendría que separarme de tan grata compañía.

      Estaba encantado del padre y de la hija, pero la esposa me tenía fascinado. Haciendo todo lo posible para disimularlas le dirigía intensas miradas de admiración. ¿Pasaron inadvertidas? No lo creo. Desde que hay mundo ninguna mujer dejó de percibir la influencia de sus encantos sobre un hombre. Me miraba de vez en cuando cerrando un poco sus hermosos ojos con expresión de afecto, y sonreía. Era su sonrisa leve, dulce, graciosa, un poco enigmática como la que Vinci puso en los labios de su Gioconda.

      —Por supuesto—añadió el General riendo—, toda esa sensibilidad de que hacéis gala para mí es música. Tonico tiene razón cuando dice que una mujer se desmaya viendo matar una gallina; pero se baña en agua de rosas cuando un enamorado se da un tiro en la frente por ella.

      —¿Dice eso Tonico?—preguntó Guadalupe alzando la cabeza y mirando a su marido con expresión burlona.

      —Sí; eso dice, y en mi concepto tiene mucha razón—respondió el General un poco desconcertado por aquella mirada.

      —Es una prueba más del maravilloso ingenio que Dios se ha dignado conceder a Tonico—replicó la dama con tal acento sarcástico que el General enrojeció.

      —No será un rasgo de ingenio, pero es una gran verdad... Por lo demás, ya sé de sobra que todo cuanto dice Tonico no tiene para ti sentido común.

      —Perdona que haya puesto mis manos pecadoras sobre el arca santa—dijo Guadalupe con el mismo tono sarcástico.

      —A mí no se me ha confiado ningún arca, pero tengo el deber de defender a mis amigos. Las mujeres rara vez procedéis con justicia, porque no razonáis vuestras simpatías o antipatías que son puramente instintivas.

      —¿Esa reflexión es también de Tonico?

      —No es de Tonico, es mía... Pero si lo fuese ¿qué?

      —No es muy galante.

      —Cuando se habla en general no hay falta de galantería, porque se deja siempre un hueco para las excepciones.

      Esta corta disputa había introducido una nota agria en aquel suave concierto. Natalia tenía la frentecita arrugada y sus ojos expresaban extraño malestar. De esto deduje que el sujeto de quien se trataba no había logrado captarse la simpatía de las damas.

      El General tenía un temperamento impetuoso y colérico, y su mujer, que debía de conocerle bien, no quiso pasar más adelante en la discusión. Volviéndose hacia mí me preguntó con tono afectuoso:

      —¿Has vivido alguna vez en casa de huéspedes?

      —No, señora; jamás he salido de mi casa hasta ahora.

      —¡Oh, entonces seguramente va a ser doloroso tu aprendizaje! Echarás de menos las comodidades de tu casa, la confianza y los cuidados de la familia.

      —A la edad de Angelito no se echa de menos nada más que la libertad cuando nos privan de ella—dijo el General que estaba ya pesaroso de haberse puesto serio—. Y no quiero añadir el dinero, porque estoy cierto de que Angelito sabrá hacer buen uso del que su padre le dé.

      La conversación siguió pacífica y alegre. Habíamos llegado a los postres; y cuando nos disponíamos a tomar el café oímos el timbre de la puerta.

      —¡Es Tonico!—exclamó el General alegremente.

      Lo mismo Guadalupe que Natalia permanecieron serias y aun quise percibir en el rostro de ambas señales de contrariedad.

      —El señor Grimaldi—dijo el criado levantando la cortina.

      El caballero que se presentó vestía de frac y corbata blanca. Para representarse lo que era físicamente, no hay más que recordar los figurines de los sastres. Aquellos rostros excesivamente lindos, correctos, perfilados, impecables daban cabal idea del suyo. La frente, la nariz, la boca, los cabellos negros esmeradamente peinados, el bigote y la perilla, todo era perfecto. Los soldaditos de papel con que juegan los niños también parecían fotografías suyas. No le faltaban siquiera las fuertes rosetas en las mejillas. En cuanto a su frac; la pechera reluciente, como un espejo, de su camisa; la botonadura de perlas, la fina cadena de su reloj pendiente de uno de los bolsillos del chaleco a la moda del Imperio, las botas de charol; nada podía darse más flamante e irreprochable. Podía contar de treinta y ocho a cuarenta años de edad, algunos menos, por lo tanto, que su amigo el General.

      Como persona de entera confianza y de las que se ven todos los días estrechó silenciosamente la mano de los tres, principiando por Guadalupe y concluyendo por Natalia, cuyo rostro azotó cariñosamente con los guantes que empuñaba en una mano. Si he de decir la verdad, no observé cordialidad más que en el General al recibirle. Este me presentó a él y nos saludamos ceremoniosamente.

      Don Antonio Grimaldi era aragonés como Reyes, perteneciente a una familia opulenta de negociantes. Se habían conocido y tratado en Zaragoza; estuvieron algunos años sin verse y, al fin, se tropezaron en París poco después de haberse celebrado el matrimonio del General.

      Grimaldi residía desde hacía tiempo en aquella ciudad llevando la vida del soltero rico. Era conocido en los boulevares, en los restaurantes de moda, en las carreras de caballos y en las salas de armas. Aunque en Zaragoza no habían sido amigos muy íntimos, porque la diferencia de edad en la juventud es más apreciada, al encontrarse en el Extranjero se estrechó su amistad hasta hacerse fraternal. Quizá la misma diferencia de temperamentos contribuyese a afirmarla.

      Era el General ruidoso y expansivo en grado sumo. Su amigo, por el contrario, frío y reservado como un diplomático veneciano. A aquél se le iba la lengua a menudo, hablando más de lo que aconseja la prudencia. Este la retenía alguna vez más de lo que prescribe la cortesía.

      Correcto e irreprochable en sus modales, como lo era en su traje, Grimaldi permanecía silencioso voluntariamente largos ratos, y cuando se decidía a tomar la palabra, lo hacía con cierto esfuerzo, cual si se viese obligado contra su gusto a ello. Como el General era un charlatán sempiterno, no es maravilla que se encontrase a gusto con tan sempiterno oidor.

      Sin embargo, solía embromarle por este su temperamento inalterable.

      —Tonico, eres como el viento que sopla del Guadarrama, fino, glacial, que no apaga una bujía y es capaz de matar un hombre.

      Grimaldi sonreía con el borde de los labios.

      Cuando se cruzaron pocas palabras sobre asuntos indiferentes, Guadalupe se levantó diciendo:

      —Con permiso de ustedes voy a vestirme.

      —Yo también me voy a poner el frac. Esta noche debemos ir a la Embajada de Italia.

      Quedamos en el comedor Natalia, Grimaldi y yo. La niña se puso


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