Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
que él había retenido y que hallaba ocasión de meter.
-¿Y sabéis lo que es el Estado de que habláis? - dijo la señora Bonacieux, encogiéndose de hombros-. Contentaos con ser un burgués sin fineza ninguna, y dad la espalda a quien os ofrece muchas ventajas.
-¡Eh eh! - dijo Bonacieux, golpeando sobre una bolsa de panza redondeada y que devolvió un sonido argentino-. ¿Qué decís vos de esto, señora predicadora?
-¿De dónde viene ese dinero?
-¿No lo adivináis?
-¿Del cardenal?
-De él y de mi amigo el conde de Rochefort.
-¡El conde de Rochefort! ¡Pero si ha sido él quien me ha raptado!
-Puede ser, señora.
-¿Y vos recibís dinero de ese hombre?
-¿No me habéis dicho vos que ese rapto era completamente politico?
-Sí; pero ese rapto tenía por objeto hacerme traicionar a mi ama, arrancarme mediante torturas confesiones que pudieran comprometer el honor y quizá la vida de mi augusta ama.
-Señora - prosiguió Bonacieux - vuestra augusta ama es una pérfida española, y lo que el cardenal hace está bien hecho.
-Señor - dijo la joven-, os sabía cobarde, avaro a imbécil, ¡pero no os sabía infame!
-Señora - dijo Bonacieux, que no había visto nunca a su mujer encolerizada y que se echaba atrás ante la ira conyugal-. Señora, ¿qué decís?
-¡Digo que sois un miserable! - continuó la señora Bonacieux, que vio que recuperaba alguna influencia sobre su marido-. ¡Ah, hacéis política vos! ¡Y encima política cardenalista! ¡Ah, os venderíais en cuerpo y alma al demonio por dinero!
-No, pero al cardenal sí.
-¡Es la misma cosa! - exclamó la joven-. Quien dice Richelieu dice Satán.
-Callaos, señora, callaos, podrían oírnos.
-Sí, tenéis razón, y sería vergonzoso para vos vuestra propia cobardía.
-Pero ¿qué exigís entonces de mí? Veamos.
-Ya os lo he dicho: que partáis al instante, señor, que cumpláis lealmente la comisión que yo me digno encargaros y, con esta condición, olvido todo, perdono; y hay más - ella le tendió la mano- : os devuelvo mi amistad.
Bonacieux era cobarde y avaro; pero amaba a su mujer: se enterneció. Un hombre de cincuenta años no guarda durante mucho tiempo rencor a una mujer de veintitrés. La señora Bonacieux vio que dudaba.
-Entonces, ¿estáis decidido? - dijo ella.
-Pero, querida amiga, reflexionad un poco en lo que exigís de mí; Londres está lejos de Paris, muy lejos, y quizá la comisión que me encarguéis no esté exenta de peligro.
-¡Qué importa si los evitáis!
-Mirad, señora Bonacieux - dijo el mercero-. Mirad, decididamente, me niego: las intrigas me dan miedo. He visto la Bastilla. ¡Brrrr! ¡La Bastilla es horrible! Nada más pensar en ella se me pone la carne de gallina. Me han amenazado con la tortura. ¿Sabéis vos lo que es la tortura? Cuñas de madera que os meten entre las piernas hasta que los huesos estallan! No, decididamente, no iré. Y ¡pardiez!, ¿por qué no vais vos misma? Porque en verdad creo que hasta ahora he estado engañado sobre vos: ¡creo que sois un hombre, y de los más rabiosos incluso!
-Y vos, vos sois una mujer, una miserable mujer, estúpida y tonta. ¡Ah, tenéis miedo! Pues bien, si no partís ahora mismo, os hago detener por orden de la reina, y os hago meter en la Bastilla que tanto teméis.
Bonacieux cayó en una reflexión profunda; pesó detenidamente las dos cóleras en su cerebro, la del cardenal y la de la reina; la del cardenal prevaleció con mucha diferencia.
-Hacedme detener de parte de la reina - dijo - y yo apelaré a Su Eminencia.
Por vez primera, la señora Bonacieux vio que había ido demasiado lejos, y quedó asustada por haber avanzado tanto. Contempló un instante con horror aquel rostro estúpido, de una resolución invencible, como el de esos tontos que tienen miedo.
-¡Pues entonces, sea! - dijo-. Quizá, a fin de cuentas, tengáis razón: un hombre sabe mucho más que las mujeres de política, y vos sobre todo, señor Bonacieux, que habéis hablado con el cardenal. Y sin embargo, es muy duro - añadió - que mi marido, que un hombre con cuyo afecto yo creía poder contar me trate tan descortésmente y no satisfaga en nada mi fantasía.
-Es que vuestras fantasías pueden llevar muy lejos - respondió Bonacieux, triunfante - y desconfío de ellas.
-Renunciaré, pues, a ellas - dijo la joven suspirando-. Está bien, no hablemos más.
-Si al menos me dijerais qué tenía que hacer en Londres - prosiguió Bonacieux, que recordaba un poco tarde que Rochefort le había encomendado tratar de sorprender los secretos de su mujer.
-Es inútil que lo sepáis - dijo la joven, a quien una desconfianza instintiva impulsaba ahora hacia trás : era una bagatela de las que gustan a las mujeres, una compra con la que había mucho que ganar.
Pero cuanto más se resistía la joven, tanto más pensaba Bonacieux que el secreto que ella se negaba a confiarle era importante. Por eso decidió correr inmediatamente a casa del conde de Rochefort y decirle que la reina buscaba un mensajero para enviarlo a Londres.
-Perdonadme si os dejo, querida señora Bonacieux - dijo él ; pero por no saber que vendríais hoy he quedado citado con uno de mis amigos; vuelvo ahora mismo, y si queréis esperarme, aunque sólo sea medio minuto, tan pronto como haya terminado con ese amigo, vuelvo para recogeros y, como comienza a hacerse tarde, acompañaros al Louvre.
-Gracias, señor - respondió la señora Bonacieux ; no sois lo suficientemente valiente para serme de ninguna utilidad, y volveré al Louvre perfectamente sola.
-Como os plazca, señora Bonacieux - respondió el exmercero-. ¿Os veré pronto?
-Claro que sí; espero que la próxima semana mi servicio me deje alguna libertad, y la aprovecharé para venir a ordenar nuestras cosas, que deben estar algo desordenadas.
-Está bien; os esperaré. ¿No me guardáis rencor?
-¡Yo! Por nada del mundo.
-¿Hasta pronto entonces?
-Hasta pronto.
Bonacieux besó la mano de su mujer y se alejó rápidamente.
-¡Vaya! - dijo la señora Bonacieux cuando su marido hubo cerrado la puerta de la calle y ella se encontró sola-. ¡Sólo le faltaba a este imbécil ser cardenalista! Y yo que había asegurado a la reina, yo que había prometido a mi pobre ama… ¡Ay, Dios mío, Dios mío! Me va a tomar por una de esas miserables que pupulan por palacio y que han puesto junto a ella para espiarla. ¡Ay, señor Bonacieux! Nunca os he amado mucho, pero ahora es mucho peor: os odio, y ¡palabra que me la pagaréis!
En el momento en que decía estas palabras, un golpe en el techo la hizo alzar la cabeza, y una voz, que vino a ella a través del piso, gritó:
-Querida señora Bonacieux, abridme la puerta pequeña de la avenida y bajo junto a vos.
Capítulo 18 El amante y el marido
-¡Ay, señora! - dijo D’Artagnan entrando por la puerta que le abría la joven-. Permitidme decíroslo, tenéis un triste marido.
-¡Entonces habéis oído nuestra conversación! - preguntó vivamente la señora Bonacieux, mirando a D’Artagnan con inquietud.
-Toda entera.
-Dios mío, ¿cómo?