Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


Скачать книгу
qué habéis comprendido de lo que decíamos?

      -Mil cosas: en primer lugar, que vuestro marido es un necio y un imbécil, afortunadamente; luego, que estáis en un apuro, cosa que me ha encantado y que me da ocasión de ponerme a vuestro servicio, y Dios sabe si estoy dispuesto a arrojarme al fuego por vos; finalmente que la reina necesita que un hombre valiente, inteligente y adicto haga por ella un viaje a Londres. Yo tengo al menos dos de las tres cualidades que necesitáis, y heme aquí.

      La señora Bonacieux no respondió, pero su corazón batía de alegría y una secreta esperanza brilló en sus ojos.

      -¿Y qué garantía me daréis - preguntó - si consiento en confiaros esta misión?

      -Mi amor por vos. Veamos, decid, ordenad: ¿qué hay que hacer?

      -¡Dios mío, Dios mío! - murmuró la joven-. Debo confiaros un secreto semejante, señor. ¡Sois casi un niño!

      -Bueno, veo que os falta alguien que os responda por mí.

      -Confieso que eso me tranquilizarla mucho.

      -¿Conocéis a Athos?

      -No.

      -¿A Porthos?

      -No.

      -¿A Aramis?

      -No. ¿Quiénes son esos señores?

      -Mosqueteros del rey. ¿Conocéis al señor de Tréville, su capitán?

      -¡Oh, sí, a ese lo conozco. ¡No personalmente, sino por haber oído hablar de él más de una vez a la reina como de un valiente y leal gentilhombre.

      -¿No teméis que él os traicione por el cardenal, no es así?

      -¡Oh, no, seguro que no!

      -Pues bien, reveladle vuestro secreto y preguntadle si por importante, por precioso, por terrible que sea podéis confiármelo.

      -Pero ese secreto no me pertenece y no puedo revelarlo de ese modo.

      -Ibais a confiar de buena gana en el señor Bonacieux - dijo D’Artagnan con despecho.

      -Como se confía una carta al hueco de un árbol, al ala de un pichón, al collar de un perro.

      -Sin embargo yo, como veis, os amo.

      -Vos lo decís.

      -¡Soy un hombre galante!

      -Lo creo.

      -¡Soy valiente!

      -¡Oh, de eso estoy segura!

      -Entonces, ponedme a prueba.

      La señora Bonacieux miró al joven, contenida por una última duda. Pero había tal ardor en sus ojos, tal persuasión en su voz, que se sintió arrastrada a fiarse de él. Además, se hallaba en una de esas circunstancias en que hay que arriesgar el todo por el todo. La reina estaba tan perdida por una exagerada discreción como por una excesiva confianza. Además, confesémoslo, el sentimiento involuntario que experimentaba por aquel joven proector la decidió a hablar.

      -Escuchad - le dijo-. Me rindo a vuestras protestas y cedo ante vuestras palabras. Pero os juro ante Dios que nos oye, que si me traicionáis y mis enemigos me perdonan, me mataré acusándoos de mi muerte.

      -Y yo yo os juro ante Dios, señora - dijo D’Artagnan-, que, si soy cogido durante el cumplimiento de las órdenes que vais a darme, moriré antes de hacer o decir nada que comprometa a alguien.

      Entonces la joven le confió el terrible secreto del que el azar le había revelado ya una parte frente a la Samaritana. Esta fue su mutua declaración de amor.

      D’Artagnan resplandecía de alegría y de orgullo. Aquel secreto que poseía, aquella mujer a la que amaba, la confianza y el amor hacían de él un gigante.

      -Parto - dijo-. Parto al instante.

      -¡Cómo! ¿Partís? - exclamó la señora Bonacieux-. ¿Y vuestro regimiento-, vuestro capitán?

      -Por mi alma, me habéis hecho olvidar todo eso, querida Constance. Sí, tenéis razón, necesito un permiso.

      -Un obstáculo todavía - murmuró la señora Bonacieux con dolor.

      -¡Oh, ese - exclamó D’Artagnan, tras un momento de reflexión-lo superaré-, estad tranquila!

      -¿Cómo?

      -Iré a buscar esta misma noche al señor de Tréville, a quien encargaré que pida para mí este favor a su cuñado el señor des Essarts. - Ahora, otra cosa.

      -¿Qué? - preguntó D’Artagnan, viendo que la señora Bonacieux dudaba en continuar.

      -¿Quizá no tengáis dinero?

      -Quizá demasiado - dijo D’Artagnan, sonriendo.

      -Entonces - prosiguió la señora Bonacieux abriendo un armario y sacando de ese armario la bolsa que media hora antes acariciaba tan amorosamente su marido - tomad esta bolsa.

      -¡El del cardenal! - exclamó estallando de risa D’Artagnan que, como se recordará, gracias a sus baldosas levantadas no se había perdido una sílaba de la conversación del mercero y de su mujer.

      -El del cardenal - dijo la señora Bonacieux-. Como veis, se presenta bajo un aspecto bastante respetable.

      -¡Pardiez! - exclamó D’Artagnan-. Será una cosa doblemente divertida: ¡Salvar a la reina con el dinero de Su Eminencia!

      -Sois un joven amable y encantador - dijo la señora Bonacieux-. Estad seguro de que Su Majestad no será nada ingrata.

      -¡Oh, yo ya estoy bien recompensado! - exclamó D’Artagnan-. Os amo, vos me permitís decíroslo: es ya más dicha de la que me atrevía a esperar.

      -¡Silencio! - dijo la señora Bonacieux, estremeciéndose.

      -¿Qué?

      -Están hablando en la calle.

      -Es la voz…

      -De mi marido. ¡Sí, lo he reconocido!

      D’Artagnan corrió a lá puerta y pasó el cerrojo.

      -Que no entre hasta que yo no haya salido, y cuando yo salga, vos le abrís.

      -Pero también yo debería haberme marchado. Y la desaparición de ese dinero, ¿cómo justificarla si estoy yo aquí?

      -Tenéis razón, hay que salir.

      -¿Salir? ¿Y cómo? Nos verá si salimos.

      -Entonces hay que subir a mi casa.

      -¡Ah! - exclamó la señora Bonacieux-. Me decís eso en un tono que me da miedo.

      La señora Bonacieux pronunció estas palabras con una lágrima en los ojos. D’Artagnan vio esa lágrima y, turbado, enternecido, se arrojó a sus pies.

      -En mi casa - dijo - estaréis tan segura como en un templo, os doy mi palabra de gentilhombre.

      -Partamos - dijo ella-. Me fío de vos, amigo mío.

      D’Artagnan volvió a abrir con precaución el cerrojo y los dos juntos, ligeros como sombras, se deslizaron por la puerta interior hacia la avenida, subieron sin ruido la escalera y entraron en la habitación de D’Artagnan.

      Una vez allí, para mayor seguridad, el joven atrancó la puerta; se acercaron los dos a la ventana, y por una rendija del postigo vieron al señor Bonacieux que hablaba con un hombre de capa.

      A la vista del hombre de capa, D’Artagnan dio un salto y, sacando a medias la espada, se lanzó hacia la puerta.

      Era el hombre de Meung.

      -¿Qué vais a hacer? - exclamó la señora Bonacieux-. Nos perdéis.

      -¡Pero he jurado matar a ese hombre! - dijo D’Artagnan.

      -Vuestra vida está consagrada en este momento y no os pertenece. En


Скачать книгу