Luna azul. Lee Child
El autobús aminoró la marcha, y después con un chirrido de frenos se detuvo en un semáforo, y la cabeza del hombre se sacudió hacia arriba, y pestañeó, y se tocó el bolsillo, y empujó el sobre más hacia dentro, donde nadie podía verlo.
Reacher se apoyó en el respaldo del asiento.
El tipo de la perilla se apoyó en el respaldo del asiento.
El autobús siguió avanzando. Había terrenos a ambos lados, espolvoreados de verde pálido por la primavera. Después aparecieron las primeras parcelas comerciales, para equipamiento de campo, y automóviles domésticos, todo desplegado sobre enormes superficies, con cientos de máquinas relucientes alineadas debajo de banderas y banderines. Después aparecieron parques empresariales, y un supermercado gigante de periferia. Después apareció la ciudad misma. Los cuatro carriles se redujeron a dos. De frente había edificios más altos. Pero el autobús se desvió a la izquierda y siguió por afuera, manteniendo una distancia amable por detrás de los distritos de altos ingresos, hasta que un kilómetro después llegó a la terminal. La primera parada del día. Reacher se quedó en su asiento. Su billete era válido hasta el final del recorrido.
El hombre del dinero se puso de pie.
Asintió más o menos para sí, y se subió los pantalones, y estiró hacia abajo su chaqueta. Todas las cosas que hace un viejo cuando está por bajar de un autobús.
Pasó del asiento al pasillo y avanzó despacio. Ningún bolso. Solo él. Pelo canoso, chaqueta azul, un bolsillo lleno, un bolsillo vacío.
El tipo de la perilla tuvo un nuevo plan.
Le vino de repente. Reacher prácticamente pudo ver los engranajes girando en la parte de atrás de su cabeza. Salieron tres cerezas en fila. Una secuencia de conclusiones basada en una cadena de suposiciones. Las terminales de autobuses nunca estaban en la parte bonita de una ciudad. Las puertas de salida darían a calles baratas, las partes traseras de otros edificios, quizás terrenos baldíos, quizás aparcamientos con parquímetro. Habría esquinas ciegas y aceras vacías. Habría alguien de veintipico contra alguien de setenta y pico. Un golpe desde atrás. Un robo simple. Pasaba todo el tiempo. ¿Cuán difícil podía ser?
El tipo de la perilla saltó del asiento y avanzó deprisa por el pasillo, siguiendo al hombre del dinero a dos metros de distancia.
Reacher se levantó y siguió a ambos.
DOS
El hombre del dinero sabía a dónde iba. Eso estaba claro. No miró alrededor para orientarse. Simplemente salió por la puerta de la terminal y dobló hacia el este y empezó a andar. Sin dudar. Pero también sin velocidad. Andaba despacio y con dificultad. Se le veía un poco inestable. Tenía los hombros caídos. Se le veía viejo y cansado y exhausto y desanimado. No tenía entusiasmo. Se le veía como si estuviera de camino hacia dos puntos con la misma falta total de atractivo.
El tipo de la perilla lo seguía a más o menos seis pasos de distancia, quedándose por detrás, manteniendo el paso lento, conteniéndose. Lo cual parecía difícil. Era un individuo delgado, de piernas largas, venido arriba de la emoción y la expectativa. Quería ir y hacerlo. Pero el terreno no era el correcto. Demasiado llano y abierto. Las aceras eran anchas. Más adelante había un cruce de dos calles de doble sentido, con tres coches esperando en el semáforo. Tres conductores, aburridos, mirando alrededor. Quizás pasajeros. Todos testigos potenciales. Mejor esperar.
El hombre del dinero se detuvo junto al bordillo. Esperando para cruzar. Apuntando justo al frente. Donde había edificios más viejos, con calles más estrechas en el medio. Más anchas que los callejones, pero al resguardo del sol, y cercadas a ambos lados por paredones feos de dos o tres pisos de alto.
Un mejor terreno.
La luz del semáforo cambió. El hombre del dinero cruzó con dificultad la calle, obedientemente, como resignado. El tipo de la perilla lo siguió a seis pasos de distancia. Reacher redujo el trecho que le separaba de él. Sentía que el momento estaba por llegar. El chico no iba a esperar toda la vida. No iba a dejar que lo perfecto se hiciera enemigo de lo bueno. Dos bloques más y listo.
Siguieron andando, en fila, separados, abstraídos. El primer bloque era apropiado por delante y hacia los lados, pero detrás de ellos todavía se encontraba muy abierto, por lo que el tipo de la barbita se quedó atrás, hasta que el hombre del dinero cruzó la calle transversal y estuvo ya en el segundo bloque. Que parecía adecuadamente discreto. Estaba en sombras a ambos extremos. Había un par de locales tapiados, y una cafetería abandonada hacía tiempo, y un asesor fiscal con vidrieras polvorientas.
Perfecto.
Momento de decidir.
Reacher supuso que el chico iría a por ello, en ese momento, y supuso que el arranque iba a estar precedido por una mirada nerviosa a todo su alrededor, incluyendo detrás, por lo que se mantuvo fuera de vista a la vuelta de la esquina de la calle transversal, un segundo, dos, tres, lo cual estimó que era suficiente para todas las miradas que una persona podría necesitar. Después salió y vio al chico de la barbita ya reduciendo la distancia hacia delante, apresurándose, cubriendo la brecha de seis pasos con una zancada larga y ansiosa. A Reacher no le gustaba correr, pero en esa ocasión tuvo que hacerlo.
Llegó demasiado tarde. El tipo de la barbita empujó al hombre del dinero, que cayó hacia delante dando un golpe pesado y desigual, manos, rodillas, cabeza, y el tipo de la barbita se abalanzó con un movimiento diestro e impecable, hacia dentro del bolsillo todavía en movimiento, y fuera de él de vuelta con el sobre. Que fue cuando Reacher llegó, corriendo de manera torpe, un metro noventa y cinco de hueso y músculo y ciento quince kilos de masa en movimiento, contra un chico delgado que justo entonces se estaba incorporando después de haberse agachado. Reacher se estrelló contra él con un giro y un descenso de hombro, y el tipo voló por los aires como un maniquí para pruebas de choque, y aterrizó deslizándose en un largo enredo de extremidades, mitad en la acera, mitad en la cuneta. El cuerpo se detuvo y el chico se quedó quieto.
Reacher se acercó y le quitó el sobre. No estaba sellado. Nunca lo estaban. Le echó un vistazo. El fajo era de más o menos dos centímetros de grueso. Un billete de cien dólares por arriba, un billete de cien dólares por abajo. Hojeó el fajo pasando el dedo. También un billete de cien en cada una de las otras posiciones posibles. Miles y miles de dólares. Podían ser quince. Podían ser veinte mil.
Echó la vista hacia atrás. La cabeza del viejo estaba levantada. Estaba mirando alrededor, aterrorizado. Tenía un corte en la cara. De la caída. O quizás le sangraba la nariz. Reacher levantó el sobre. El viejo lo miró. Trató de ponerse en pie, pero no pudo.
Reacher se acercó andando.
—¿Se ha roto algo? —dijo.
—¿Qué ha ocurrido? —dijo el hombre.
—¿Se puede mover?
—Creo que sí.
—Vale, dese la vuelta.
—¿Aquí?
—Boca arriba —dijo Reacher—. Después podemos hacer que se siente.
—¿Qué ha ocurrido?
—Primero necesito comprobar que usted está bien. Podría tener que llamar a la ambulancia. ¿Tiene teléfono?
—Nada de ambulancias —dijo el hombre—. Nada de doctores.
Cogió aire y apretó los dientes, y se retorció y se sacudió hasta ponerse boca arriba, como alguien en la cama cuando ha tenido una pesadilla.
Exhaló.
—¿Dónde le duele? —dijo Reacher.
—Por todas partes.
—¿Lo normal, o peor?
—Me imagino que lo normal.
—Todo bien entonces.
Reacher puso la mano por debajo de la espalda del hombre, con