El color de su piel (versión latinoamericana). John Vercher

El color de su piel (versión latinoamericana) - John Vercher


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al menos no con Robert. Se pasaba horas en el teléfono con su hermana, que vivía en San Diego, mientras él buscaba artículos de revistas médicas en Internet, fingía no escuchar y trataba de entender qué había hecho mal.

      La pelea comenzó después del tercer turno consecutivo de Robert de ocho de la mañana a ocho de la noche, que cubría un fin de semana. Tamara había decidido finalmente que necesitaba más tiempo sin trabajar y se estaba quedando en la casa. Robert había dormido en el hospital para darle el espacio que pensaba que ella quería. Cuando regresó a la casa, el bote de basura llevaba acumulados tres días de envases de desayuno, almuerzo y cena congelados y olía a plátanos maduros. El fregadero estaba tapado de vasos de vino con círculos secos en el fondo. En la habitación, la ropa de Tamara colgaba de la cinta de correr, las blusas yacían tiradas en el suelo y la ropa interior cubría el borde de la cesta de la ropa sucia.

      El excusado se descargó y Tamara apareció en el vano de la puerta, su silueta delineada por la luz en el techo detrás de ella. Llevaba puesto lo que se había convertido en su nuevo uniforme: un pañuelo tipo bandana en la cabeza, una camiseta térmica blanca de manga larga, pantalones deportivos gris jaspeado y pantuflas de gamuza. Dio un ligero respingo al ver a Robert, luego pasó caminando junto a él, se metió debajo del edredón y se giró de espaldas. Robert se sentó en el borde de la cama.

      —¿Has salido hoy? —preguntó—. ¿O ayer?

      —¿Dónde has estado? —preguntó ella.

      —No quería agobiarte.

      Tamara descorrió el edredón y se sentó con lentitud. Habló con voz suave.

      —¿Podemos hacer que esto no se trate de ti? ¿Por favor?

      —Lo siento. De verdad, no fue mi intención.

      —¿Y cuál fue tu intención?

      —Yo también perdí ese bebé, Tam.

      —¿Ese bebé? ¿Es necesario que siempre seas tan clínico?

      —No. —Robert se miró las manos. El clima frío las había secado y les daba un aspecto ceniciento. El repetido lavado de manos después de cada paciente le agrietaba la piel y dejaba unas líneas delgadas y rojas entre sus nudillos color café claro—. No podía pensar en términos de “él” o “ella” —agregó—. Me costaba.

      —Era una niña —precisó Tamara—. Creo… creo que era una niña.

      —Una niña. ¿Tenía un nombre? —Tamara meneó la cabeza—. Me pregunto a quién se habría parecido.

      Tamara logró esbozar una sonrisa débil.

      —Sé que era un riesgo a nuestra edad. Y que tal vez haya sido la última oportunidad. Pero podríamos intentarlo de nuevo. —Robert le guiñó un ojo, con la ilusión de arrancarle una sonrisa genuina—. Después de todo es la parte divertida, ¿no? —Se extendió hacia ella pero, una vez más, ella lo eludió. Robert retiró la mano—. ¿Qué pasa, Tam? ¿Qué fue lo que hice? ¿Qué estoy haciendo mal que ni siquiera dejas que te toque? Dímelo y no lo haré más.

      —Lamento no poder lidiar con esto de la forma que tú querrías que lo hiciera. No puedo fingir que ella era “ese bebé”. No tengo tu talento para el desapego. Pero digamos que ya me siento bastante mal sin que tengas que hacerme sentir culpable por no tener ganas de coger contigo.

      —¡Ey! Espera un minuto, ¿qué? No pretendo hacer eso, Tam.

      Tamara se enjugó una lágrima de la mejilla con el dorso de la mano.

      —Yo no quería esta bebé y tú me hiciste quererla, y ahora no está más.

      —¿Yo te hice quererla?

      —Te dije que no quería un bebé, pero tú presionaste y presionaste y presionaste. Tu mamá tenía que tener un nieto y no podías decirle que no, ¿verdad? No podías dejarme decir que no.

      —De acuerdo. Estás enojada. Vamos a decir algo estúpido. Necesitas un poco de espacio.

      —Deja de decirme lo que necesito, Robert. No necesitábamos esta bebé. Estábamos muy bien, nosotros dos solos.

      Cansado de defenderse durante días, habló sin pensar.

      —Bueno, supongo que me lo demostraste, ¿no?

      En el momento en que esas palabras salieron de su boca, suspiró, enojado consigo mismo. Pero era demasiado tarde. Tamara lo miró con incredulidad y se abrazó a sí misma. Robert sabía que debería cruzar al otro lado y tratar de abrazarla, pero la acusación de ella era muy dolorosa y le calaba profundo. Ambos eran orgullosos, a veces al punto de lo absurdo, y en ese momento, la distancia parecía inconmensurable.

      Tamara se enjugó los ojos y se acurrucó de espaldas a él debajo del edredón. Robert se arrodilló sobre el colchón y se extendió hacia ella. Iba a tomarla en sus brazos, aunque se resistiera. La dejaría que gritara, que le pegara, si era necesario. Que liberara ese dolor para que pudieran volver a ser los de antes. Los elásticos crujieron bajo su peso y Tamara habló, con voz apenas audible.

      —Me gustaría dormir ahora —aseveró.

      La determinación en su voz fulminó la resolución de Robert. Se alejó de la cama y cerró suavemente la puerta de la habitación a sus espaldas.

      Hizo una pausa. El suelo de madera chirrió cuando Tamara se levantó. Luego se oyó el ligero zumbido del ventilador de pie giratorio que ella tenía en su lado de la cama. No podía dormir sin que ese sonido uniforme la arrullara, del mismo modo en que Robert siempre necesitaba sacar la pierna por debajo del edredón. Ninguno de los dos entendía la estrafalaria conducta del otro a la hora de dormir, y se habían reído de lo inquietos que se habían sentido una noche en que habían tratado de no ceder a sus extraños hábitos.

      Tamara no podía dormir sin el ventilador.

      Robert se preguntó si podría dormir sin él.

      A la mañana siguiente, ninguno de los dos habló acerca de la pelea. No hablaron de nada. La discusión pendía en el aire como una lluvia radioactiva que se tornaba más potente por la negativa de ambos a reconocerla. Antes de que Robert se hubiera armado de coraje para ofrecerle quedarse en casa y no ir a trabajar, Tamara ya había subido las escaleras a la habitación.

      Cuando él regresó, ella estaba sentada a la mesa de la cocina, con los ojos enrojecidos. Se había arreglado el cabello y se había cambiado; se había quitado la ropa deportiva y llevaba una blusa y jeans. Robert se sentó frente a ella. Tamara lo miró a los ojos.

      —Me voy a ir por un tiempo.

      —No, no lo harás.

      —Necesito hacerlo. Solo por un tiempo.

      —Lo siento mucho, Tamara.

      —Sé que lo sientes —respondió—. Yo también lo siento. Pero el hecho de que nos hayamos dicho esas cosas, Robert, algo está mal. Entre nosotros.

      —Perdimos un bebé, Tam.

      —Creo que quizás nos perdimos un poco a nosotros mismos también, Robert. Y necesito tiempo para pensar y ver si eso es así. No puedo hacerlo aquí.

      Robert se tomó las manos y se las llevó a la boca. Quería discutir y hacer que se quedara, pero él también lo había sentido, ese río que los separaba y los dejaba en orillas opuestas, ambos sin los recursos para vadearlo.

      —¿Y si digo que no?

      —No es una decisión tuya.

      —¿Adónde irás?

      —A la casa de mi hermana.

      —¿A California? —Robert exhaló con fuerza—. ¿Puedo llevarte al aeropuerto?

      —El taxi ya está en camino.

      Minutos más tarde, Robert cargó las maletas en la parte trasera del taxi, que esperaba con el motor encendido.

      —Llevas


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