Mariana. Luis Farías Mackey
Mariana
Luis Farías Mackey
© Luis Farías Mackey
© Mariana
ISBN papel: 978-84-685-4849-4
ISBN ePub: 978-84-685-4850-0
Editado por Bubok Publishing S.L.
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A Luis Rodrigo
Índice
ALFONSO
ENRIQUE
MARIANA
ESTEBAN
ENRIQUE
ESTEBAN
SOCORRO
ALFONSO
ESTEBAN
SOCORRO
ENRIQUE
ESTEBAN
EL PIÑÓN
DON MARIANO
MARIANA
FERDINANDO
ELÍAS
DON MARIANO
JOAQUÍN
EL PIÑÓN
MARIANA
CUCA
FERDINANDO
CUCA
EL PIÑÓN
CUCA
ALCIBÍADES
FERDINANDO
MARIANA
FERDINANDO
EL PIÑÓN
ALFONSO
ALFONSO
JOAQUÍN
ALFONSO
JOAQUÍN
ESTEBAN
JOSÉ
ALCIBÍADES
JOSÉ
MARIANA
ALEJANDRA
ENRIQUE
ALFONSO
ALCIBÍADES
ESTEBAN
MARIANA
DON FERDINANDO
ALFONSO
SOCORRO
MARIANA
MARIANA
Ciudad de México
Sábado 23 de octubre de 1999
04:19 horas
Los ronquidos de Raúl terminaron por desengañarla: no dormía. Acercó el reloj, las cuatro veinte y de Mariano Enrique, su hijo, ni sus luces. «¡Cómo puede ser tan desconsiderado!», pensó.
Se escurrió de la cama. ¡Qué diferencia con Raúl! Cuando éste se levanta, ya sea por la noche en sus idas al baño o de mañana al despertar, avienta las cobijas como El Santo lanzaba contra las cuerdas a Blue Demon, su enorme peso hace trepidar la cama y chanclea entre sonoras flatulencias hasta perderse en el vestidor. Ella, por el contrario, había logrado hacer del acto de levantarse un arte completo; un silencioso y recogido rito: no se levantaba, fluía, cual ánima que abandona el cuerpo. Todo había empezado por no despertar a Raúl, pronto se percató de que su sueño era difícilmente afectado, pero también, y más importante, que esa manera sutil, casi religiosa, de levantarse sosegaba su ánimo y hacía sus mañanas o madrugadas más gratas y apacibles, robando tiempos para sí, en silencio y oscuridad. En esos momentos estaba sola, más no en soledad; no era solitud lo que buscaba, sino recogimiento y libertad de estar consigo misma.
Ella había logrado hacer sus silencios por fuera y por dentro. A veces despertaba y pasaba horas meditando; otras, a oscuras, se recluía en la cocina y sus recuerdos. De día las preocupaciones y los agobios la alienaban, pero de noche era dueña absoluta de su tiempo y de su mente.
Con el mismo sigilo con que salió de la cama se enfundó en el pijama. Desde aquel día en Acapulco dormía desnuda, sólo en las noches de gran frío utilizaba la camisola del pijama, jamás el pantalón. Que ella recuerde, camisón usó, brevemente, la noche de bodas, la siguiente salió del baño con su pijama de pantalón y camisola, se paró frente a los azorados ojos de Raúl, deslizó el pantalón hacía el piso, la camisa por sobre su cabeza y como Dios la trajo al mundo —y se la habrá de llevar—, se introdujo bajo las sábanas. Tras voltearle los ojos para adentro a su marido, no tanto por el paseíllo cuanto por la faena, aquél jamás volvió a acusar repelo por la desnudez con que transitaba entre el baño y el tálamo conyugal.
Casi en la clandestinidad se escabulló de la habitación. La puerta de Mariano Enrique permanecía abierta, por su ventana se filtraba una alfombra brillante de luna llena. La casa dormía, respiraba sosiego; el aroma de las rosas subía desde la sala y acompañaba a las sombras soberanas. El rellano de la escalera era de una cerrazón impenetrable, pero los escalones refulgían a la luz nocturna que por la estancia se colaba; los subsecuentes se perfilaban sin delinearse del todo en la penumbra que desde el vestíbulo de la entrada se extendía; ya en éste, a la derecha, en el jardín, más allá de la sala donde veteaban plateados los reflejos de cristales y maderas, la enredadera del fondo brillaba en calidoscopio, a sus extremos una negrura hermética se derramaba de las paredes hacia el pasto argento dibujando