Comida y libertad. Carlo Petrini
RECORRER LOS CAMPOS
«Recorrer las tabernas», «recorrer las bodegas», «recorrer la tierra» o «recorrer los campos» solía decir, y sobre todo escribir, Luigi Veronelli6, uno de los pocos maestros que tuvo mi generación de gastrónomos —y, por tanto, de forma más o menos directa, también las siguientes— y al que debemos el surgimiento de nuestra pasión, nuestra voluntad de indagar y profundizar, el mérito de nuestros propios descubrimientos. Aquellas expresiones que tanto le gustaban se convirtieron para nosotros, desde el primer momento, en una misión.
Antes, sin embargo, hubo una etapa de formación que nos permitió comprender, entrenar los sentidos; reconocer, primero, las características del producto y, luego (nos dimos cuenta enseguida), todo lo que lo rodeaba en términos de contexto territorial, todo lo que tenía por detrás en términos de humanidad y todo lo que tenía por delante en cuanto a potencial de futuro. Nos apuntamos a los férreos cursos de cata de L'Ecole des Vins de Bourgogne, y, durante toda la primera mitad de la década de 1980, completamos la formación en La Morra, asistiendo a los cursos de Massimo Martinelli en la bodega municipal. Los sentidos en alerta, listos para ser educados, para percibir gustos y realidades: fue este el principal bagaje que llevábamos con nosotros cuando empezamos a recorrer las Langhe, al principio, y toda Italia más tarde. Estábamos ávidos de paisajes y bodegas, de viñedos y viticultores, de encontrar diferencias entre las tierras y entre los seres humanos que las trabajan. Nos lanzábamos a descubrir un mundo nuevo en coches que con el tiempo estaban cada vez más destartalados y escacharrados. Teníamos que tomar unos desvíos larguísimos, incómodos y forzosamente slow, para poder sentarnos a aquellas mesas acerca de las que habían escrito maestros y amigos, para intercambiar ideas alrededor de algún mito de la restauración o para descubrir una nueva taberna de la que nos había hablado algún productor. A veces nos saltábamos la comida —un sándwich y punto, como mucho— para poder permitirnos una cena mejor; y, mientras tanto, nuestro repertorio de bodegas visitadas, de menús disfrutados y seres humanos unidos por la gastronomía iba creciendo en las libretas de notas y en los cuadernos de degustación. Nuestra red de amigos se ampliaba y con ella también el número de socios de Arcigola. En nuestros viajes llevábamos siempre un cuaderno con papel de calco para tramitar nuevas suscripciones.
Recorríamos los campos de Italia y disfrutábamos de su cultura material. Beber y comer en el lugar de producción, en compañía de los propios artífices, cambiaba la perspectiva. Aquel «recorrer» de Veronelli no era otra cosa que liberar la gastronomía de los límites del placer estéril, una autocoacción elitista y, en el mejor de los casos, ligeramente esnob respecto al trabajo de quien producía aquel pan bendito y respecto al cuidado del lugar en el que el producto crecía, se criaba o se transformaba. Tal vez no éramos aún del todo conscientes de ello, pero relacionarnos con los agricultores, los taberneros y los viticultores en su casa significaba revolucionar la gastronomía. Liberarla, después de casi dos siglos desde su nacimiento en la forma moderna, a fin de que abrazara otros elementos fundamentales de nuestra existencia, como la sociabilidad y la camaradería, como la salubridad del aire, del agua y de la tierra, como la memoria y la historia, la supervivencia y la salvaguarda de nuestros territorios: la belleza y el buen vivir en el sentido más pleno de la palabra, el saber que no se deja maniatar por la encarnizada especialización que reina en los templos oficiales del conocimiento.
En compañía de Gigi Piumatti —que más adelante sería el editor de la guía Vini d’Italia [Vinos de Italia], publicada, primero, por Arcigola y, luego, por Slow Food en coedición con Gambero Rosso desde 1988 hasta 2009—, nos dejábamos orientar por el Catalogo Bolaffi dei vini d’Italia firmado por el propio Veronelli, y fue así como conocimos personalmente a todos los grandes de nuestra etología. Recorríamos la península de punta a punta con el coche, haciendo largos turnos al volante, y, según avanzábamos, el maletero se iba llenando de compras y materias primas para los eventos y degustaciones que organizábamos desde Arcigola y que acabarían convirtiéndose en los Comicios Agrarios o en el Congreso Internacional de los Vinos Piamonteses de 1990, dos momentos que marcaron una ruptura con el pasado. Nos encontrábamos con las viejas glorias del vino, gente por lo general huraña, pero que se mostraba dispuesta a abrirse tan pronto comprobaba que nuestra pasión era genuina y que nuestro conocimiento era auténtico, aunque rudimentario. En Piamonte nos animaron a recopilar testimonios y a marcar en el mapa las fronteras geográficas entre los distintos pagos (sorì, en dialecto piamontés), un trabajo que unos años después resultó muy útil para publicar el primer (y único) Atlante delle grandi vigne di Langa [Atlas de los grandes viñedos de las Langhe] (Arcigola Slow Food Ed., 1990). Además, también entrábamos en contacto con las «jóvenes glorias», la nueva generación que, a menudo en conflicto con los padres, fue protagonista del renacimiento tras el escándalo del vino con metanol. Fue una época excepcional, aquella de la segunda mitad de los 80 y principios de los 90: desde las Langhe, los barolo y los barbaresco empezaron a competir con los mejores vinos del mundo —franceses en su mayoría—, en Toscana proliferaron variedades y etiquetas míticas, y el resto de regiones iniciaron, gracias a algunos productores ilustrados y especialmente hábiles, un camino que en muchos casos las llevaría a destacar en la escena internacional. Partiendo de una incesante búsqueda de la calidad, algunos viñedos autóctonos, hasta entonces poco considerados o casi desconocidos, expresaron todas sus potencialidades, conquistaron paladares en todas las latitudes y trajeron el desarrollo y bienestar económico a los mismos viticultores que en 1986 habían estado al borde de la quiebra.
Es importante recordar esta rapidísima transición que hizo la enología italiana desde prácticamente el anonimato hasta el éxito porque también fue una liberación. Tal vez la primera, de la que se derivaron muchas otras. Liberación de la pobreza (sobre todo en las Langhe, seguían muy vivas en la memoria de todos las penurias vividas por sus antepasados agricultores, tanto en tiempos de guerra como en los años sucesivos), liberación de unas condiciones poco sólidas y felices, pero también liberación de nuevas energías. Rechazar la idea de un placer que no tiene más fin que él mismo, y asumir que la prosperidad del territorio y de las personas es parte integrante del valor del producto enológico, nos llevó a pensar que lo mismo podía ocurrir en el caso de un jamón, un tipo de pan, una variedad autóctona de fruta o verdura, o un queso. Así, a lo largo del camino íbamos conociendo a carniceros, panaderos, hortelanos y pastores. Se organizaban degustaciones comparadas de alimentos, tomando como modelo las del vino, y se llevaba a estas personas a presentar sus productos ante un público de gourmets o simples curiosos que, quizá, se habían apuntado al evento solo para darse un buen homenaje, pero que al final regresaban a casa con alguna noción añadida, alguna idea que proponer en su propio contexto local, una nueva pasión o, tal vez, una nueva forma de entender la comida. Y, por tanto, de consumirla.
Recorrer los campos dejó de significar recorrer nada más que los viñedos y se convirtió en un recorrer la tierra entera. La gastronomía se liberaba y se nos presentaban posibilidades casi inéditas, que llevaban más de cien años adormecidas, desde el nacimiento de la ciencia gastronómica con Brillat-Savarin. ¡Qué reduccionista era limitarnos al acto de la degustación, igual que unos animales sensibles y educados, sin conjugarlo con un saber más completo y complejo sobre los territorios! La gula ya no aportaba tantas satisfacciones, y el significado de bon vivant empezaba a cambiar. Ya no era suficiente «recorrer» los restaurantes, como hacían la mayor parte de los que se proclamaban gastrónomos.
Había que romper la jaula, dar a conocer a todo el mundo —y sobre todo, a los que iban a encargarse de ello por su función institucional— el tesoro que teníamos entre manos, sobre el que estábamos sentados, que dormía a pocos kilómetros de nuestras casas, a menudo dentro de los límites de nuestras ciudades y pueblos. Y, a propósito de placer, no había nada más placentero ni liberador que esa nueva forma, mucho más profunda, de convivir, de asistir al crecimiento de un compacto tejido de relaciones humanas en Italia y en el mundo, de compartir ideas y proyectos. Era lo que un día llegaríamos a llamar «la red».
6 Luigi Veronelli (1926-2004) fue un enólogo, cocinero, gastrónomo, escritor