Los guardianes del faro. Emma Stonex
la barra cayera cuando se cerró, si lo hizo con la fuerza suficiente?
No lo sé. Si te parece una tontería, piensa tú, a ver qué alternativa se te ocurre, y luego decide cuál te gusta más cuando te pongas a darle vueltas a estas cosas en plena noche. Lo de los relojes parados, la puerta atrancada y la mesa puesta hace que vuele la imaginación, ¿verdad? Bien, pues yo lo contemplo con practicidad. No soy una persona supersticiosa. Seguramente a quien le tocaba preparar la comida ese día era muy organizado y puso la mesa para la siguiente: en un faro se le da mucha importancia a la comida y los guardas siguen la rutina a rajatabla. Y sobre el hecho de que estuviera puesta solo para dos, bueno, quizá no le dio tiempo a poner el plato y los cubiertos del tercero.
¿Y lo de los dos relojes parados a la misma hora? Sí, es extraño, pero no imposible. Es como el juego del teléfono: el mensaje se va distorsionando cuanto más se repite: algún listillo debió de inventárselo y un día se hizo real, cuando no lo es; solo es cosa de un sinvergüenza que quiere hacer daño.
Esperaba que el Tridente concluyera que se habían ahogado para que las familias no vivieran en esta incertidumbre, pero no lo hicieron. Para mí, murieron ahogados. Me alegro de saber por mí misma qué ocurrió, porque lo necesito, aunque no se haya hecho oficial.
Jenny Walker, la esposa de Bill, no te dirá lo mismo. Ella está contenta de que no se haya cerrado el caso. De haberse llegado a una resolución, le habría arrebatado la oportunidad de seguir creyendo en la posibilidad de que Bill regrese. Yo sé que no van a volver. Pero cada cual afronta las cosas a su manera. No puedes decirle a alguien cómo pasar su duelo; es una experiencia muy personal y privada.
Pero es una pena. Lo que nos ocurrió debería habernos unido. A las mujeres. A las esposas. Pero consiguió lo contrario. No he visto a Jenny desde que se cumplieron diez años del incidente, y ese día no hablamos. Ni nos acercamos la una a la otra. Ojalá no fuera así, pero así son las cosas. Claro que eso no me impide tratar de cambiarlas. Creo que la gente tiene que hablar de estas cosas. Cuando ocurre lo peor, no puedes llevarlo sola.
Por eso accedí a hablar contigo. Porque dices que quieres dar a conocer la verdad, y supongo que yo también. La verdad es que las mujeres somos esenciales unas para otras. Más que los hombres, y creo que eso no es lo que querías escuchar, porque este libro, como todos los tuyos, va sobre los hombres, ¿verdad? A los hombres les interesan los hombres.
Pero para mí no, no es así. Esos tres nos dejaron solas, y prefiero centrarme en lo que quedó atrás. En lo que podemos hacer con ello, si es que estamos a tiempo.
Como escritor, supongo que darás relevancia a las supersticiones. Pero recuerda que yo no creo en esas cosas.
¿Cosas cómo cuáles, dices? Vamos, el escritor eres tú; ya las descubrirás. Con los años me he dado cuenta de que hay dos tipos de personas: las que oyen un crujido en una casa a oscuras y vacía y cierran las ventanas porque habrá sido el viento, y las que oyen un crujido en una casa a oscuras y vacía y prenden una vela para echar un vistazo.
Capítulo 7
Calle Myrtle Rise, 16
West Hill
Bath
Jennifer Walker
Kestle Cottage
Mortehaven
Cornualles
2 de junio de 1992
Querida Jenny:
Ha pasado mucho tiempo desde que te escribí la última carta. Y aunque ahora ya no espero que respondas, todavía albergo la esperanza de que leas estas líneas. Me gustaría interpretar tu silencio como una tregua, si no como tu perdón.
Quería que supieras por mí que he decidido reunirme con el señor Sharp. No es una decisión que haya tomado a la ligera. Como tú, nunca he compartido información con desconocidos sobre lo que ocurrió. La Corporación del Tridente nos dio órdenes específicas, y nosotras las cumplimos.
Pero me he cansado de secretos, Jenny. Veinte años son muchos años. Me hago mayor. Hay mucho que necesito sacar, mucho que he soportado en silencio, por muchas razones, durante muchos años, y quiero compartirlo, de una vez por todas. Espero que lo entiendas.
Te deseo lo mejor, como siempre, a ti y a los tuyos,
Helen
Capítulo 8
Jenny
Tras el almuerzo, empezó a llover. Jenny detestaba la lluvia. Detestaba el desastre que se formaba cuando los niños entraban chorreando, sobre todo Hannah, con el carrito doble, y más si ya había limpiado y le daba más trabajo y no compensaba.
¿Dónde estaba ese hombre? Llegaba cinco minutos tarde. Qué maleducado, pensó, presentarse tarde a ver a alguien que, para empezar, no ha pedido verse contigo. Había accedido por culpa de Helen, porque no iba a permitir que Helen Black contara cosas de ellas que no fueran ciertas —aunque fueran ciertas— y se publicaran en un libro que todo el mundo podría leer. Al parecer, el tipo era famoso. No la impresionaba. Jenny no leía libros. Con la revista quincenal Fortuna y destino le bastaba y sobraba.
Sin duda, ese hombre esperaba que le sacara la alfombra roja. No importaba que llegara tarde porque, como el pijo adinerado que era, podía comportarse como quisiera. Y le pisotearía toda la casa con los zapatos empapados. A Jenny le parecía violento pedir a las visitas que se descalzaran: deberían saber que tenían que hacerlo sin pedírselo.
No podía sacarse de la cabeza lo mucho que detestaba la lluvia. Tantos años pensando que el relevo de Bill se aplazaría y aún tendría que esperar más tiempo para volver a verlo. En los días que precedían a su regreso a casa, se obsesionaba con el tiempo que hacía; le preocupaba que cambiara y que el barco no llegara ni él pudiera embarcar, y, cuanto más miraba, más parecía que el tiempo cambiaba para fastidiarla. Tenían pensado mudarse a España cuando Bill se jubilase, comprar una casa en el sur con los ahorrillos que tuvieran, con piscina y jarrones de arcilla en el patio y flores rosas en la puerta, y los niños irían en vacaciones. Jenny estaba mejor cuando hacía sol; la lluvia le agriaba el ánimo, y en Inglaterra la lluvia duraba meses y meses, era deprimente. Habría estado muy bien mudarse a España, tomar el sol a menudo y disfrutar de cócteles Brandy Alexander mientras se ponía el sol. La lluvia era un recordatorio de que eso nunca ocurriría.
La carta de Helen languidecía en la basura. Jenny debería haber hecho trizas todos los sobres sin abrirlos. Cada vez que uno caía en el buzón se decía que lo iba a quemar, que lo iba a romper en pedacitos, que lo tiraría por el retrete.
Pero nunca lo había hecho. Su hermana decía que recibir cartas de Helen la acercaba a Bill; la unían a su marido, le gustara o no ese vínculo. Las cartas de Helen eran prueba de lo que había ocurrido. Que Jenny había estado casada con él, que habían estado enamorados. Que había sido bonito. Que no había sido un sueño.
La televisión del salón se fundió en negro en pleno episodio de Se ha escrito un crimen. Jenny se levantó del sofá y le dio un golpe. La imagen volvió: la protagonista se escondía de un hombre armado en un armario. Jenny pensó que podría hacer eso: meterse en un armario y fingir que no estaba en casa. Pero el tal Dan Sharp llegaría de un momento a otro. Si no hablaba con él, no sabría qué mentiras le había contado esa vieja bruja. Y aunque Jenny había leído, a lo largo de los años, todo tipo de tonterías sobre la Roca de la Doncella, y sabía que no podía creer nada al pie de la letra, todavía consideraba su deber que le importara. Cuando veía alguna referencia en el periódico, tenía que llamar y hablar con la persona que había escrito el artículo, para leerle la cartilla y que lo rectificara. Era como un miembro de su familia y ella tenía que defenderlo.
Fuera, el cielo se apagó de pronto. A lo lejos, tras los tejados, se extendía la franja de mar a la que Jenny se aferraba como un salvavidas. Necesitaba ver ese mar, estar segura de que estaba allí, lo