Una nueva forma de ser Iglesia. José María Arnaiz

Una nueva forma de ser Iglesia - José María Arnaiz


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perpetuarse como sistema rígido y fijado de una determinada manera y para siempre. Su encuentro con quien la fundó, Cristo Jesús, la tiene que llevar a una conversión continua, fruto de una conversación con los mundos en los que se halla presente, y así renovarse y responder a su gran tarea de ser sacramento universal de salvación.

      Por eso queremos presentar un recorrido para conocer mejor a Jesús y dejar entrar en la Iglesia la fuerza liberadora y transformadora de su Evangelio. Los seguidores de Jesús no deberíamos perder la confianza y el aliento. Nuestra sociedad está urgida de testigos vivos que ayuden a seguir creyendo en el amor, ya que no hay porvenir para el ser humano si termina perdiendo la fe en el amor.

      Por tanto, está claro que no podemos limitarnos a aceptar la realidad actual de Iglesia ni contentarnos con lo que se vive. Hemos de abrirnos a un futuro desafiante que, en el fondo, ya está comenzando. La Iglesia debe ser la reserva espiritual de la humanidad, pero ha entrado en crisis. No puede menos, como propongo en estas páginas, que iniciar un camino de búsqueda de su más auténtica identidad, que la llevará a ser, en lugar de una Iglesia de masas, una Iglesia pequeña grey, minoritaria, donde se viva un cristianismo de diáspora y los cristianos seamos tales no por tradición sociológica, sino por convicción personal y con una verdadera calidad cristiana. En el fondo, así se pasará de una comunidad de masas a una comunidad de creyentes.

      No hay ninguna duda de que la realidad de la Iglesia se ha complejizado y problematizado. Uno diría que muchos de sus integrantes ahora son de «pertenencia débil», ya que no han descubierto todavía lo más apasionante del Evangelio; o peor aún, son de «creencia sin pertenencia». No hay duda tampoco de que tenemos que pasar de una Iglesia sociológica a una Iglesia de cristianos convencidos; a una Iglesia que hace suyas las luchas y logros de las generaciones precedentes y para llevarlas a metas más altas.

      Si no hacemos cambios profundos en la manera de ser Iglesia, seguiremos condenados a ser minoría y a no tener incidencia mayor en el tejido socio-cultural, político y económico-social, y, por supuesto, en el religioso. Eso es lo que no pocos piensan, sienten, creen y quieren para llegar a un vivir cristiano hecho de sabiduría y de audacia. La peor de las tentaciones consiste en quedarse rumiando la desolación. El futuro modo de ser de la Iglesia, o será distinto al del presente, o no surgirá en ella y con ella nada nuevo que vuelva a encantar a los hombres y mujeres de nuestros días. En este momento, la crítica seria y la propuesta profética son parte del anuncio evangélico.

      La finalidad de todo este esfuerzo de reflexión y propuesta es una «regeneración» de la Iglesia. A ello apuntamos. Ello va a suponer un dinamismo de evangelización inculturada que involucre a todo el pueblo de Dios en un proceso hermenéutico del Evangelio en la historia actual. Ello, en parte, se consigue dinamizando las prácticas comunicativas y participativas en las que se regenera por la fuerza del Espíritu el «nosotros» eclesial gracias a la interacción de los sujetos –laicos, religiosos y sacerdotes– que lo constituyen. Pero hay que descubrir las no pocas contradicciones que hay en la estructura de la Iglesia y cambiar. No es posible que, en su seno, la ley canónica facilite que un obispo o superior religioso sea pastor y juez al mismo tiempo. Eso dificulta la imparcialidad y la credibilidad; es un grave error.

      Por supuesto, para que esta regeneración se dé se debe leer valiente y desapasionadamente el período posconciliar para indicar los factores de resistencia a las reformas, reformas abiertas o deseadas por el Concilio. Eso lo vamos a conseguir situando al sujeto eclesial en su dinámica institucional y en la de sus estructuras. Para ello hay que entrar en un proceso global que debe promoverse, acompañarse y motivarse. Tenemos que tener conciencia de que no nos encontramos ante un cambio circunstancial o una mutación que no afecta a la cultura colectiva del cuerpo social, sino ante una verdadera reforma de la Iglesia que afecta a todo y lo reconfigura y lleva a un real nuevo modo de ser Iglesia.

      Sin ninguna duda, para los católicos, a diferencia de otras Iglesias, el concepto y la realidad de la Iglesia ha sido y es central. Ello incluye dimensiones diferentes de vivencia religiosa: la experiencia religiosa personal, la vivencia comunitaria, el itinerario proporcionado y adecuado de formación, la acción pastoral integral y la acción socio-cultural. A partir de todo esto, la nueva forma de ser Iglesia supone el encuentro con Jesucristo que suscita fe en él; no hay discipulado sin encuentro personal. A partir de ahí, esta forma nueva tiene que concebirse como un dinamismo espiritual que permita vivir ese discipulado como itinerario de la conversión permanente y de la llamada a la santidad, que son constitutivos junto con el despliegue de un real compromiso misionero.

      Por supuesto, también, que «nuestra mayor amenaza es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia, en el cual, aparentemente, todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad. Justamente, el Gran Inquisidor de la novela del mismo título argumenta que todo está bien porque está bien organizado y, sin embargo, Jesús se encuentra ausente. A todos nos toca recomenzar desde Cristo, reconociendo que no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Aparecida 12).

      Está claro que esto pide un nuevo modo de ser Iglesia, y para ello entrar decididamente con todas las fuerzas en los procesos constantes de renovación misionera y de abandonar las estructuras caducas que ya no favorecen la transmisión de la fe. La Iglesia tiene que despertar y poner todo lo que hacemos al servicio del Reino de Dios. La masa de la humanidad es pesada y se necesitan siglos de maduración antes de que el cristianismo consiga que la caridad lo haga fermentar todo. Los seguidores de Jesús no debemos perder la confianza y el aliento.

      Esta Iglesia, que con verdadera pasión busca otro rostro, otro corazón y otra mente, no puede seguir como hasta ahora con una pastoral de conservación. No hay duda de que el inspirarse más en Ad gentes que en Lumen gentium del Concilio implicará profundos cambios personales y estructurales. Hay que abandonar muchas cosas, entre ellas el estilo y las ambiciones de la Iglesia masiva de cristiandad, y volver a ser fermento para una nueva eclesiogénesis misionera desde dentro. Más aún, hay que volver al Evangelio y hay que volver a Jesús: «Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual» (EG 11).

      La vida de la Iglesia solo puede entenderse mirando hacia atrás; pero la tenemos que vivir mirando hacia adelante. En torno a ese «hacia adelante» va a girar este libro. En él también vamos a dejar claro que está bien que la Iglesia no haga el mal y descubramos las ocasiones en que esto ha sucedido. Pero está mal que esta realidad maravillosa no haga el bien y lo multiplique y lo contagie. Las dos realidades descritas son parte de la vida cotidiana de la Iglesia. Pero esta no puede olvidar que el bien es fecundo y da fecundidad. Así lo experimentó y confesó san Juan XXIII: «La bondad hizo fecunda mi vida».

      Esta vez, la del comienzo del siglo XXI, es otra de las veces que intentamos que la Iglesia vuelva a la fuente; es la vez del siglo XXI, de América Latina, del Vaticano II, del papa Francisco, de la conversión pastoral, de la renovación para siempre, de su nueva figura en esta etapa histórica, de Medellín y de Aparecida, de una renovada sinodalidad, de la mujer y de los laicos, del rechazo de los abusos sexuales, de poder y de conciencia… es la vez de creer, compartir y crecer, porque una nueva forma de Iglesia es necesaria y es posible; más aún, es indispensable. La gran intuición con la que se han escrito estas páginas es doble; es posible superar esta crisis. Esta convicción nace de otra no menor: solo la mar agitada hace grande al marino. La Iglesia sabe de fortaleza y de paciencia, y de la gran pasión por lo mejor, y de hombres y mujeres capaces de superar las crisis.

      Esta conversión eclesial por la que vamos a apostar en este libro es «una real vuelta a casa». Para ello hay que cambiar lo más sencillo, natural y ordinario. Lo van a hacer algunos, porque permaneció en ellos un poso de humanismo cristiano y también porque la Iglesia deberá aportar paz y alegría y ayudar a vivir de una manera libre y fraterna. En toda conversión eclesial, como vamos a ver más adelante, aparecerá en escena una comunidad cristiana llamada a ser un resto vivo y dinámico, y para nada un residuo. Esto es fuente de un enorme gozo y lleva a buscar las llaves y a


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