La vida como centro: arte y educación ambiental. Ana Patricia Noguera de Echeverri
Serres (1991), filósofo francés, ecólogo, politólogo, navegante, caminante, matemático y antropólogo, propone otra salida (política) del circuito de los discursos medioambientales internacionales: un cambio en la dirección de la cultura. Propuesta subversiva que, en tonalidad similar a la de Augusto Ángel, desenmascara aquello que constituye el suelo de la crisis ambiental: la crisis de una cultura y una civilización, que cree saber la hora gracias a la reducción del mundo de la vida al mundo del cálculo, la producción y la mercancía. Medirlo todo, reducirlo todo a dimensiones, analizar la naturaleza, cuando ella no se puede separar, explicar la vida, siendo ante todo enigmática y misteriosa, reducir a cuentas los procesos de la vida que sólo pueden ser comprendidos a partir de cuentos, relatos, narraciones; ha constituido el proyecto de modernidad. Sin embargo, Serres se atreve a proponer un nuevo contrato en sentido político: el contrato natural. Cree en la posibilidad de un orden jurídico instaurado por la Naturaleza y no por una concepción metafísica de la cultura.
Edgar Morin (2006) propone una reforma profunda –esta espistemológica y compleja– de nuestras maneras de pensar configuradas a partir de la ficción epistemológica sujeto-objeto, y del pensamiento logocéntrico, reduccionista y lineal. Reformar profundamente el pensamiento exige su descolonización. Pensar complejamente es también, asumir una posición subversiva ente el orden jerárquico, lineal, objetivista y matemático que ha pretendido explicar la crisis ambiental.
Lo común de Augusto Ángel Maya, Michel Serres y Edgar Morin, es que sin declararse decoloniales ni creadores de epistemes-sur, han buscado en el afuera del circuito sujeto-objeto, maneras –otras, ocultadas por el sujeto, el objeto o la verdad modernas, de pensar-nombrar-habitar la tierra–. En estas claves, pensar ambientalmente es pensar el devenir en tiempos geográficos complejos, de las densas relaciones entre los cuerpos entramados de la naturaleza biótica y los cuerpos entramados de la naturaleza cultural (simbólica) en sus mezclas, sus emergencias, sus afectaciones y efectuaciones (Noguera, 2004).
En bucle de complejidad creciente (Morin, 2006) el pensamiento ambiental se ocupa entonces de lo vivo y de la vida en tanto simbólico-biótica (Noguera, 2004). Sin límite entre lo uno y lo otro; sin reducción a lo uno o a lo otro, el pensamiento ambiental es simbólico en tanto manera singular de lo vivo pensado, signado, humanado, cultivado, cuidado y es biótico en tanto manera singular del devenir vida. No es posible el pensamiento ambiental en reducción. Este es más bien, metamorfosis de lo uno en lo otro, ambigüedad, multiplicidad y enigma. Es un pensamiento de la tierra. Un geopensamiento.
La Tierra, en tanto metamorfosis, en tanto transformación continua en la red de acontecimientos, es red de conexiones, plexo de plexos vitales que en su devenir, en su habitarse, y sólo en él enseña cómo habitar. El habitar (Serres, 2011) se convierte así en maneras de crear, transformar, estar, sentir: estesis; pregunta ethos, y conversación principal de las comunidades humanas, labor de lo humano colectivo, sentido estético-político del vivir en geocomunidad.
El escritor y poeta Antonin Artaud, nos regalaría una crítica al concepto de cultura, que nos invita a pensar en nuestras maneras de habitar la tierra:
Se habla de hombre cultivado y de tierra culta y ésto indica una acción, una transformación casi material del hombre y de la tierra. Se puede ser instruido sin ser realmente cultivado. La instrucción es una vestidura. La palabra instrucción indica que uno se ha revestido de conocimientos. […] La palabra Cultura, en cambio, indica que la tierra, el humus profundo del hombre, ha sido roturado (1984: 131).
Entonces, ser humano es ser humus de la tierra. Sin embargo, la humanidad occidental-moderna, nosotros, ¿estamos siendo humus de la tierra?, estamos cuidando la tierra, humus profundo del hombre?, habitamos poéticamente esta tierra?
Hölderlin-Nietzsche-Artaud: tres maneras del superhombre en la misma clave: retornar a la naturaleza, ser fieles a la tierra, aferrarse a ella, ser humus de la tierra, humus del hombre.
Sal de la Tierra, propondrá el fotógrafo Sebastião Salgado en el documental dirigido por Win Wenders y Juliano Ribeiro Salgado, su hijo, estrenado el 15 de octubre de 2014 en Francia.1 Ante las hambrunas producidas por la industrialización de la tierra y una injusta distribución de lo que produce, ante el horror de la guerra tecnológicamente refinada, ante la devastación producida por la insaciable voracidad del capitalismo, el maravilloso fotógrafo brasileño dedica su vida a caminar la tierra para hacerle un homenaje, para “comemorar”, dejar huella, construir otros mundos posibles, o simplemente develarlos (o dejarlos ocultos).
Como Hölderlin, Munch, Nietzche o Artaud, Salgado es el poema, el canto, el grito, el humus, la sal de la tierra. Bella potencia del pensar-construir-imaginar-poetizar-habitar, que el filósofo Martin Heidegger encontrara en la poesía de Hölderlin y en las pinturas de Van Gogh. La naturaleza comienza a romper los moldes impuestos por la matematización, el mecanicismo, la analiticidad, el positivismo y el neopositivismo, que consiguieron sin conseguirlo (he aquí una contradicción extraordinaria), controlar y dominar sus fuerzas, explotarla para fines industriales y mercantiles, devastarla para la producción biotecnológica de la vida misma como recurso industrial, mercancía y, finalmente, desolar la tierra. Desolar. Desalar. ¡Tantas maneras de comprensión tienen estas dos palabras! Desolar: retirar el sol; quitarlo, abandonar, dejar solo. Desalar: retirar las alas, retirar la sal; abandonar las alas; retirar el humus: deshumanizar. Juegos, pero no simplemente juegos de palabras acontecimentales, que sin embargo no logran nombrar el geocidio. Sólo el artista y el poeta logran nombrar lo innombrable sin nombrarlo. Tal vez porque la palabra poética no se agota en las definiciones. Como naturaleza que ella es, la palabra poética rompe todo molde; así, la exuberancia de la tierra es la exuberancia de la palabra poética. A fin de cuentas, ésta es la lengua de la tierra. Superar al hombre es abandonar la lengua que mata la tierra. ¿Cómo retornar a la tierra, cómo aferrarse a ella, cómo ser humus del humus profundo del hombre, sal de la tierra, matándola? La contradicción se torna abismo entre un pensar reductor de la naturaleza, y un pensar su exuberancia en la exuberancia misma del pensar, que es naturaleza.
Abismo
Gritos silenciosos de la tierra, bocas inmensas que se abren para que sus entrañas sean arrancadas sin dejar rastro: la devastación es abismal y enigmática. Emerge la noche, no la sagrada, la que llama a los hombres al placer, la dionisiaca, la femenina, la lunática; emerge la noche del abismo insondable, donde el llanto de la vida, su dolor, su tristeza, no cesan. Los hombres, como la tierra de la que estamos hechos, no cesan de trabajar eficientemente para devastar y devastarse. ¿Qué nos queda luego de haber perdido la tierra que nos vio nacer? ¡Lo que le hagamos a la tierra, nuestra madre y maestra, se lo hacemos también a sus hijos ya que ellos –nosotros– estamos hechos de tierra; ¡somos cuerpos-tierra! Los pueblos originarios, sabios y sensibles al dolor de la tierra han dicho de muchas maneras que el humano moderno está devastando y desolando la tierra. ¿Qué pasa con los hombres que como tierra y en el suelo sin fundamento, son devastados por devastar, sin saber que devastan la tierra de sus afectos?
En consonancia con el grito de la tierra, que es el grito de lo humano no atrapado en las redes de la industrialización del planeta, urge pensar lo humano como aquello que ama la tierra, la respeta y cuida. Si somos hijos de la tierra, es urgente una reforma profunda del pensamiento y un cambio en la dirección de nuestra cultura, como lo han propuesto los pensadores de la complejidad y la ecología profunda.
Nietzsche, de nuevo y siempre, advirtió en la voz de Zaratustra: “Crece el desierto. ¡Ay de quien alberga desiertos!” (tomo 2, 2000: 731). Y en el desierto creado por la mano del humano moderno ¿qué puede florecer? La miseria se extiende. Tanto los Hopis, maravillosa comunidad originaria del Sur de los Estados Unidos, como Nietzsche, expresan su inquietud creciente, frente a una humanidad y a una concepción de lo humano escindido de la naturaleza, dominándola de manera cada vez más atroz y en esa devastación, creando desiertos. Volver a pensar el humano que somos, exige entonces abandonar la megalomanía del concepto de Hombre construido por la burguesía europea durante los siglos xvii y xviii; asumir con humildad que somos