Factbook. El libro de los hechos. Diego Sánchez Aguilar

Factbook. El libro de los hechos - Diego Sánchez Aguilar


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no es de eso de lo que quería hablar. Quiero decir que, si hay que hablar de mi alma, de la relación entre mi alma y la marihuana, o el hachís, el THC, en definitiva, lo importante no eran esas risas. Porque, si hay que hablar de la verdad de la marihuana, hay que hablar del silencio y no de las risas; de la soledad, y no de amigos cuyos rostros ya no soy capaz de recomponer. El ritual era siempre el mismo: yo en una habitación, la marihuana y la música. Y da igual el paso del tiempo, no importa que fuera mi habitación adolescente de Ávila o mi habitación del piso de estudiantes de Malasaña, o el piso de Rosa, o el apartamento que acabo de dejar atrás para siempre; y daba igual que sonara Pearl Jam o Jimmy Hendrix, la Velvet, Bowie, Joy Division o Godspeed you black emperor o Radiohead, daba igual, porque de lo que se trataba era de entrar en ese reino donde la música sonaba en lugares de mí mismo donde no podía sonar sin la ayuda de la marihuana, y era ahí, en ese reino, donde yo, esta voz, por fin desaparecía. Y cuando estaba así, perdido en los surcos abstractos y profundos que la droga abría en aquellos discos, siempre tenía mis visiones artísticas, porque yo era un genio, eso lo decía todo el mundo. Y la mayoría de las veces esas visiones eran grandiosas películas en las que podía resumir el sentido del tiempo y del universo todo; películas que nunca rodaría en las que el mundo en su totalidad y en su particularidad aparecía retratado de una forma magistral y única; y había leído Esculpir en el tiempo de Tarkovski unas doce veces y pensaba que yo era el agnóstico sucesor del ruso y que, antes o después, seguramente después, porque no había prisa, el mundo se daría cuenta de mi inmenso talento; y realmente no había ninguna prisa porque las visiones estaban ahí, yo las tenía, y eso ya me bastaba para sentirme satisfecho: podía vivir horas dentro de esa nube de autocomplacencia en una visión artística completamente vacía e inexistente que solo servía para decirme a mí mismo que era alguien con talento. Porque esa sensación de poseer todo que aparece cuando no tienes que intentar hacer nada, esa pureza en la que, sin crear nada, alcanzabas las inefables cimas de creación increada, eran una droga también y, aunque nunca rechazaba una fiesta ni una reunión social, en las que podía tomar otro tipo de sustancias, en realidad yo estaba siempre deseando llegar a mi casa y encerrarme en ese silencio musical donde flotaban las imágenes que yo pensaba que eran mi arte y que no eran más que un refugio donde me regodeaba en mi talento, donde disfrutaba de esos éxtasis artísticos inanes, estériles, que solían desembocar al final, cuando desaparecía el efecto de la marihuana, en una sensación de vacío inmensa. Y el vacío no era porque hubiera desaparecido el efecto de la droga, ni porque la música de repente empezara a sonar vulgar, plana; era un vacío porque era yo el que había vuelto, porque era mi mundo real, sin talento, sin arte alguno, el que había vuelto.

      Y, por eso, decía que no tiene mucho sentido recordar esas escenas costumbristas de Ávila y aquellos amigos. Y creo que, si ahora me he acordado de eso, tiene que ser por un rollo nostálgico que seguramente será un mecanismo de defensa, un instinto de supervivencia antes de que El Proceso termine con mi cadáver congelado. Y me pregunto también si todos mis compañeros, las otras trece personas que han cenado conmigo hace un rato, están, como yo ahora, escribiendo cosas de su pasado, recibiendo de repente recuerdos que creían perdidos para siempre. Porque todo eso que he contado no es más que pura y miserable nostalgia, y nada tiene que ver con mi alma, ni con nada que pueda explicar cómo soy, cómo he sido. Nada que pueda tener sentido leer en el caso de que realmente esto funcione y yo pueda volver a ver estas páginas dentro de muchos años.

      6

      –El caso de Factbook es mucho más complejo, desde luego.

      –Sí, funcionaba así, más o menos. Pero era una red social rudimentaria, anticuada. Por ejemplo: no servía para ligar, ni para compartir aficiones, ni para presumir de cuerpo, de novia, de vida, de ropa, no sé, todas esas cosas para las que la gente usa su Facebook o su Instagram. Quiero decir, joder, que ni siquiera se podían subir fotos, imágenes, vídeos. Nada. Solamente se podía poner texto.

      –Sí, perdone. Han sido muchos meses de trabajo con Factbook, una cantidad incontable de horas de lectura de esos mensajes. Noches de insomnio llenas de teorías absurdas. Trabajo más allá del trabajo. Un infierno.

      –Pues no, la verdad es que todavía no sé exactamente para qué servía. Ahí está la cuestión. Quiero decir que, en realidad, para la gente que tiene mi edad, para los que crecimos sin internet y hemos visto aparecer y proliferar las redes sociales, entender de verdad el sentido de todas ellas es bastante complicado. Pero bueno, uno se ha ido acostumbrando a las redes normales, y las comprende, más o menos, ¿no? Yo me he pasado media vida fisgando en ellas, leyendo guasaps, tuits, estados de Facebook, de todo. Y ya no pensaba en qué sentido tenían esas redes. Lo había asumido.

      –Pues eso, ya sabe. Que la gente está sola. Que la gente está sola y quieren sentirse parte de algo. Quieren compartir sus aficiones, sus opiniones políticas, vitales. Quieren mostrar al mundo lo que están comiendo, la música que están escuchando, el libro que están leyendo, lo guapos que son sus hijos, y todo eso. Lo había normalizado. Ya no pensaba en el formato, en el sentido general. Solamente buscaba lo que se me pedía en ese bosque de mensajes, y punto. Era mi trabajo.

      –No. Con Factbook, todo el tiempo estaba pensando en el concepto, en qué quería esa gente, para qué servía. Y eso me fatigaba, me dejaba exhausto. Llegaba a mi casa y no podía dormir. No entendía nada. Y no entender agota. Hace que todo se tambalee. Quiero decir, tu propia vida. No es como lo de los ufólogos. Que fue una decepción, pero nos reímos, al final. Eran unos locos. Unos colgados, y nada más.

      –Luego le cuento eso, si tenemos tiempo. Creo que le será de ayuda, para entender cómo trabajamos aquí. Un trabajo normal, quiero decir, no como lo de Factbook y el toro.

      –Con Factbook era distinto, porque no entender a esa gente, no entender esos mensajes, no saber para qué se había creado, cómo crecía, por qué cada vez se unía más gente, qué beneficios obtenían…, eso era demasiado. No era solamente un fracaso laboral, ¿sabe? La cuestión es que me miraba a mí mismo de otra manera. Miraba a mi mujer, a mis hijos, de otra manera, no sé si me explico. Tampoco sé si eso le interesa a usted, si le servirá de algo en su investigación. Pero era así. El mundo se tambaleaba, todo parecía irse a la mierda. Y yo también. Mi mundo también, y no sé si era culpa de Factbook o de todo lo demás, pero así era.

      –Sí, a todos, absolutamente a todos. Hubo una contratación masiva. Cientos de “analistas” se contrataron después del primer asesinato.

      –Sí, el primero fue el Presidente del FMI.

      –Y apareció esa pintada junto al cuerpo ahorcado, y todo el mundo empezó a preguntar qué era eso de Factbook¸ y nadie tenía ni idea, y la gente que se suponía que tenía que saberlo no lo sabía, y hubo muchas explicaciones tartamudas, y muchas excusas mal planteadas, y muchos gritos detrás de puertas inútilmente cerradas para que no escucháramos cómo nuestros jefes eran humillados por sus jefes, esos que nunca aparecían por aquí, y cuando aparecían todos nos callábamos y esperábamos a que estuvieran ya bien lejos para mirarnos de reojo y levantar las cejas y susurrar sus nombres, como adivinando, como si fueran seres que rara vez se manifestaban en el mundo de los mortales como nosotros.

      –Sí, claro, la prioridad era encontrar la relación entre Factbook y los asesinatos de los toros de Osborne. El terrorismo era nuestro campo de investigación principal. Y todo se trató como una investigación terrorista desde el principio. Los de arriba estaban muy nerviosos. Querían resultados inmediatos, contundentes. Hacíamos jornadas infinitas, de doce, de quince horas.

      –No. No. Ahora teníamos que leer todos los mensajes de Factbook. Todo lo que estuviera escrito en esa red era, en sí mismo, sospechoso. Y dependía de nosotros la clasificación de los mensajes, valorar la peligrosidad. Teníamos que elegir a determinados usuarios. Señalarlos, para que luego la policía los investigara. Era un trabajo agotador. A mí todos me parecían terroristas en potencia. Absolutamente todos. No entendía el sentido de lo que decían, no entendía por qué lo hacían, cuando sabían, debían saberlo, que estaban siendo vigilados. Cada una de las palabras que escribían


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