El siglo de los dictadores. Olivier Guez
Prefacio
Olivier Guez
La primera vez, fue en un tren, una noche de noviembre de 1984. Me desperté sobresaltado por unos ladridos. Entreabrí la cortina del compartimento, apenas una hendija. Grandes botas se movían frente a la ventana empañada y unos uniformes de color verde grisáceo patrullaban el andén, llevando perros con correas. Sus linternas registraban el tren hundido en las tinieblas. Algunos, en cuclillas, escrutaban los ejes; otros, los espacios entre los vagones, “buscando espías”, les dije a mis hermanas al día siguiente: yo tenía diez años. Acabábamos de entrar a la República Democrática Alemana, en camino a Berlín Oeste: era mi primer contacto con una dictadura y con un dictador: un anciano de cabellos blancos peinados hacia atrás, el rostro plácido, recortado por austeras gafas de carey. Un retrato gigantesco de Erich Honecker adornaba el andén de la estación desconocida.
La segunda vez, fue en Praga, cuatro años después, en el ocaso de la Guerra Fría. No recuerdo si la efigie del secretario general del Partido Comunista, Miloš Jakeš, se exhibía en los muros de la ciudad, pero me acuerdo de ese clima asfixiante, las personas esquivas y sus rostros nerviosos cuando les pedíamos alguna información anodina. El barrio del Castillo estaba patrullado por la policía y la milicia.
La tercera vez, fue en el trópico, en la primavera de 2002. Cuba moría de hambre, muchos vendían a sus hijas por un puñado de dólares a los turistas europeos, pero se dedicaban inmensos recursos a la propaganda del régimen. La isla estaba tapizada de íconos del Che, de eslóganes a la gloria de la Revolución, y algunos museos, a veces minúsculos, en las aldeas, reproducían la epopeya de Fidel y sus barbudos en la Sierra. El pasado, anterior a la Revolución, no existía, como si Cuba hubiera surgido de las aguas el 1º de enero de 1959, el día en que echaron a Batista. El 11 de abril de 2002 hubo un intento de golpe de Estado contra Hugo Chávez, el presidente venezolano, aliado del régimen. Fidel Castro pronunció un discurso de varias horas, como era su costumbre, que fue transmitido en directo por todas las televisoras y radios del país. Al día siguiente, las ocho páginas del Granma, el diario del Partido Comunista, se dedicaron a publicar el discurso completo del viejo dictador.
Entre Praga y La Habana, estudié en Londres. Cuando murió Deng Xiaoping, el 19 de febrero de 1997, corrí a ver a mi amigo Ammer, que vivía en el otro extremo del sexto piso de nuestra residencia. En la primera plana de Libération, el retrato en blanco y negro del Pequeño Timonel (1,52 m) era tan llamativo que se nos ocurrió una idea (lamentable): tapizar nuestro corredor con pósteres de dictadores. Así, durante meses, la puerta de mi cuarto exhibió el rostro de Sadam Husein. Nuestra colección de déspotas se parecía al índice de este libro… aunque faltaban los morenos y los negros: nuestra incorrección política (o más bien nuestra imbecilidad) tenía sus límites. La muerte de Deng Xiaoping clausuró un siglo XX sangriento y mortífero, enlutado por los crímenes de Hitler, de Mao y de Stalin, y de tantos autócratas, en todos los continentes.
Desde Pisístrato, el primer tirano de la Grecia arcaica, algunos hombres ejercen ferozmente su poder personal, fuera de todo control y toda ley, en contra de sus tribus. Existieron césares romanos, como los sanguinarios Calígula y Nerón, déspotas más o menos ilustrados, soberanos absolutistas y carniceros brutales como Qin Shi Huang, el primer unificador imperial de China, que enterraba vivos a los estudiosos confucianos, y de quien Mao se consideraba el heredero; o Muhammad Tughluq, sultán de Delhi, que destruyó su capital por puro gusto. Pero nunca proliferaron los dictadores como en el siglo pasado, como si el progreso y la técnica, sus dos matrices, se hubieran vuelto contra él. A mediados del siglo, el Estado moderno se basaba en una organización piramidal hiperestructurada y centralizada de tipo burocrático, que poseía el monopolio de la violencia “legítima” e instituciones onerosas y complejas, las telecomunicaciones y el complejo militar-industrial. Cuando ese aparato tentacular pasó a manos de los dictadores, se desencadenó la violencia con una intensidad sin precedentes.
Todos eran hombres. Insomnes, ascetas o sexópatas, impasibles o explosivos, a menudo de baja estatura (Kim Jong-il, Lenin, Stalin, Franco y Mussolini medían menos de 1,70 m), les encantaba pavonearse en uniforme, llenos de medallas y de títulos rimbombantes, con aire marcial, recelosos, siempre amenazantes. El Führer, el Duce, el Padre de los Pueblos, el Gran (y el Pequeño) Timonel, el Líder, el Caudillo, el Guía, el Benefactor o el Conducător… Todos ellos marcaron la historia del siglo XX: el siglo de los dictadores.
En su origen, no eran nada o casi nada. Iluminados, marginales, opacos; agitadores o militares frustrados, que hervían de impaciencia en acantonamientos de provincia: esos fracasados mitómanos y revanchistas nunca se habrían acercado al poder sin un empujoncito del destino. Los dictadores siempre surgen del caos –guerras, revoluciones, crisis económicas–. La Gran Guerra fue la matriz de la barbarie europea del siglo XX. Cuando estalló, Lenin, Hitler y Mussolini bendijeron al cielo. Cuando finalizó, derrotados o victoriosos, los combatientes que habían sobrevivido a cuatro años de fuego graneado, de bombardeos aéreos y ataques con gas en las trincheras, volvieron del frente desesperados, convencidos de que los habían engañado. El mundo viejo –la “civilización de las costumbres”, de la que hablaba Norbert Elias–, regulado por siglos de civilidad aristocrática, se dislocó. Inmediatamente, en Rusia y después en Italia, algunos años más tarde en Alemania y en casi toda Europa central, después de la Gran Depresión que arruinó a millones de personas y provocó el derrumbe de las repúblicas condenadas a desaparecer, en todas partes, existía el mismo panorama (incluso en España, país que no había participado en la guerra, y hasta en China, en un contexto diferente): desempleo, inflación, descomposición política, anarquía, ajustes de cuentas (que a veces llegaron a la guerra civil), impotencia de las autoridades. Se imponía un salvador carismático. Las masas, compuestas de individuos furiosos y amargados, estaban listas para el gran vuelco. “En un mundo siempre cambiante e incomprensible, las masas habían llegado al punto en que creían al mismo tiempo en todo y en nada, pensaban que todo era posible y que nada era verdadero”, escribió Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo. A mediados de los años 30, más de la mitad de los Estados europeos estaban dirigidos por déspotas. La guerra total extendió su imperio.
El segundo siglo XX comenzó en los escombros del Berlín nazi. En Europa central y oriental, la Unión Soviética impuso su socialismo totalitario y sus marionetas (salvo en Yugoslavia y en Albania), a la cabeza de las naciones que había conquistado. Destruyó los efímeros sueños de emancipación de Hungría, Checoslovaquia y Polonia. Allí, los dictadores se perpetuaron hasta la caída del Muro.
En Asia, en África y en América Latina, la Guerra Fría y la desintegración de los imperios coloniales fueron los catalizadores de una segunda ola, más roja que negra. Se sucedieron las revoluciones y los golpes de Estado: de las ruinas de la descolonización surgieron hombres “fuertes”, que confiscaron la independencia de sus países, acoplándolos a una de las dos superpotencias. Los Estados Unidos apoyaron a Pinochet, Stroessner, Mobutu y los Duvalier; la Unión Soviética, a Ásad padre, Sadam Husein, Castro y Gadafi. Fueron peones en el gran tablero de su padrino, al que apoyaban en el Consejo de Seguridad de la ONU. A cambio, les garantizaban la estabilidad de su régimen y tenían toda la libertad