Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
a la pobre muchacha hasta el punto de que no había dejado de andar desde Paris hasta Bourgogne, su país natal.
El digno mercero había participado a su mujer, tan pronto como estuvo de vuelta en casa, su feliz retorno, y su mujer le había respondido para felicitarle y para decirle que el primer momento que pudiera escamotear a sus deberes sería consagrado por entero a visitarle.
Aquel primer momento se había hecho esperar cinco días, lo cual en cualquier otra circunstancia hubiera parecido algo largo a maese Bonacieux; pero en la visita que había hecho al cardenal y en las visitas que le hacía Rochefort, había amplio tema de reflexión, y como se sabe, nada hace pasar el tiempo como reflexionar.
Tanto más cuanto que las reflexiones de Bonacieux eran todas color de rosa. Rochefort le llamaba su amigo, su querido Bonacieux, y no cesaba de decirle que el cardenal le hacía el mayor caso. El mercero se veía ya en el camino de los honores y de la fortuna.
Por su parte, la señora Bonacieux había reflexionado, pero hay que decirlo, por otro motivo muy distinto que la ambición; a pesar suyo, sus pensamientos habían tenido por móvil constante aquel hermoso joven tan valiente y que parecía tan amoroso. Casada a los dieciocho años con el señor Bonacieux, habiendo vivido siempre en medio de los amigos de su marido, poco susceptibles de inspirar un sentimiento cualquiera a una joven cuyo corazón era más elevado que su posición, la señora Bonacieux había permanecido insensible a las seducciones vulgares; pero, en esa época sobre todo, el título de gentilhombre tenía gran influencia sobre la burguesía y D’Artagnan era geltihombre; además, llevaba el uniforme de los guardias que después del uniforme de los mosqueteros era el más apreciado de las damas. Era, lo repetimos, hermoso, joven, aventurero; hablaba de amor como hombre que ama y que tiene sed de ser amado; tenía más de lo que es preciso para enloquecer a una cabeza de veintitrés años y la señora Bonacieux había llegado precisamente a esa dichosa edad de la vida.
Aunque los dos esposos no se hubieran visto desde hacía más de ocho días, y aunque graves acontecimientos habían pasado entre ellos, se abordaron, pues, con cierta preocupación; sin embargo, el señor Bonacieux manifestó una alegría real y avanzó hacia su mujer con los brazos abiertos.
La señora Bonacieux le presentó la frente.
-Hablemos un poco - dijo ella.
-¿Cómo? - dijo Bonacieux, extrañado.
-Sí, tengo una cosa de la mayor importancia que deciros.
-Por cierto, que yo también tengo que haceros algunas preguntas bastante serias. Explicadme un poco vuestro rapto, por favor.
-Por el momento no se trata de eso - dijo la señora Bonacieux.
-¿Y de qué se trata entonces? ¿De mi cautividad?
-Me enteré de ella el mismo día; pero como no erais culpable de ningún crimen, como no erais cómplice de ninguna intriga, como no sabíais nada, en fin, que pudiera comprometeros, ni a vos ni a nadie, no he dado a ese suceso más importancia de la que merecía.
-¡Habláis muy a vuestro gusto señora! - prosiguió Bonacieux, herido por el poco interés que le testimoniaba su mujer-. ¿Sabéis que he estado metido un día y una noche en un calabozo de la Bastilla?
-Un día y una noche que pasan muy pronto; dejemos, pues, vuestra cautividad, y volvamos a lo que me ha traído a vuestro lado.
-¿Cómo? ¡Lo que os trae a mi lado! ¿No es, pues, el deseo de volver a ver a un marido del que estáis separada desde hace ocho días? - pregunto el mercero picado en lo más vivo.
-Es eso en primer lugar, y además otra cosa.
-¡Hablad!
-Una cosa del mayor interés y de la que depende nuestra fortuna futura quizá.
-Nuestra fortuna ha cambiado mucho de cara desde que os vi, señora Bonacieux, y no me extrañaría que de aquí a algunos meses causara la envidia de mucha gente.
-Sí, sobre todo si queréis seguir las instrucciones que voy a daros.
-¿A mî?
-Sí, a vos. Hay una buena y santa acción que hacer, señor, y mucho dinero que ganar al mismo tiempo.
La señora Bonacieux sabía que hablando de dinero a su marido le cogía por el lado débil.
Pero aunque un hombre sea mercero, cuando ha hablado diez minutos con el cardenal Richelieu, no es el mismo hombre.
-¡Mucho dinero que ganar! - dijo Bonacieux estirando los labios.
-Sí, mucho.
-¿Cuánto, más o menos?
-Quizá mil pistolas.
-¿Lo que vais a pedirme es, pues, muy grave?
-Sí.
-¿Qué hay que hacer?
-Saldréis inmediatamente, yo os entregaré un papel del que no os desprenderéis bajo ningún pretexto, y que pondréis en propia mano de alguien.
-¿Y adónde tengo que ir?
-A Londres.
-¡Yo a Londres! Vamos, estáis de broma, yo no tengo nada que hacer en Londres.
-Pero otros necesitan que vos vayáis.
-¿Quiénes son esos otros? Os lo advierto, no voy a hacer nada más a ciegas, y quiero saber no sólo a qué me expongo, sino también por quién me expongo.
-Una persona ilustre os envía, una persona ilustre os, espera; la recompensa superará vuestros deseos, he ahí cuanto puedo prometeros.
-¡Intrigas otra vez, siempre intrigas! Gracias, yo ahora no me fío, y el cardenal me ha instruido sobre eso.
-¡El cardenal! - exclamó la señora Bonacieux-. ¡Habéis visto al cardenal!
-El me hizo llamar - respondió orgullosamente el mercero.
-Y vos aceptasteis su invitación, ¡qué imprudente!
-Debo decir que no estaba en mi mano aceptar o no aceptar, porque yo estaba entre dos guardias. Es cierto además que, como entonces yo no conocía a Su Eminencia, si hubiera podido dispensarme de esa visita, hubiera estado muy encantado.
-¿Os ha maltratado entonces? ¿Os ha amenazado acaso?
-Me ha tendido la mano y me ha llamado su amigo, ¡su amigo! ¿Oís, señora? ¡Yo soy el amigo del gran cardenal!
-¡Del gran cardenal!
-¿Le negaríais, por casualidad ese título, señora?
-Yo no le niego nada, pero os digo que el favor de un ministro es efímero, y que hay que estar loco para vincularse a un ministro; hay poderes que están por encima del suyo, que no descansan en el capricho de un hombre o en el resultado de un acontecimiento; de esos poderes es de los que hay que burlarse.
-Lo siento, señora, pero no conozco otro poder que el del gran hombre a quien tengo el honor de servir.
-¿Vos servís al cardenal?
-Sí, señora, y como su servidor no permitiré que os dediquéis a conspiraciones contra el Estado, y que vos misma sirváis a las intrigas de una mujer que no es francesa y que tiene el corazón español. Afortunadamente el cardenal está ahí, su mirada alerta vigila y penetra hasta el fondo del corazón.
Bonacieux repetía palabra por palabra una frase que había oído decir al conde de Rochefort; pero la pobre mujer, que había contado con su marido y que, en aquella esperanza, había respondido por él a la reina, no tembló menos, tanto por el peligro en el que ella había estado a punto de arrojarse, como por la impotencia en que se encontraba. Sin embargo, conociendo la debilidad y sobre todo la codicia de su marido, no desesperaba de atraerle a sus fines.
-¡Ah! Sois cardenalista, señor - exclamó-. ¡Conque servís al partido de los que maltratan a vuestra mujer a insultan a vuestra reina!
-Los