Este día importa. Carlos Cuauhtémoc Sánchez
marcas de piquetes en los brazos; su rostro se ve muy deteriorado, tal vez porque no ha comido bien o porque se la ha pasado haciendo tonterías.
Había neblina en el ambiente, como si la vegetación circundante estuviese haciendo un descarado intercambio térmico con el ecosistema. Aun así, las plantas no emitían el suficiente calor como para entibiar el aire.
—¿Tú lo buscaste sola? ¿No te ayudo tu papá?
—Al principio sí, pero mi abuelo enfermó y tuvo una agonía muy larga. Luego murió, y mi padre cayó en depresión. Se olvidó de todos. De mí, y, por supuesto, de su hijo menor.
El jovencito se acercó a nosotros trayendo consigo a la yegua. Era, en efecto, un chico de fisonomía particular. Delgadez enfermiza, tez pálida, profundas ojeras, cabello ralo y marcadas arrugas. Aunque tenía diecisiete años, si lo veías de lejos, su cuerpo enjuto y demacrado lo hacía parecer un niño de doce, pero, ya de cerca, su rostro deteriorado le daba la apariencia de un hombre avejentado.
—Amaia —inquirió—, ¿qué hago? El veterinario dijo que debíamos caminar a la yegua unos treinta minutos para que su intestino comience a moverse. ¿La llevo al bosque?
—No, Chava. Lo hacemos aquí en el ruedo. Acércate. Te voy a presentar a alguien.
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