Una nueva forma de ser Iglesia. José María Arnaiz
Se precisan, sobre todo, personas creativas e innovadoras que pongan en marcha instituciones que den forma a un espíritu y a un carisma que encauce la misión. No hay duda de que con alguna frecuencia hay que llegar a la «destrucción creadora». Para el papa Benedicto XVI, «normalmente son las minorías creativas las que determinan el futuro». Ellas aciertan a «cambiar vidas que consiguen cambiar vidas».
No son muchos, pero sí unos cuantos, los que creemos que esta crisis de la Iglesia, de mi Iglesia de Chile, tiene salida, y podemos llegar a una profunda reconstrucción de la Iglesia que soñamos, esperamos y por la que luchamos. En mi caso, cada vez es mayor la convicción de que el problema es lo suficientemente grave como para pensar que tenemos que crear algo nuevo de verdad; y esto nuevo es posible, más aún, tiene la categoría de indispensable. Pero no hay duda de que es difícil hermanar esta Iglesia y, por supuesto, este mundo, pero es posible. El triunfo pascual de Jesús no nos ahorrará sufrir lo que estamos pasando, pero debiera hacernos crecer y darnos fuerzas para llegar a una Iglesia mejor que la que somos. La que se convierte en buena noticia para este momento de la historia.
Requiere también «escuchar» mucho y bien. Ello lleva, por ejemplo, a evitar reducir la concepción de todo el espacio eclesial a una sola forma de vivir el cristianismo; también a superar el afán de excluir, expulsar y negar espacio a otras formas de ser cristiano. Esta postura de exaltación de lo absoluto pretende imponer su propia verdad contra la caridad, en contra de lo que nos sugiere san Pablo (Ef 4,15). Eso es muy distinto al panorama de la Iglesia de los primeros tiempos, marcada por una sana pluralidad y un solo Señor, Jesús de Nazaret.
En los momentos de refundación de las instituciones nunca es bueno impacientarse, desesperarse y cambiar nuestras opciones y decisiones más profundas. No hay duda de que nos vamos a seguir encontrando con partidarios y detractores de la renovación eclesial colegiada. Pero ahora más que nunca es necesario mantener la calma y perseverar. En los tiempos de crisis se requiere estar unidos y reunidos y avanzar con los demás. No hay duda de que los cambios que se necesitan son tan grandes que tardarán años en producirse. Pero hay que dar el primer paso cuanto antes. Con esta crisis algo se ha caído y destruido, y nuestra tarea es reconstruir. Necesitamos fortalecer el impulso misionero y, a partir de él, emprender una profunda revisión de las estructuras pastorales para adecuarlas a su mejor finalidad. «La conversión pastoral de nuestras comunidades exige que se pase de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera» (Aparecida 370).
Para ello no pueden faltar algunos criterios que posibiliten esta reconstrucción y las actitudes que la dinamicen. Unos y otras se están perfilando poco a poco. Se trata de acelerar el ritmo. La palabra «reforma» se ha convertido en una palabra talismán, y pareciera que, como por arte de magia, nos encontráramos caminando hacia una situación nueva de cambio y transformación. Ya hemos indicado que estamos ante una nueva época, un nuevo milenio y una nueva sociedad. Todo ello interpela a la Iglesia, que no puede permanecer indiferente: está llamada a responder adecuadamente a los nuevos tiempos, relativizando las formas pasadas y encontrando las mejores respuestas para el hombre de hoy. Y la interpela doblemente, ya que ha tenido procederes desacertados. Ahí está el doble reto. Nos corresponde afrontarlo desde los cambios que se necesiten y con actitudes evangélicas renovadas.
Ese reto de la superación de la crisis hay que leerlo como una llamada a la conversión para fortalecer la dimensión misionera y tomar una nueva forma: «La Iglesia necesita una fuerte conmoción que le impida instalarse en la comodidad, el estancamiento y la tibieza, al margen del sufrimiento de los pobres del continente» (Aparecida 362). Esta conversión, en este caso, se tiene que dar desde la más profunda identidad eclesial, ya que Dios no quiere salvar a cada persona aisladamente, sino construyendo un pueblo que lo reconozca. No hay auténtico seguimiento de Jesús al margen de la comunidad de los creyentes, ya que «nadie se salva solo» (EG 113).
Así, nosotros y la Iglesia nos despojamos de todo sentido de empoderamiento, superioridad y suficiencia; esto es indispensable para que, en este momento eclesial, podamos renovar nuestra vocación y vida eclesial, y de modo tal que seamos discípulos y misioneros, convencidos y convincentes de la novedad de la Iglesia, que reaviva la del Evangelio. Así podremos convertir la crisis en bendición y, por supuesto, en oportunidad. Para ello tenemos que clarificar, sanar y corregir aspectos diversos de la vida de la Iglesia y, sobre todo, impulsar propuestas que lleguen a permear la nueva praxis eclesial y la liberación de su energía espiritual.
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