Una nueva forma de ser Iglesia. José María Arnaiz
crear la audacia y la lucidez para anticipar el futuro de la Iglesia y la Iglesia del futuro. Ello supone un proceso de conversión eclesial con etapas definidas. Supone, también, en opinión de K. Rahner, que los cristianos del futuro sean gente con experiencia espiritual profunda, y si no la tienen no serán cristianos. Despertar esa experiencia creyente es la tarea principal de la Iglesia, y no protegerse, reclamando un poder y una autoridad totalmente extrínsecos y sentirse perseguida cuando la sociedad no se lo concede.
Las evoluciones actuales provocan conflictos dentro de la misma Iglesia que hay que acertar a superar, ya que, si no se hace realidad esta regeneración, poco a poco se socavaría seriamente la creatividad de la Iglesia, la capacidad de imaginar el futuro y, sobre todo, de iniciar un presente con futuro; por eso, bien podemos afirmar que solo quien tiene una fe en el futuro puede vivir intensamente el presente; solo quien conoce el destino camina con firmeza, a pesar de los obstáculos. El proceder de Jesús es bien distinto: no condena. Invita, propone y deja a la comunidad creyente con un proyecto alternativo y muy original. Somos viajeros, y nuestra vida y la de la Iglesia son siempre expectación.
En esta reflexión y propuesta no vamos a olvidar que la misión no solo representa la naturaleza misma de la Iglesia (AG 2), sino que es su origen, su fin y su vida. La misión hace a la Iglesia, porque la convierte en un buen instrumento de salvación. La constituye en comunidad de salvados y salvadores, de discípulos y misioneros. Por supuesto, es «una pasión por Jesús y al mismo tiempo una pasión por el pueblo» (EG 268) y un verdadero germen de mundo nuevo que la gracia que nos precede y acompaña va suscitando constantemente dentro y fuera de la Iglesia. El Evangelio del que vive la Iglesia «siempre tiene la dinámica del éxodo y del don del salir de sí» (EG 21).
La misión así entendida no responde en primer lugar a las iniciativas humanas; su protagonista es el Espíritu Santo; suyo es el proyecto misionero, y la Iglesia es la servidora de la misión. No es ella la que hace la misión, sino que la misión es la que hace a la Iglesia. La misión, por tanto, no es el instrumento, sino el punto de partida y el fin y, por lo mismo, se encuentra en la clave de bóveda de la Iglesia. En consecuencia, no será poco el espacio que dedicaremos a esa misión en estas páginas. Nos interesa de una manera especial saber qué está haciendo la Iglesia y cómo lo está haciendo para bien de la humanidad. Solo así podremos cambiar su rostro. Tiene que ser central en ella, como lo fue en Jesús, traer la buena noticia del Reino y salir de la crisis. No hay ninguna duda de que esa nueva forma de ser Iglesia bien se puede definir y presentar «en clave de una misión que pretende abandonar el cómodo criterio pastoral del “siempre se ha hecho así”. Invito a todos a ser audaces y creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores de las propias comunidades» (EG 33). Una Iglesia así se sale de lo institucional y se lanza a ser diferente.
Todo esto nos va a llevar a la conclusión de que no se trata de plantear reformas de entrada, sino de suscitar un proceso espiritual y de discernimiento que ayude a encontrar y meter lo genuino del Reino de Dios en lo cotidiano de la Iglesia y del mundo. Así lo ha expresado el papa Francisco: «No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine encerrada en una maraña de obsesiones y de procedimientos» (EG 49). Esta sencilla propuesta puede traer grandes consecuencias, y desde luego supone un cambio de perspectiva, de estilo, de articulación y de propuesta; invita a centrarnos en lo principal, en el amor a Jesucristo, y desde ahí repensar el conjunto. Cuando se vuelve al Evangelio, «brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre “nueva”» (EG 11) y es fruto de una nueva forma de ser Iglesia. No hay duda de que es hora de despertar en la Iglesia y, por supuesto, de arriesgar. En toda reforma hay incluido riesgo.
La conflictividad pertenece inevitablemente a la existencia eclesial, como, por lo demás, a toda existencia humana. La unidad o la comunión eclesial no consisten en la uniformidad y ausencia de conflictos, sino en el amor que tiende lazos y puentes de cordialidad y de respeto entre ellos. En un proceso como el que estamos proponiendo no hay duda de que surgirá la discordia y la pelea, y costará llegar al acuerdo.
Hay dos grandes narraciones sobre el futuro de la Iglesia y sobre este nuevo modo de caminar por la historia. Una es optimista; la otra, pesimista. Por supuesto, la primera afirma que de este proceso de la reforma de nuestros días la Iglesia saldrá adelante y triunfante. Su tarea evangelizadora recuperará las metas de Evangelio y las asumirá. Seguirá evangelizando y convirtiendo. La segunda garantiza un inevitable declive y les pone fecha y nombre a sus protagonistas. Sostiene que perderá la confianza y la influencia en las personas y en las instituciones. El fuego de Jesús poco a poco se irá apagando. Y muchos de sus integrantes vivirán cómodamente instalados en la vida. Nadie ignora que la Iglesia tiene que lidiar con cambios amplios a nivel de la sociedad; los contextos socio-culturales, como vamos a ver más adelante, hay que tenerlos también muy en cuenta al mirar el futuro de la Iglesia. Estos contextos son escenarios de incertidumbre que marcan, por supuesto, el presente y serán decisivos para el futuro; y para un futuro que ahora es desde todo punto de vista muy incierto.
No hay ninguna duda de que la forma de la Iglesia del futuro está aún por verse. Es verdad que el pensamiento cristiano ofrece una escatología triunfalista, pero en un sentido sociológico y realista tiene que darse la acción. Dicho con otras palabras, la Iglesia del futuro no es un hecho; tiene que ser imaginada y construida. Tiene que reivindicar su posición constantemente. Ello es debido a una gran realidad: los sistemas más generalizados de la sociedad global tienden a marginar lo religioso; a su vez, hay instituciones que han asumido gran parte de las tareas convencionales de la religión. La Iglesia del futuro necesita imaginar cómo puede continuar aprovechando todas sus posibilidades para abordar los desafíos globales.
También el mundo de hoy se puede entender como un poliedro, una comunidad de muchas identidades. Para el papa Francisco, la globalización de la Iglesia tiene que ser reelaborada y no debe entenderse como un modo de colonización desde el centro que homogeniza cada lugar al que llega. La Iglesia del futuro tiene que beneficiarse de esa realidad poliédrica que describiremos más adelante. Reconoce muchos modos de diferencias que no solo son culturales. Estos desafíos piden humildad en todos aquellos que constituimos la Iglesia de hoy, que busca su nueva forma de ser; también piden evitar la arrogancia de una escatología triunfalista. La Iglesia del futuro depende de la Iglesia de hoy, que escucha y responde al mundo que habita.
No olvidemos que estos contextos se pueden transformar en oportunidades siempre que en la Iglesia se movilicen sus auténticos recursos institucionales y culturales y, sobre todo, la presencia, propuesta y acción que viene de Jesús. Es un hecho que la sociedad global está prescindiendo de lo religioso y, por supuesto, de lo cristiano y de los cristianos. Muchos la ven posible, necesaria e incluso indispensable para una buena parte de la humanidad. No ponen fecha a esa nueva forma. Para lograrla, un gran protagonista es el papa Francisco, y sería muy necesario un nuevo concilio, una auténtica asamblea eclesial, presidida por el papa e integrada por hombres y mujeres, por clérigos y laicos, por jóvenes y adultos.
Se impone cada vez con más fuerza la necesidad de que la Iglesia convoque ese nuevo concilio para prolongar el Vaticano II y, por supuesto, para ir mucho más lejos en las reformas de la misma Iglesia. Un concilio en el que el rol del papa, como servidor de la comunión, será reafirmado, pero, al mismo tiempo, la institución eclesiástica se deberá embarcar en un auténtico proceso de descentralización. No hay duda de que hay que dar más iniciativa y poder a las Iglesias locales, y tanto a nivel nacional como continental. Por supuesto, determinadas decisiones se pueden tomar en Europa teniendo en cuenta las culturas y mentalidad de sus habitantes, pero sin que ello comprometa a los creyentes de Asia o de América. Nuestra querida Iglesia debe ser cada vez más «católica» y un poco menos romana.
En esta reflexión se encontrará una doble vertiente: la reforma estructural y la reforma personal, las reformas de la Iglesia y en la Iglesia. A su vez, no podemos dejar de prestar atención, para hacer bien el proceso, a la verdadera identidad de la Iglesia, a las formas de realización histórica y al contexto socio-cultural en el que la Iglesia vive y lleva adelante su misión. Por lo mismo, serán muy repetidas las llamadas a quienes integramos