Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
señora - respondió el rey asombrado-. Pero ¿por qué?
-¿Ha sido él quien os ha dicho que me invitéis a aparecer con los herretes?
-Es decir, señora…
-¡Ha sido él, sire, ha sido él!
-¡Y bien! ¿Qué importa que haya sido él o yo? ¿Hay algún crimen en esa invitación?
-No, sire.
-Entonces, ¿os presentaréis?
-Sí, sire.
-Está bien - dijo el rey, retirándose-. Está bien, cuento con ello.
La reina hizo una reverencia, menos por etiqueta que porque sus rodillas flaqueaban bajo ella.
El rey partió encantado.
-Estoy perdida - murmuró la reina-. Perdida porque el cardenal lo sabe todo, y es él quien empuja al rey, que todavía no sabe nada, pero que sabrá todo muy pronto. ¡Estoy perdida! ¡Dios mío, Dios mío Dios mío!
Se arrodilló sobre un cojín y rezó con la cabeza hundida entre sus brazos palpitantes.
En efecto, la posición era terrible. Buckingham había vuelto a Londres, la señora de Chevreuse estaba en Tours. Más vigilada que nunca, la reina sentía sordamente que una de sus mujeres la traicionaba, sin saber decir cuál. La Porte no podía abandonar el Louvre. No tenía a nadie en el mundo en quien fiarse.
Por eso, en presencia de la desgracia que la amenazaba y del abandono que era el suyo, estalló en sollozos.
-¿No puedo yo servir para nada a Vuestra Majestad? - dijo de pronto una voz llena de dulzura y de piedad.
La reina se volvió vivamente, porque no había motivo para equivocarse en la expresión de aquella voz: era una amiga quien así hablaba.
En efecto, en una de las puertas que daban a la habitación de la reina apareció la bonita señora Bonacieux; estaba ocupada en colocar los vestidos y la ropa en un gabinete cuando el rey había entrado; no había podido salir, y había oído todo.
La reina lanzó un grito agudo al verse sorprendida, porque en su turbación no reconoció al principio a la joven que le había sido dada por La Porte.
-¡Oh, no temáis nada, señora! - dijo la joven juntando las manos y llorando ella misma las angustias de la reina-. Pertenezco a Vuestra Majestad en cuerpo y alma, y por lejos que esté de ella, por inferior que sea mi posición, creo que he encontrado un medio para librar a Vuestra Majestad de preocupaciones.
-¡Vos! ¡Oh, cielos! ¡Vos! - exclamó la reina-. Pero veamos, miradme a la cara. Me traicionan por todas partes, ¿puedo fiarme de vos?
-¡Oh, señora! - exclamó la joven cayendo de rodillas-. Por mi alma, ¡estoy dispuesta a morir por Vuestra Majestad!
Esta exclamación había salido del fondo del corazón y, como el primero, no podía engañar.
-Sí - continuó la señora Bonacieux-. Sí, aquí hay traidores; pero por el santo nombre de la Virgen, os juro que nadie es más adicta que yo a Vuestra Majestad. Esos herretes que el rey pide de nuevo se los habéis dado al duque de Buckingham, ¿no es así? ¿Esos herretes estaban guardados en una cajita de palo de rosa que él llevaba bajo el brazo? ¿Me equivoco acaso? ¿No es as?
-¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! - murmuró la reina cuyos dientes castañeaban de terror.
-Pues bien, esos herretes - prosiguió la señora Bonacieux - hay que recuperarlos.
-Sí, sin duda, hay que hacerlo - exclamó la reina-. Pero ¿cómo, cómo conseguirlo?
-Hay que enviar a alguien al duque.
-Pero ¿quién… ? ¿Quién… ? ¿De quién fiarme?
-Tened confianza en mí, señora; hacedme ese honor, mi reina, y yo encontraré el mensajero.
-¡Pero será preciso escribir!
-¡Oh, sí! Es indispensable. Dos palabras de mano de Vuestra Majestad y vuestro sello particular.
-Pero esas dos palabras, ¡son mi condena, son el divorcio, el exilio!
-¡Sí, si caen en manos infames! Pero yo respondo de que esas dos palabras sean remitidas a su destinatario.
-¡Oh, Dios mío! ¡Es preciso, pues, que yo ponga mi vida, mi honor, mi reputación en vuestras manos!
-¡Sí, sí, señora, lo es, y yo salvaré todo esto!
-Pero ¿cómo? Decídmelo al menos.
-Mi marido ha sido puesto en libertad hace tres días; aún no he tenido tiempo de volverlo a ver. Es un hombre bueno y honesto que no tiene odio ni amor por nadie. Hará lo que yo quiera; partirá a una orden mía, sin saber lo que lleva, y entregará la carta de Vuestra Majestad, sin saber siquiera que es de Vuestra Majestad, al destinatario que se le indique.
La reina tomó las dos manos de la joven en un arrebato apasionado, la miró como para leer en el fondo de su corazón, y al no ver más que sinceridad en sus bellos ojos la abrazó tiernamente.
-¡Haz eso - exclamó-, y me habrás salvado la vida, habrás salvado mi honor!
-¡Oh! No exageréis el servicio que yo tengo la dicha de haceros; yo no tengo que salvar de nada a Vuestra Majestad, que es solamente víctima de pérfidas conspiraciones.
-Es cierto, es cierto, hija mía - dijo la reina-. Y tienes razón.
-Dadme, pues, esa carta, señora, el tiempo apremia.
La reina corrió a una pequeña mesa sobre la que había tinta, papel y plumas; escribió dos líneas, selló la carta con su sello y la entregó a la señora Bonacieux.
-Y ahora - dijo la reina-, nos olvidamos de una cosa muy necesaria…
-¿Cuál?
-El dinero.
La señora Bonacieux se ruborizó.
-Sí, es cierto - dijo-. Confesaré a Vuestra Majestad que mi marido.
-Tu marido no lo tiene, es eso lo que quieres decir.
-Claro que sí, lo tiene pero es muy avaro, es su defecto. Sin embargo que Vuestra Majestad no se inquiete, encontraremos el medio…
-Es que yo tampoco tengo - dijo la reina (quienes lean las Memorias de la señora de Motteville no se extrañarán de esta respuesta)-. Pero espera.
Ana de Austria corrió a su escritorio.
-Toma - dijo-. Ahí tienes un anillo de gran precio, según aseguran; procede de mi hermano el rey de España, es mío y puedo disponer de él. Toma ese anillo y hazlo dinero, y que tu marido parta.
-Dentro de una hora seréis obedecida.
-Ya ves el destinatario - añadió la reina hablando tan bajo que apenas podía oírse lo que decía: A Milord el duque de Buckingham, en Londres.
-La carta le será entregada personalmente.
-¡Muchacha generosa! - exclamó Ana de Austria.
La señora Bonacieux besó las manos de la reina, ocultó el papel en su blusa y desapareció con la ligereza de un pájaro.
Diez minutos más tarde estaba en su casa; como le había dicho a la reina no había vuelto a ver a su marido desde su puesta en libertad; por tanto ignoraba el cambio que se había operado en él respecto del cardenal, cambio que habían logrado la lisonja y el dinero de Su Eminencia y que habían corroborado, luego, dos o tres visitas del conde de Rochefort, convertido en el mejor amigo de Bonacieux, al que había hecho creer sin mucho esfuerzo que ningún sentimiento culpable le había llevado al rapto de su mujer, sino que era solamente una precaución política.
Encontró al señor Bonacieux solo; el pobre hombre ponía a duras penas orden en la casa, cuyos muebles había encontrado casi rotos y cuyos armarios casi vacíos, pues