Tú también vencerás. Jose Gonzalez

Tú también vencerás - Jose  Gonzalez


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      Tú también vencerás

      Jose||González

      TÚ TAMBIÉN VENCERÁS

      las afueras

      Créditos

      © Jose||González, 2021

      © de esta edición, Editorial Las afueras, 2021

      Av. Diagonal, 534, 2º 2ª

      08006 Barcelona

      www.lasafueras.com

      ISBN: 978-84-122440-4-5

      Diseño de la colección: Hermanos Berenguer

      Maquetación: María O’Shea

      Ilustración de la cubierta: Luis Seoane, Muchedumbre, 1969 (detalle). Fundación Luis Seoane

      © Herederos de Luis Seoane

      Faltan flores en nuestras vidas

      en los campos

      en las gentes en los campos

      en los paseos de flores de los campos de ciudad.

      Faltan flores

      en lo que antes eran flores sin cortar.

      Una vez maté a unos perros. Unos cachorros recién nacidos. Yo tendría dieciséis años por entonces. En aquel momento los maté por responsabilidad. Los maté porque por mi culpa, por no ceder y no haberla encerrado, aquella perra a la que adoraba se escapó varios días cuando tenía el celo, y aunque la busqué sin descanso para evitar lo que sucedió, era yo quien debía hacerse cargo de los pormenores. La suponía una más de las tareas por tener la suerte de cumplir con mi deseo de convivir con un perro, ese cuidado que conlleva aceptar todas las consecuencias. Los maté para dejar menos de los nueve que había dado a luz, para que ella no se debilitase, para ocultar un poco más el error.

      No siempre es allá lejos donde aparecen los cuerpos. Entre esas rocas puntiagudas, partidas, molidas y embarradas, segadas por el viento. Cinco perros muertos de un golpe a cada uno contra la pared. El abuelo me miró de un modo extraño cuando le conté esto. Yo lloraba mientras se lo iba diciendo y tal vez supurando la rabia y el desacierto de haber hecho algo así, aunque siempre ha sido una práctica habitual en los pueblos; pero el abuelo sabía que yo venía de otro sentido, que apenas podría matar a un animal para comer, de ese empeño por visualizar lo ancestral como retrógrado, pero que en verdad es todo una compleja contradicción que nos oprime las raíces. Se lo contaba a él porque mis padres solo llegaron a ver cuatro cachorros. No preguntaron si habían nacido más. Nunca hubiese desvelado nada, ni mucho menos hubiese permitido que finalmente fuese yo el victimizado.

      Lloraba porque lloré mientras los agarraba antes de golpearlos y no podía evitar llorar cada vez que lo recordaba y lo sentía como si estuviese repitiendo ese gesto violento, esa postura que busca finalizar con un golpe seco, con el corazón atrapado en ese instinto feroz. El abuelo me miraba y me seguía mirando aún cuando le pregunté por qué estaba llorando y no contestaba. Parecía que se mirase a través de mí. No tomó asiento ante su confusión porque ya ambos estábamos sentados en la galería, con las ventanas abiertas, mientras se colaba el abundante olor de los geranios de la terraza, que siempre se han cuidado y mantenido intactos en memoria de mi abuela.

      Tú podrías verlo de esa manera, como lo hace un hilo desdoblado que tropieza sobre el ojo de una aguja.

      Afuera siempre había un hombre sentado en un silla, fumando. Y allí pasaba las horas, cambiaba el hombre pero seguía la silla sosteniendo a un tipo sentado, delgado, con el pelo desaliñado, la nariz afilada con un grano por encima del labio. Así eran, como copias de sí mismos, los que vigilaban los barracones.

      Esa silla era como el refugio de un animal, allí no pensaban en sus hijos ni en sus padres ni en sus parejas o amigos; ni en esa sonrisa final hacia una madre, cuando te llenan la boca de piedras. Los tipos fumaban un cigarro tras otro, sobras de los pitillos de los soldados, hojas secas de zarzas, orégano silvestre que nacía en los desaguaderos, no importaba, no era el gusto lo que prevalecía a la hora de dejar pasar el tiempo. En su mayoría eran celibatos que los soldados iban recogiendo y a los que se les daba bien la mecánica o la construcción. En sus pueblos podrían haber pasado desapercibidos o más bien denostados, como raros o tontos.

      Sus orejas solían ser otro rasgo en común, un tanto aplastadas arriba, sobre el hélix, donde algún pelo o gorro solapaba la rareza. Nada más dejarse caer sobre aquellas sillas, con un simple balanceo, resolvían la liviandad de no estar luchando contra su propia existencia.

      Allí nadie les reprendía por hablar muy alto o con la boca torcida, por excesos de zetas sobre las eses, por posturas o gestos inconvenientes. No dudaban cuando debían golpear a alguien. A veces se remangaban los pantalones y ponían al sol sus piernas que parecían cruces, llenas de cicatrices por tropezar a diario contra los alambres oxidados. Pasaban la tarde ociosos, mirando a otros todavía más apestados que ellos, erguidos y firmes sobre unas improvisadas torretas de vigilancia.

      Dentro del barracón olía a sal. Olía al pescado salado que os tiraban por la trampilla de la puerta. Los labios se escarchaban por la salazón y la falta de agua. Llegasteis a beber vuestros propios orines y los rastros de rocío sobre los terrones de la tierra revuelta. Te llevaron una noche a cuestas hasta allí. Tus calcetines se acabaron de romper llenos de barro y de piedras pequeñas.

      Aquellos primeros días extrañabas algo tan inasible como la lluvia o los campos sin arar. Ansiabas un cristal empañado sobre el que pasar la mano con los nudillos plegados y mirar al frente. Sentías la necesidad de encontrar un trapo para limpiar el vaho y liberar la vista para que alcanzase todo el paisaje de tu infancia: los cerros, los olmos, las conversaciones de los ancianos frente al fuego, los girasoles a veces, las fábulas, el maíz balanceándose con sus mechones de pelo.

      Allí eras un prisionero. En ocasiones pensabas que te brindaban una manera de aprender a vivir, despojado de cualquier intención material. Aprender, tan pronto lo volvieses a tener delante, a mirar el fondo del río con paciencia, con el tiento adecuado, cada corriente, cada meandro. Aprender a leer sus desembocaduras como algo que mantiene el equilibrio de los cauces, pero también de sus orillas y alrededores. Cuando te imaginabas volando solías estirar los puños hacia adelante o pegarlos al torso; cometías la estupidez de imaginarte como un ser limitado, a imagen de tu propio cuerpo.

      A poca distancia, entre tantos presos, había alguien muy mayor con un moco líquido sobresaliendo de la nariz. Llega una edad en la que eso ya no preocupa, en la que se cree tener la medida de esa sensación húmeda, esa falta de decoro, de retraimiento, de saberse desplazado.

      A pesar de haber pasado por algunos contratiempos, nada había sido suficiente para hacer mella en tu memoria o para que dejases de pensar en qué sería lo conveniente. El ideal estaba y seguía ahí, vivo pero oculto por las circunstancias.

      —¿Qué es lo que más te llama la atención de la vida?— preguntó el viejo, sin apenas interés, murmurando.

      Contestaste a esa pregunta absurda por lo bajo, al rato, casi a su oído. El anciano, sorprendido, se incorporó asintiendo: «¡A mí también, sin ninguna duda!» Luego os quedasteis un buen rato mirándoos el uno al otro, sin nada que decir.

      Mientras atardecía observaste desde la junta de la pared a un gorrión tratando de llamar la atención de una gorriona. La gorriona iba y venía de su nido, buscaba y llevaba comida a sus crías. El gorrión la rondaba y se hinchaba, ahuecaba las alas y cantaba con fuerza. Algunos pájaros hacían su vida en los barracones, y eso te reconfortó durante muchos días. A través de ellos presentías la esperanza de llegar a un acuerdo, la posibilidad de la convivencia a pesar de la vulnerabilidad, de la desventaja de ser un preso o hacer un nido a espaldas de unos soldados armados. En una de las carreras de la gorriona trayendo provisiones, viste como el gorrión aprovechó su falta para meterse en el nido, y de pronto, ni te dio tiempo a dar una palmada


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