Los guardianes del faro. Emma Stonex
no podríamos prescindir del resto?
Sin embargo, respondo:
—Debes mantener la paz, si puedes. —Y yo mismo espero poder hacerlo en estas semanas.
Con todo, la cháchara de Vince sobre naves espaciales me recuerda a una época, años atrás. Amanecía en el cabo Beachy, yo estaba solo en la linterna, a punto de cederle la iluminación al sol, cuando vi un objeto que caía al mar. Hacía una mañana nebulosa y tranquila, y era tan temprano que todavía quedaban algunas estrellas perezosas, una mañana tan preciosa que uno se pregunta si el cielo no está aquí, en la tierra, si nos tomáramos el tiempo de alzar los ojos y apreciarlo; y ahí estaba, el metal reluciente, salido de la nada, absorbido por el agua, sin dejar rastro. No supe qué tamaño tenía ni a qué distancia había caído; desde las alturas, el mar parece infinito.
No obstante, lo vi y fui incapaz de encontrar una explicación. Era una pieza de un avión, un flap o un disruptor, esa era la explicación, lo sé, de verdad que lo sé; pero hubo algo en el movimiento, en la dinámica de la caída, que tenía más gracilidad e intención de las que puedo describir. No se lo conté a nadie, ni a los hombres que trabajaban conmigo ni tampoco a Helen. Pero pensé que habías sido tú.
Tú, que me habías hecho un regalo precioso y, por ello, te doy las gracias.
El dormitorio está a oscuras porque siempre suele haber alguien durmiendo o intentando conciliar el sueño, en cualquier momento del día o de la noche. En invierno, la negrura desorienta, la única ventana que hay indica tanto que amanece como que anochece. Si cierro la puerta y dejo la mano exánime en el pomo, con suavidad, me parece que la mano no es mía, sino de un hombre más joven en otro universo abriendo una puerta, no cerrándola.
Estoy leyendo un libro que se titula Obelisco y reloj de arena; es una historia del tiempo. Lo descubrí en la tienda de segunda mano de Oxfam en la calle principal de Mortehaven. Me gusta pensar que más adelante veré las cosas sobre las que estoy leyendo: las pirámides de Egipto, los templos de Sudamérica o los jardines colgantes de Babilonia. No importa cuándo; lo que cuenta es la posibilidad.
Después de casarnos, Helen y yo fuimos de viaje a Venecia. Pasamos una semana comiendo pan aceitoso y un jamón rosado y tan fino como el papel de seda. Paseamos por callejones fríos y húmedos y bajo puentes que olían a huevos y a sal. Ahora me parece algo irreal, un mundo sumergido de sombras y agua, campanas que repican y tejados de oro.
La tapa blanda de Obelisco y reloj de arena es suave, con un reloj de sol en la portada. En el faro medimos el tiempo en días: cuántos de un periodo de ocho semanas han pasado. Helen dice que somos como los prisioneros que marcan en la pared los días que han cumplido, y quizá tenga razón. En la antigua China contaban las horas con una vela. Marcaban líneas en la cera y comprobaban cuánta se había fundido; así no perdían las horas. Se podía recoger la cera para reconstruir la vela y volver a encenderla. Reciclar el tiempo.
Helen no lo sabe y no se lo diré. Nunca le hablaré de ti. Hay temas prohibidos y tú entras en esa categoría. No obstante, doy vueltas a la vela y al tiempo que se quema; y si las horas, al pasar, se han extinguido o hay alguna forma de recuperarlas, ¿podría recuperarte?
Hace demasiado tiempo que estoy aquí. Noches solitarias y rieles de oscuridad que se enrollan y desenrollan hacia el negro mar, hacia el cielo, todavía más oscuro. Deja al hombre más cínico de la tierra montando guardia de madrugada, cuando el sol despunta y el cielo es carmesí y naranja, y que diga que no hay nada más en la vida. Sí que hay más.
En la negrura de mis ojos cerrados se oculta una linterna palpitante. Me llama desde la oscuridad, brillante, refulgente; insiste en que me dé la vuelta y mire.
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