Ravensong. La canción del cuervo. TJ Klune
–Esto no… No puedo…
–No –susurró–. Supongo que no puedes.
–Mark –logré escupir, luchando por encontrar algo, cualquier cosa que decirle–. Volverá… volveremos. ¿Está bien? Vamos a…
–¿Es una promesa?
–Sí.
–Ya no creo más en tus promesas –declaró–. Hace mucho tiempo que no. Cuídate, Gordo. Cuida a mis sobrinos.
Y luego entró a la casa y la puerta se cerró tras él.
Bajé del porche sin mirar atrás.
Estaba sentado en el taller que llevaba mi nombre, con un pedazo de papel sobre el escritorio frente a mí.
Ellos no lo entenderían. Los quería, pero podían comportarse como idiotas. Tenía que decirles algo.
Tomé un viejo bolígrafo barato y empecé a escribir.
Tengo que irme por un tiempo. Tanner, quedas a cargo del taller. Asegúrate de enviar las ganancias al contador. Él se ocupará de los impuestos. Ox tiene acceso a todas las cosas bancarias, personales y del taller.
Lo que necesites, se lo pides a él. Si necesitas contratar a alguien para ayudar con el trabajo, hazlo, pero no contrates a ningún imbécil. Hemos trabajado demasiado duro para llegar a donde estamos. Chris y Rico, manejen las operaciones diarias. No sé cuánto llevará esto, pero, por las dudas, cuídense entre ustedes. Ox los necesitará.
No era suficiente.
Nunca sería suficiente.
Esperaba que pudieran perdonarme. Algún día.
Tenía los dedos manchados de tinta y dejé manchones en el papel.
Apagué las luces del taller.
Me quedé de pie en la oscuridad un rato largo.
Inhalé el olor a transpiración y a metal y a aceite.
Aún no había amanecido cuando nos encontramos en la calle de tierra que llevaba hacia las casas al final del camino. Carter y Kelly estaban sentados en el todoterreno, observándome a través del parabrisas mientras caminaba hacia ellos con la mochila al hombro.
Joe estaba de pie en la mitad de la calle. Tenía la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y las fosas nasales dilatadas. Thomas me había dicho una vez que por ser un Alfa estaba en sintonía con todo lo que estaba en su territorio. Las personas. Los árboles. Los ciervos en el bosque, las plantas meciéndose en el viento. Era todo para un Alfa, una sensación de hogar profundamente arraigada que no se podía sentir en ningún otro lugar.
Yo no era un Alfa. Ni siquiera era un lobo. Nunca quise serlo.
Pero comprendí lo que quiso decir. Mi magia estaba tan arraigada a este lugar como él. Era diferente, pero no tanto como para que importara. Él lo sentía todo. Yo sentía el latido del corazón, el pulso del territorio que se extendía a nuestro alrededor.
Green Creek estaba conectado a sus sentidos.
Y estaba grabado en mi piel.
Dolía partir, y no solamente por aquellos que dejábamos atrás. Existía una tensión física que el Alfa y el brujo sentían. Nos llamaba y nos decía aquí aquí aquí estás aquí aquí aquí quédate porque este es tu hogar este es tu hogar este es…
–¿Siempre fue así? –me preguntó Joe–. ¿Para papá?
Miré de reojo al todoterreno. Carter y Kelly nos observaban con atención. Sabía que nos estaban escuchando. Volví la vista hacia Joe y a su cara alzada.
–Creo que sí.
–Pero nos fuimos. Mucho tiempo.
–Él era el Alfa. No solo el tuyo. No solo el de tu manada. Sino el de todo. Y, entonces, Richard…
–Me secuestró.
–Sí.
Joe abrió los ojos. No brillaban.
–No soy mi padre.
–Lo sé. Pero no se supone que lo seas.
–¿Estás conmigo?
Vacilé.
Sabía lo que me estaba preguntando. No era formal, para nada, pero era un Alfa, y yo era un brujo sin manada.
Cuida a mis sobrinos.
Respondí la única cosa posible:
–Sí.
Su transformación ocurrió rápidamente, su cara se alargó, la piel se le cubrió de pelo blanco, las garras surgieron de las puntas de sus dedos. Y cuando sus ojos ardieron en llamas, echó la cabeza hacia atrás y cantó la canción del lobo.
DESTROZADO /
TIERRA Y HOJAS Y LLUVIA
Tenía seis años cuando vi por primera vez transformarse en lobo a un niño mayor.
–Es el hijo de Abel –susurró mi padre–. Se llama Thomas, y un día será el Alfa de la manada Bennett. Tú le pertenecerás.
Thomas.
Thomas.
Thomas.
Me tenía fascinado.
Tenía ocho años cuando mi padre tomó una aguja y quemó tinta y magia en mi piel.
–Te dolerá –me dijo con una expresión sombría en el rostro–. Te dolerá como nada te ha dolido antes. Sentirás que te estoy destrozando y, en cierto modo, tendrás razón. Hay magia en ti, niño, pero no se ha manifestado aún. Estas marcas te centrarán y te darán las herramientas necesarias para empezar a controlarla. Sentirás dolor, pero es necesario para quien debes convertirte. El dolor es una lección. Te enseña las formas de este mundo. Es necesario lastimar a los que amamos para hacerlos más fuertes. Para hacerlos mejores. Un día me entenderás. Un día serás como yo.
–Por favor, padre –supliqué, luchando contra las ataduras que me sujetaban–. Por favor, no hagas esto. Por favor, no me lastimes.
Mi madre quiso decir algo, pero mi padre sacudió la cabeza.
Ahogó un sollozo mientras la acompañaban fuera de la habitación. No miró atrás.
Abel Bennett se sentó junto a mí. Era un hombre fornido. Un hombre amable. Era fuerte y poderoso, con cabello oscuro y ojos oscuros. Tenía manos que parecían capaces de partirme en dos. Había visto cómo surgían garras de ellas, garras que habían destrozado la carne de aquellos que se habían atrevido a quitarle cosas.
Pero también podían ser suaves y cálidas. Me tomó el rostro entre ellas y con los pulgares me secó las lágrimas de las mejillas. Alcé la