Limones negros. Javier Valenzuela
-line/>
JAVIER VALENZUELA
Limones negros
Somos editorial y productores de cultura
Catálogo completo en www.anantescultural.net
Primera edición digital: Febrero de 2018
© Javier Valenzuela
© Anantes Gestoría Cultural
www.anantescultural.net
Diseño y maqueta: Anantes Gestoría Cultural
ISBN: 978-84-122441-3-7
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático o de venta por internet, ni compartirlo con fines lucrativos en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
—¿Le gustan las orquídeas?
—No mucho —contesté.
—Son asquerosas. Su tejido es demasiado parecido a la carne humana y su perfume tiene la podrida dulzura de la corrupción.
Diálogo de El sueño eterno (1946), película dirigida por Howard Hawks a partir de la novela homónima de Raymond Chandler.
Bien, ¿no adivinas a quién me encontré en esa taberna de Tánger?, preguntó al asistente. El asistente se cuadró antes de hablar. A Búfalo Bill, mi general. Primo de Rivera se le quedó mirando de hito en hito. ¡Coño!, ¿cómo lo has adivinado?
La ciudad de los prodigios, Eduardo Mendoza.
—¿A qué juegas, Adriana?
—A lo que yo juego solo puedes descubrirlo cuando ya has perdido.
Adriana Vázquez clavó sus pupilas en las mías. Intenté sostener su mirada. Intenté encontrar una réplica que estuviera a su altura. No conseguí ninguna de las dos cosas. Bajé los ojos y esbocé una mueca.
Se llevó la mano derecha a la sien y removió su cabello. Tintinearon las dos gruesas pulseras de plata bereber que le ceñían la muñeca.
El sonido me hizo el efecto de la campanilla que autoriza a los fieles arrodillados ante el altar a levantarse y volver a contemplarlo de frente. La miré con todo el valor que pude reunir. Aunque estaba exquisitamente peinada, su cabello, fuerte, del color del azabache y algo rizado, le daba un aire salvaje. La melena le llegaba hasta los hombros y enmarcaba el óvalo perfecto de su rostro, con ojos verdes y almendrados, nariz fina y labios pequeños y prietos como rubíes.
Me examinaba con atención hipnótica, como una gata al pajarillo que acaba de posarse en una rama al alcance de sus garras.
—¿Te escandalizo? —preguntó con un dejo de ironía, el mismo que teñía sus ojos.
—No, Adriana —acerté a responder—. Me turbas.
1
Llevaba dos meses sin fumar, los transcurridos desde el comienzo del curso escolar, pero el tabaco seguía obsesionándome. Contaba los minutos, las horas, los días que llevaba sin catarlo, como un preso cuenta lo que lleva de cumplimiento de condena. La mirada se me escapaba automáticamente hacia cualquier cosa que recordara aquel maldito veneno: un vendedor de cigarrillos sueltos de la Medina, alguien que encendía un mechero en la terraza del Gran Café de París, un transeúnte que arrojaba una colilla al suelo del Bulevar, un mendigo que la recogía… Seguía enganchado a la nicotina.
Mentiría si dijera que comenzaba a disfrutar de los beneficios de tan dolorosa abstinencia. Ni subía con más fuelle las cuestas de Tánger, ni saboreaba mejor las ensaladas de tomate, ni mi piel había regresado a la tersura de la infancia. Tan solo había engordado dos o tres kilos: los que me habían redondeado la cara y abombado la barriga. Semejante hinchazón no era de extrañar: me había convertido en un devorador compulsivo de aceitunas, frutos secos y legumbres hervidas.
Aquella mañana, el cenicero depositado en la mesa que ocupaba en el vestíbulo del Hotel Chellah reclamaba mi atención tanto o más que el iPhone 6 que me había regalado Julia en mi última estancia en Madrid. El cenicero era de cristal macizo y estaba impoluto, exigiendo a gritos que me dejara de zarandajas y procediera a utilizarlo. ¿No lo hacían otros clientes que, pese a ello, lucían un aspecto saludable?
No, Sepúlveda, me dije, no hagas tonterías. Aguanta; ya has pasado lo peor; no desperdicies el sufrimiento de estas larguísimas semanas. Tú has superado pruebas mucho más difíciles: descubrir que tu mujer te ponía los cuernos, averiguar que tu mejor amigo era un canalla, enterarte de que tu padre no era en realidad tu padre… Venga, concéntrate en lo que has venido a hacer. Vuelve al puto móvil.
El teléfono era un objeto hermoso: ligero, plano, metálico y rectangular, con iconos de colores en su pantalla. Julia me lo había regalado para que, según sus palabras, jubilara mi viejo Nokia de una puñetera vez. Así podríamos estar en contacto gratuitamente a través de WhatsApp, había precisado. Debía de haberle costado una fortuna, pero mi hija tenía un contrato fijo en Reacciona, un diario digital de Madrid, y, aunque el sueldo no fuera gran cosa, ella aseguraba que podía permitírselo.
El problema era que Julia me había entregado el teléfono en una caja precintada al despedirme en el acceso al control de seguridad del aeropuerto de Barajas. Era la sorpresa final de mi visita a Madrid por el puente del 12 de Octubre. Había añadido unas someras instrucciones orales: el WhatsApp era el modo más útil y barato para que pudiéramos comunicarnos; esa aplicación permitía intercambiar textos, fotos, vídeos y hasta conversaciones de voz sin pagar un céntimo a ninguna compañía telefónica. Pero la comunicación gratuita a través de WhatsApp requería que el aparato estuviera conectado a una red Wi-Fi, y, como yo no tenía ninguna en mi apartamento tangerino, lo mejor es que fuera a un hotel y usara la suya.
Es lo que había hecho esa mañana: ir a desayunar al Hotel Chellah, que estaba al lado de casa, llevarme el teléfono, solicitar en recepción la contraseña del Wi-Fi y conectarme a Internet. Pero en la pantalla del iPhone no veía por ninguna parte el icono de WhatsApp. Estaba perplejo. ¿Qué es lo que había hecho mal?
Comenzó a llover con intensidad. En el vestíbulo del hotel se escuchaba el repiqueteo del aguacero sobre el pavimento aceitoso de la calle Alal Ben Adbalah, la antigua Juana de Arco. Le acompañaban los gemidos de un fastidioso viento de levante. El otoño había terminado alcanzando el extremo noroccidental de África.
Un nuevo sonido llamó mi atención, el ring que anunciaba la llegada al lobby del ascensor. Mi mirada resbaló sobre el bar La Rive Gauche, saludó al camarero situado tras la barra y se detuvo en las puertas metálicas que se abrían a su izquierda. Del ascensor salió una chica espigada, de un metro y ochenta centímetros, calculé. Llevaba zapatillas deportivas negras, vaqueros ajustados, una cazadora de lona roja y una mochila. Debía de ser miope porque unas gafas de pasta negra le parapetaban los ojos. El cabello, liso y castaño, lo tenía recogido en una larga coleta.
La chica compuso un gesto de contrariedad al apercibirse de que estaba lloviendo y se sentó ante la mesa contigua a la mía por la izquierda. Dejó la mochila sobre la mesa y empezó a toquetear la pantalla de un móvil más grande que el que yo estaba estrenando. Parecía estar en el ecuador de los treinta años y se la veía familiarizada con las nuevas tecnologías. El camarero de La Rive Gauche, con chaleco y pajarita de color negro sobre una camisa blanca, no tardó en acercársele con expresión solícita, y ella le pidió en castellano un café con leche. Doble de café y con leche desnatada y templada, precisó con un tono ligeramente autoritario.
Una mujer situada en la mesa a mi derecha hablaba por su móvil, también de esos coreanos grandotes. Alzó la voz y pude