El color de su piel (versión latinoamericana). John Vercher

El color de su piel (versión latinoamericana) - John Vercher


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hermano. Eso fue una estupidez. No debió encararnos así.

      Bobby se volvió con la frente todavía apretada contra el volante y miró a Aaron con ojos llorosos.

      —¿Qué te pasa? —le preguntó.

      —¿Y si hubiera tenido un arma, Bobby? ¿Lo pensaste?

      —Era un chico, Aaron. Un pendejo.

      —A nadie le va a importar una mierda. ¿Sabes qué, hermano? Es la misma mierda que en la secundaria. No valoras nada, y me estás empezando a poner de malhumor. Vamos. Toma la comida. Me estoy cagando de hambre.

      Aaron saltó fuera de la camioneta y cerró la puerta con fuerza. Bobby se sobresaltó y apartó la frente del volante. Respiró con moderación y reflexionó. ¿Cómo iba a explicar su parte en esto? No era su camioneta, pero Aaron estaba borracho. Aaron lo había obligado. Pero ni siquiera tenía un arma, un cortaplumas, nada que pudiera hacer que la policía creyera que lo había amenazado para que cooperara. Aaron dio un golpecito en la ventana y gritó un “vamos” amortiguado. Bobby sabía que tenía que haber una forma de salir de esto, pero no ahora. Había provocado a Aaron incluso sin quererlo, y si Aaron empezaba a sospechar que él podría entregarlos a ambos, ¿cómo podía saber sesenta kilos con la ropa mojada. ¿Y yo le tengo si no acabaría como el chico?

      “Espera un minuto. Este es el mismo chico que apenas pesaba sesenta kilos con la ropa mojada. ¿Y yo le tengo miedo a él?”.

      Sí. Estaba aterrorizado. Tomó la pizza y las papas y lo siguió.

      El pasillo del tercer piso del edificio apestaba a hierba. Una pista de música rap cargada de sonidos de bajo hacía temblar las paredes de yeso agrietadas. Provenía de una puerta al final del pasillo. Bobby ladeó la cabeza hacia Aaron, curioso por saber adónde se dirigían. Aaron llamó a la puerta con la palma abierta. Nada. Maldijo en voz baja y volvió a golpear. El volumen de la música cedió. La luz en el agujero de la mirilla se volvió oscuridad. Alguien deslizó una cadena y quitó el cerrojo de seguridad con un chasquido.

      Abrió la puerta un joven blanco con cara de bebé y pelo rubio muy corto, no mayor que el chico que habían dejado tirado en la calle. Extendió una mano para golpear la de Aaron a modo de saludo y luego lo atrajo hacia él en un medio abrazo. Tuvo que ponerse de puntillas para llegar a los hombros anchos de Aaron. Llevaba puesto un jersey de baloncesto largo sobre pantalones de camuflaje metidos dentro de unos borceguíes Docs con lazos rojos, iguales a los de Aaron. Cuando le dio una palmada en la espalda a Aaron, Bobby advirtió una esvástica en el dorso de su mano y volvió a sentir el ya conocido nudo en la garganta. El joven de cabeza rapada estudió a Bobby de pie en el vano de la puerta, sosteniendo la pizza y las papas fritas, como una especie de repartidor perdido.

      —¿Quién es el italianito? —preguntó a Aaron.

      —Tranquilo, Cort —respondió Aaron—. Es Cort, ¿no? —El chico asintió—. Es amigo.

      Cort asintió, indicó con la cabeza hacia la sala de estar y le hizo señas a Bobby para que entrara. Tomó la pizza y de inmediato se sirvió una porción blanda, que balanceó sobre su boca abierta mientras se dejaba caer sobre un sillón verde vómito. Sobre la mesa de café de cristal frente a él había una pistola 45 junto a una pipa de agua. Aaron señaló el arma.

      —¿Es la mía? —preguntó.

      Cort asintió y tomó una profunda bocanada de la pipa de agua. Aaron levantó el arma y la inspeccionó antes de guardarla en la parte trasera de su pantalón, a la altura de la cintura, como si fuera algo que siempre había hecho. Descorrió las cortinas de una ventana y contempló la calle abajo. Cort exhaló una nube de humo y tosió de manera intermitente mientras volvía a subir el volumen del episodio de Yo! MTV Raps. Aaron giró y lo miró con enojo.

      —¿Qué carajo estás mirando, eh, loco? —preguntó Cort.

      —“¿Eh, loco?” —dijo Aaron y luego se rio, fastidiado—. ¿Qué crees que diría tu tío Hank si te escuchara hablar así? ¿Y viendo esta basura?

      —Sí, bueno, el muy idiota sigue encerrado. Así que no puede decir una mierda.

      Aaron caminó hasta el sillón y quedó de pie sobre Cort.

      —Vuelve a decir algo sobre él. —Aaron se llevó una mano hacia atrás y tomó la pistola—. Anda.

      —Dios, Aaron —susurró Bobby; las palabras se le atascaban en la garganta seca.

      Cort alzó la vista hacia Aaron y luego se volvió hacia Bobby, quien movió la cabeza en su dirección. La expresión ruda de Cort cedió.

      —De acuerdo, hermano —reculó—. No quise… quiero decir, está todo bien.

      —Bien —aseguró Aaron—. Apaga esa mierda y dime dónde está el baño.

      Cort hizo un gesto. Bobby observó cómo las botas pesadas de Aaron resonaban por el corto pasillo y desaparecían en una habitación a la derecha.

      —Como digas, hermano —masculló Cort para sí mismo cuando Aaron estuvo fuera del alcance del oído.

      Los efectos de sonido como disparos de pistola de un informativo de noticias de MTV estallaron en el televisor detrás de Bobby y lo sobresaltaron. Tabitha Soren informó sobre lo acontecido ese día en el juicio de O.J. El detective Fuhrman había sido interrogado por utilizar términos racistas en su trabajo en un intento de los abogados de la defensa por establecer un caso de conspiración. El cabeza rapada meneó la cabeza con una mueca de desdén y le dio un golpe a Bobby en el muslo.

      —¿Te crees esta basura? —preguntó—. No hay manera de que no lo haya hecho. Mira sus ojos. No tienen blanco, son toda oscuridad. Como… como los de un… —Miró fijamente la pantalla, con párpados pesados. Bobby se inclinó hacia adelante para ver si se había quedado dormido y luego aventuró el final de la oración.

      —¿Tiburón? —sugirió.

      Cort abrió grandes los ojos y chasqueó los dedos.

      —Ah, mierda, sí, eso es. Estaba pensando en un chimpancé, pero un tiburón. Mierda, claro. De todas maneras, espero que todavía ahorquen a la gente en California. ¿No te parece?

      Bobby no sentía los pies, ni las manos, los brazos ni las piernas. No podía sentir su cara. Por un minuto, tuvo la sensación de no estar ahí. Quizás no estaba. Tal vez había patinado en la nieve y había chocado la camioneta y nada de esto estaba sucediendo. De hecho, ahora mismo podría estar en una cama de hospital mientras su cerebro en coma inventaba todo el asunto. Ni intento de homicidio. Ni cómplice de intento de homicidio. Solo muerte cerebral. El sonido intenso del bajo volvió a retumbar desde el televisor. Cort movió la cabeza y cantó la letra de Warning, de Biggie Small. Luego miró sobre su hombro hacia el pasillo por el que había desaparecido Aaron y volvió a bajar el volumen. Bobby recuperó de pronto la sensibilidad en sus extremidades y caminó por el pasillo en busca de Aaron mientras el agua en la pipa burbujeaba a sus espaldas.

      Aaron se enjuagó la espuma de las manos. El drenaje era lento y el agua se convertía en una sopa roja y blanca antes de escurrirse. Se inspeccionó las uñas. Bobby no se había dado cuenta de que las tenía tan largas. Recordó un programa que había visto en el que los presos se dejaban las uñas largas y se las limaban en punta. Se estremeció.

      —¿Estás bien? —preguntó Aaron.

      —¿Dónde estamos? ¿Quién es ese tipo?

      Aaron siseó entre dientes.

      —Un pendejo. No tiene dignidad. Si no fuera por su tío lo molería a palos. Se lo debo. Por eso me estoy quedando un tiempo con él.

      —¿Qué le debes al tío? —inquirió Bobby. Aunque quería saber, temía la respuesta.

      —Nada. Todo —respondió Aaron—. Todo depende de quién pregunte. Él me introdujo en la hermandad. Me mantuvo a salvo.

      —¿La hermandad? —repitió Bobby en voz más alta—. ¿Te


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