Firma con mi nombre. Héctor Caro Quilodrán
por orden de los acreedores.
«Des-pe-di-do». Por esa palabra dicha así se han cometido muchos crímenes. Se lo dije a Agustina sin ocultar mi impotencia y agregué:
—Ya no hay trabajo por aquí.
Y ella me respondió como si la distancia no existiese:
—Busquemos más lejos.
—Juan Manuel, la muerte de don Germán me hizo escribir mi única carta. Fueron unas pocas líneas garrapateadas con lápiz y saliva. Mi letra no era mala, pero me había ejercitado solo con mi firma. Cuando me faltaron palabras, eché al sobre la foto de la Pascuala. Esa yegua me llevó a Santiago cuando yo era jovencito a celebrar el centenario de la Independencia, el año 1910. Como ella me agrandó el mundo, le di las gracias, sacándole toda su belleza desde la tusa a la cola, delante de ministros y embajadores. El público aplaudió. Nos ganamos -ella para ser justo- la Medalla de Oro al mejor exponente de su raza. Nos sacaron una foto, -la misma que eché al sobre- y su nombre y el mío salieron en el diario.
Esperamos al cartero comiéndonos una gallina tras otra. Félix Candia, mi vecino de más abajo, llegó con una carta a las cuatro semanas. No la abrí, se la pasé a Agustina. ¿Sabes qué hizo? Anticipó la respuesta con el brillo de los ojos.
—Juan, una carta pesada trae siempre noticias importantes —dijo— La yegua te trajo suerte.
Fui feliz donde al administrador.
—Me voy —le dije.
—Para eso necesitas un salvaconducto.
Su respuesta sonó como una amenaza. Mi ignorancia era tal que no sabía nada del mentado papel. En esa época era así, no sé si lo seguirá siendo.
Cuando nos fuimos, una sola estrella despedía la noche. Una gota de rocío cayó en el dorso de mi mano que sequé con mis labios para llevarme el gusto del cielo de esa madrugada. Faltaba Lucinda, no la desperté, debe haber estado en medio de un sueño, uno de esos que dejan al cuerpo en calidad de despojo porque pesaba demasiado cuando la deposité en las frazadas.
« Soñaba que me caía por un abismo, pero alguien me salvaba con sus brazos», recordó Lucinda. Luego enhebró la aguja y siguió cosiendo solo por probar a la vieja Singer .
Las ruedas de la carreta aplastaron las sombras. Agustina, silenciosa, no se volvió a echarle una última mirada a la que fue su casa. Yo sí, la vi entumida debajo de un árbol como una gallina echada con sus pollos. Cuando aclaraba, divisamos el tejado del retén.
—¿Traes el salvoconducto, Juan? —preguntó Agustina.
Lo llevaba calientito en el pecho. Apenas nos detuvimos, salió el sargento. No vi por ningún lugar al cabo Segura, era buena persona y lo eché de menos. Detrás del sargento, para mi sorpresa, apareció el administrador. Ese hombre no dormía, estaba en todas partes.
—¿El salvoconducto? —inquirió el uniformado.
Se lo alcancé. El papel salió latiendo de mi pecho.
—Leo que el ciudadano Juan José Dinamarca Avello posee un buey negro con una mancha blanca en la paleta y la segunda en la frente, y otro animal colorado.
—Así es, mi sargento.
—También es dueño de un potrillo alazán.
—Ahí va amarrado a la carreta.
—¿Qué lleva la carreta?
—Mis aperos, la montura, utensilios de cocina, ropa de cama. Mi hija duerme entre las frazadas.
—Que acredite la propiedad de los animales —sacó la voz de repente el administrador.
—Son míos —¿Qué otra cosa podía decir?
—No basta —aseguró el sargento—. ¿Dónde están las marcas?
Las iniciales JD estaban un poco perdidas en la pelambre de los bueyes, pero estaban.
—¿Y las del potrillo?
—No tiene marca, es muy nuevo —respondí.
—No sé por qué, Juan Manuel, no le puse la marca. Me olvidé, o no le quise quemar la piel tan temprano, o tal vez fue por otra cosa.
—Si no tiene marca, es de la hacienda —afirmó el administrador con ceño duro y apuntándome con el dedo—. Él es el amansador, sargento, el fresco lo quiere hacer pasar como suyo. No es el primer caso ni será el último.
Lo dijo como si leyera un papel. Cambió de tono para agregar:
—Uno más que se aprovecha de la muerte de don Germán Gómez.
—Es mío —repetí—, hijo de mi yegua.
—¿Dónde está la yegua? —preguntó el sargento, levantando las cejas.
—La vendí para comprarme el colorado.
—Si no tienes prueba, el animal queda retenido.
Vi el cañón de mi escopeta entre los bultos. Un pensamiento malo me nubló la vista, pero no la razón. Mi escopeta no servía ni para meter susto. Perdí mi alazán en el mismo lugar donde unos días atrás pedí a Dios su ayuda. Quedó claro que no me había oído.
« Desperté en ese momento. Venía saliendo de un mal sueño. Me bajé de la carreta con un sonido de huesos en mis oídos -se acordó Lucinda-; en esa época yo creía que mis huesos sonaban. Me puse al lado de mi padre al verlo solo, mirando cómo se llevaban a su alazán preso como si fuera un hombre.
El río nos hizo compañía desde ahí con su estela blanca zigzagueante entre los cerros. Su rumor primitivo, encajonado, se colaba a través de los árboles. No hablábamos mucho; el eje de la carreta lo hacía por nosotros.
Fui la primera en divisar la balsa al fondo de la cuesta. Desde la distancia, distinguí unas formas borrosas sobre una piedra. De a poco, a medida que avanzamos, identifiqué a una mujer y a un niño; parecían esperar un acontecimiento ».
—Los esperábamos —dijo la mujer que el destino nos puso por delante ese día en ese sitio y a esa hora para recordarme mi condición de hombre. Su mirada me quemó. Lo quiso decir todo en pocas palabras.
—Para mí ya no hay nada, salvo cruzar el río. No quiero que mi hijo siga el signo de los suyos, dándole vuelta a los terrones. Para nada.
Así resumió su vida, como si hablara de una mujer que había conocido y muerto el día de ayer. No hallé qué decir y pregunté lo que no debía:
—¿Y el padre de la criatura?
—Soy las dos cosas para él —sentenció.
Su respuesta me dejó callado. Agustina habló por mí:
—Que siga con nosotros, Juan.
Dios me había castigado en la mañana, pero le demostraría que no se había equivocado al ponerme el corazón en el lado izquierdo.
—Crucemos el río, hagamos juntos el camino y sea lo que Dios quiera —dije cerrando los ojos para ver el futuro.
—Esa, Juan Manuel, fue una de las decisiones más importantes de mi vida.
—¿Para bien? —No supo si su hijo Juan Manuel le hacía la pregunta o se la hacía él mismo.
—Más que eso —respondió.
Yo dormí bajo el ala de mi sombrero protegido de la intemperie y de las babas de la noche. Cada uno vivió esa noche a su manera. Agustina me lo dijo años más tarde, mirando el pasado y el futuro pasar a través del vapor de la tetera. «Me prometí dar mi último suspiro a tu lado», así me declaró su amor y yo lo hice, a mi modo, llorando. Nos levantamos temprano al otro día. Ya no éramos forasteros. Tampoco sabíamos lo que éramos. Pero, para gente como nosotros, pasar la noche juntos,