El Necronomicón. H.P. Lovecraft

El Necronomicón - H.P. Lovecraft


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      El Necronomicón

      El Necronomicón (1921) H.P. Lovecraft

      Editorial Cõ

      Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

      [email protected]

      Traducción: Benito Romero

      Edición: Febrero 2021

      Imagen de portada: Photo by Daphne on Unsplash

      Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

      El testimonio del árabe loco

      Éste es el testimonio de todo lo que he visto y de todo lo que he aprendido en aquellos años en que poseí los tres sellos de Masshu. He visto mil y una lunas, y seguro que es suficiente para la vida de un hombre, aunque se asegura que los profetas vivieron mucho más. Estoy débil y enfermo, y soporto un gran cansancio y agotamiento; un suspiro mora en mi pecho como si fuera una oscura linterna. Soy viejo.

      Los lobos transmiten mi nombre en sus conferencias de medianoche, y esa voz sutil y tranquila me llama de lejos. Sin embargo, una voz mucho más próxima me gritará al oído con impía impaciencia. El peso de mi alma decidirá cuál será el lugar final de mi reposo. Antes de que llegue la hora debo escribir todo lo que pueda sobre los horrores que acechan fuera y que aguardan ante la puerta de cada hombre, porque éste es el arcano antiguo que ha sido legado desde tiempos remotos, pero que fue olvidado por todos, con excepción de unos pocos, quienes son los adoradores de los antiguos (¡que sus nombres sean borrados de la existencia!).

      Si no completo esta misión tomen lo que haya aquí y descubran el resto, porque queda poco tiempo y la humanidad no conoce ni entiende el mal que le espera desde todos lados, desde cada pórtico abierto, desde cada barrera rota, desde cada acólito sin mente que hay en los altares de la locura.

      Porque éste es el Libro de los Muertos, el Libro de la Tierra Negra, que yo he escrito arriesgando mi vida, de forma exacta a como lo recibí en los planos de los igigi, los crueles espíritus celestiales que existen más allá de los peregrinos de los yermos.

      Que todos aquellos que lean este libro reciban la advertencia de que el hábitat de los hombres es observado y vigilado por la raza antigua de dioses y demonios que proceden de un tiempo anterior al tiempo, y que buscan venganza por aquella batalla olvidada que tuvo lugar en alguna parte del cosmos y desgarró los mundos en los días anteriores a la creación del hombre, cuando los dioses mayores caminaban en los espacios, cuando estaba la raza marduk, tal como la conocen los caldeos, y Enki, nuestro amo, el señor de los magos.

      Sepan, entonces, que he recorrido todas las zonas de los dioses, también los lugares de los azonei, y que he descendido a apestosos sitios de muerte y sed eterna, que pueden alcanzarse a través del pórtico de Ganzir, construido en Ur en los días anteriores a Babilonia.

      Sepan también que he hablado con todo tipo de espíritus y demonios, cuyos nombres ya no se conocen en las sociedades del hombre, o que nunca fueron conocidos. Y los sellos de algunos están escritos aquí; sin embargo, los de otros me los he de llevar conmigo cuando los deje. ¡Que Anu tenga misericordia de mi alma!

      He visto tierras desconocidas que ningún mapa ha cartografiado jamás. He vivido en los desiertos y en los yermos, y he hablado con demonios y con las almas de los hombres asesinados, también con las almas de las mujeres que murieron al nacer, víctimas de ese demonio femenino, Lammashta.

      He viajado por debajo de los mares en busca del palacio de nuestro amo, donde encontré monumentos de piedra de civilizaciones derrotadas, descifré las escrituras de algunas de ellas; otras siguen siendo un misterio para cualquier hombre vivo. Estas civilizaciones fueron aniquiladas por el conocimiento que contiene este libro.

      He viajado por las estrellas y he temblado ante los dioses. Por fin he encontrado la fórmula con la que atravesé el pórtic de Arzir, pasando hacia los reinos prohibidos de los asquerosos igigi.

      He evocado a demonios y a los muertos.

      He invocado a los fantasmas de mis antepasados para darles una apariencia real y visible en las cimas de los templos construidos para alcanzar las estrellas y tocar las más bajas cavidades del Hades. He luchado con el mago negro, Azag-Thoth, en vano, y hui a la tierra invocando a Inanna y a su hermano, Marduk, señor del hacha de doble filo.

      He levantado ejércitos contra las tierras del este, llamando a las hordas de espíritus malignos a las que obligué a que fueran mis súbditos, y al hacerlo encontré a Ngaa, el dios de los paganos, aquel que escupe llamas y ruge como mil truenos.

      He encontrado el miedo.

      He encontrado el pórtico que conduce al exterior, ante el que los antiguos, que siempre buscan entrar a nuestro mundo, mantienen una eterna vigilia. He respirado los vapores de aquella antigua, la reina del exterior, cuyo nombre está escrito en el terrible texto Magan, el testamento de alguna civilización muerta por culpa de sus sacerdotes, que, anhelantes de poder, abrieron ese terrible y maligno pórtico una hora más de la debida, por lo que fueron consumidos.

      Adquirí este conocimiento debido a unas circunstancias bastante peculiares, cuando aún era un ignorante hijo de un pastor de lo que los griegos llaman Mesopotamia.

      Cuando apenas era un joven que viajaba solo por las montañas hacia el este, que sus habitantes llaman Masshu, di con una roca gris tallada con tres símbolos extraños. Se erguía tan alta como un hombre y tan ancha como un toro. Se hallaba firmemente emplazada en la tierra, y no fui capaz de moverla. Sin pensar más en las tallas, salvo que podían tratarse del decreto de algún rey que había marcado alguna antigua victoria sobre un enemigo, encendí fuego en su base con el fin de protegerme de los lobos que vagan por aquellas regiones y me fui a dormir, ya que era de noche y me encontraba lejos de mi poblado, Bet Durrabia. A tres horas del amanecer, el 19 de Shabatu, me despertó el ladrido de un perro o, quizá, el aullido de un lobo, extrañamente sonoro y cercano. El fuego se había convertido en brasas, y los rojos y resplandecientes rescoldos proyectaban una débil y danzante sombra sobre el monumento de piedra con las tres tallas. Mientras me apresuraba a encender otra hoguera, la roca gris comenzó a elevarse despacio en el aire, como si fuera una paloma. Fui incapaz de moverme o hablar debido al miedo que paralizó mi columna vertebral e inmovilizó mi cerebro con dedos gélidos. El dik de Azugbel ya no me era más extraño que esta visión, aunque pareció fundirse entre mis manos.

      De inmediato oí una voz baja que procedía de cierta distancia, y un miedo distinto al de la posibilidad de que fueran unos merodeadores se apoderó de mí; temblando, rodé hasta situarme detrás de unos arbustos. Otra voz se unió a la primera y, al rato, varios hombres vestidos con las túnicas negras de los ladrones se reunieron en el lugar donde yo había estado, rodeando la roca flotante, sin mostrar ninguna señal de pavor.

      Entonces vi con claridad que las tres tallas del monumento brillaban con una centellante tonalidad flamígera, como si la roca estuviera ardiendo. Las figuras murmuraban al unísono una plegaria de invocación de la que apenas podían distinguirse unas palabras en una lengua desconocida; no obstante, ¡y que Anu se apiade de mí!, esos rituales ya no me resultan desconocidos.

      Los hombres, a los que no podía distinguir ni reconocer sus caras, empezaron a apuñalar con frenesí el aire con unos cuchillos que brillaban fríos y afilados en la noche de la montaña.

      De debajo de la roca flotante, del mismo suelo donde había estado emplazada, se alzó la cola de una serpiente. Sin duda, era la más grande de las que yo había visto. La parte más delgada tenía el grosor del brazo de dos hombres, y, a medida que se elevaba de la tierra, la siguió otra, aunque el fin de la primera no se distinguía y parecía hundirse en el abismo. Esas extremidades fueron seguidas por otras; el terreno comenzó a sacudirse bajo la presión de tantas extremidades enormes. El cántico de los sacerdotes, porque ya sabía que eran los sirvientes de un poder oculto, se hizo mucho más sonoro, casi histérico.

      ¡IA! ¡IA! ¡ZI AZAG! ¡IA! ¡IA! ¡ZI AZKAK! ¡IA! ¡IA! ¡KUTULU ZI KU! ¡IA!

      El


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