Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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había…

      Luis XIII se detuvo por sí mismo espantado de lo que iba a decir, mientras que Richelieu, estirando el cuello, esperaba inútilmente la palabra que había quedado en los labios del rey.

      -¿Había?

      -Nada - dijo el rey-, nada. Pero en todo el tiempo que ha estado en Paris, ¿le habéis perdido de vista?

      -No, sire.

      -Dónde se alojaba?

      -In la calle de La Harpe, número 75.

      -¿Dónde está eso?

      -Junto al Luxemburgo.

      -¿Y estáis seguro de que la reina y él no se han visto?

      -Creo que la reina está demasiado vinculada a sus deberes, sire.

      -Pero se han escrito; es a él a quien la reina ha escrito durante todo el día; señor duque, ¡necesito esas cartas!

      -Pero, sire…

      -Señor duque, al precio que sea las quiero.

      -Haré observar, sin embargo, a Vuestra Majestad…

      -¿Me traicionáis vos también, señor cardenal, para oponeros siempre así a mis deseos? ¿Estáis de acuerdo con los españoles y con los ingleses, con la señora de Chevreuse y con la reina?

      -Sire - respondió suspirando el cardenal-, creía estar al abrigo de semejante sospecha.

      -Señor cardenal, ya me habéis oído: quiero esas cartas.

      -No habría más que un medio.

      -¿Cuál?

      -Sería encargar de esta misión al señor guardasellos Séguier. La cosa entra por entero en los deberes de su cargo.

      -¡Que envíen a buscarlo ahora mismo!

      -Debe estar en mi casa, sire; hice que le rogasen pasarse por allí, y cuando he venido al Louvre he dejado la orden de hacerle esperar si se presentaba.

      -¡Que vayan a buscarlo ahora mismo!

      -Las órdenes de Vuestra Majestad serán cumplidas, pero…

      -¿Pero qué?

      -La reina se negará quizá a obedecer.

      -¿Mis órdenes?

      -Sí, si ignora que esas órdenes vienen del rey.

      -Pues bien para que no lo dude, voy a prevenirla yo mismo.

      -Vuestra Majestad no debe olvidar que he hecho todo cuanto he podido para prevenir una ruptura.

      -Sí duque, sé que vos sois muy indulgente con la reina, demasiado indulgente quizá, y os prevengo que luego tendremos que hablar de esto.

      -Cuando le plazca a Vuestra Majestad; pero siempre estaré feliz y orgulloso, sire, de sacrificarme a la buena armonía que deseo ver reinar entre vos y la reina de Francia.

      -Bien, cardenal, bien; pero mientras tanto enviad en busca del señor guardasellos; yo entro en los aposentos de la reina.

      Y abriendo la puerta de comunicación, Luis XIII se adentró por el corredor que conducía de sus habitaciones a las de Ana de Austria.

      La reina estaba en medio de sus mujeres, la señora de Guitaut, la señora de Sablé, la señora de Montbazon y la señora de Guéménée. En un rincón estaba aquella camarista española, doña Estefanía, que la había seguido desde Madrid. La señora de Guéménée leía, y todo el mundo escuchaba con atención a la lectora, a excepción de la reina que, por el contrario, había provocado aquella lectura a fin de poder seguir el hilo de sus propios pensamientos mientras fingía escuchar.

      Estos pensamientos, pese a lo dorados que estaban por un último reflejo de amor, no eran menos tristes. Ana de Austria, privada de la confianza de su marido, perseguida por el odio del cardenal, que no podía perdonarle haber rechazado un sentimiento más dulce, con los ojos puestos en el ejemplo de la reina madre, a quien aquel odio había atormentado toda su vida - aunque María de Médicis, si hay que creer las Memorias de la época, hubiera comenzado por conceder al cardenal el sentimiento que Ana de Austria terminó siempre por negarle-. Ana de Austria había visto caer a su alrededor a sus servidores más abnegados, sus confidentes más íntimos, sus favoritos más queridos. Como esos desgraciados dotados de un don funesto, llevaba la desgracia a cuanto tocaba; su amistad era un signo fatal que apelaba a la persecución. La señora Chevreuse y la señora de Vernet estaban exiliadas; finalmente, La Porte no ocultaba a su ama que esperaba ser arrestado de un momento a otro.

      Fue el instante en que estaba sumida en la más profunda y sombría de estas reflexiones cuando la puerta de la habitación se abrio y entró el rey.

      La lectora se calló al momento, todas las damas se levantaron y se hizo un profundo silencio.

      En cuanto al rey, no hizo ninguna demostración de cortesía; sólo, deteniéndose ante la reina, dijo con voz alterada:

      -Señora, vais a recibir la visita del señor canciller, que os comunicará ciertos asuntos que le he encargado.

      La desgraciada reina, a la que amenazaba constantemente con el divorcio, el exilio e incluso el juicio, palideció bajo el rouge y no pudo impedirse decir:

      -Pero ¿por qué esta visita, sire? ¿Qué va a decirme el señor canciller que Vuestra Majestad no pueda decirme por sí misma?

      El rey giró sobre sus talones sin responder y casi en ese mismo instante el capitán de los guardias, el señor de Guitaut, anunció la visita del señor canciller.

      Cuando el canciller apareció, el rey había salido ya por otra puerta.

      El canciller entró medio sonriendo, medio ruborizándose. Como probablemente volveremos a encontrarlo en el curso de esta historia, no estaría mal que nuestros lectores traben desde ahora conocimiento con él.

      El tal canciller era un hombre agradable. Fue Des Roches de Masle, canónigo de Notre Dame y que en otro tiempo había sido ayuda de cámara del cardenal, quien le propuso a Su Eminencia como un hombre totalmente adicto. El cardenal se fio y le fue bien.

      Contaban de él algunas historias, entre otras ésta:

      Tras una juventud tormentosa, se había retirado a un convento para expiar al menos durante algún tiempo las locuras de la adolescencia.

      Pero, al entrar en aquel santo lugar, el pobre penitente no pudo cerrar la puerta con la rapidez suficiente para que las pasiones de que huía no entraran con él. Estaba obsesionado sin tregua, y el superior, a quien había confiado esa desgracia, queriendo ayudarlo en lo que pudiese, le había recomendado para conjurar al demonio tentador recurrir a la cuerda de la campana y echarla al vuelo. Al ruido delator, los monjes sabrían que la tentación asediaba a un hermano, y toda la comunidad se pondría a rezar.

      El consejo pareció bueno al futuro canciller. Conjuró al espíritu maligno con gran acompañamiento de plegarias hechas por los monjes; pero el diablo no se deja desposeer fácilmente de una plaza en la que ha sentado sus reales; a medida que redoblaban los exorcismos, redoblaba él las tentaciones; de suerte que día y noche la campana repicaba anunciando el extremo deseo de mortificación que experimentaba el penitente.

      Los monjes no tenían ni un instante de reposo. Por el día no hacían más que subir y bajar las escaleras que conducían a la capilla; por la noche, además de completas y maitines, estaban obligados a saltar veinte veces fuera de sus camas y a prosternarse en las baldosas de sus celdas.

      Se ignora si fue el diablo quien soltó la presa o fueron los monjes quienes se cansaron; pero al cabo de tres meses, el diablo reapareció en el mundo con la reputación del más terrible poseso que jamás haya existido.

      Al salir del convento entró en la magistratura, se convirtió en presidente con birrete en el puesto de su tío, abrazó el partido del cardenal, cosa que no probaba poca sagacidad; se hizo canciller, sirvió a su eminencia con celo en su odio contra la reina madre y en su venganza


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