El color de su piel (versión latinoamericana). John Vercher
ningún lado decía que había monstruos allí adentro, así que pensó que era segura.
La cueva terminó matándolo. Una cagada, tuvo que empezar todo de nuevo.
La adrenalina se agotó por fin y se sintió exhausto. Le pesaban los párpados. Mientras se dormía, imaginó que llegaba a una página en la que tenía que tomar una decisión.
Elige tu propia aventura. Si quieres que el cabeza rapada de tu mejor amigo se enfrente a un pandillero, voltea la página para ver qué pasa a continuación. Si quieres seguir hasta el próximo destino y no verlo matar a nadie, ve a la página noventa y tres.
CAPÍTULO 3
ROBERT ADVIRTIÓ LA MIRADA DE reojo que le dirigió la enfermera de Urgencias. Dio una última pitada antes de arrojar a la calle el cigarrillo, que aterrizó en la nieve con un siseo. Por cierto, no era el único médico del hospital que fumaba, pero era de los muy pocos que lo hacían. Sabía que no estaba bien visto, pero acababa de retomar el hábito. Miró su reloj. La enfermera había llegado para el cambio de turno. Podía irse ahora si quería, pero no tenía prisa por volver a casa. La soledad hacía que todo pareciera más intenso y más grande. El eco de pasos descalzos sobre el suelo de madera del comedor, que aunque solo tenía espacio para ocho comensales, era como el salón de fiestas de un gran castillo. La interminable cama de dos metros sin bordes en la que siempre se despertaba en el medio, sin importar la cantidad de veces que se girara. La mesa de la cocina que se extendía hasta el infinito, sin nada que interrumpiera su superficie de roble salvo los papeles del divorcio que habían llegado unos días atrás.
Papeles que ella ya había firmado.
La nieve que se había asentado sobre sus rizos entrecanos se derretía y corría por su cuero cabelludo, enfriándolo en algunas partes. Hizo sonar el nudillo de su dedo anular. Deslizó su anillo de bodas hacia arriba y hacia abajo, su piel café claro era casi blanca debajo. Un viejo hábito, nunca se había acostumbrado a las joyas, a ninguna joya, pero en especial en sus manos.
Se dirigía al interior a buscar sus llaves cuando oyó el ulular de una sirena a lo lejos. Esperó. El efecto Doppler se desvaneció a medida que la ambulancia se acercaba. El vehículo patinó ligeramente antes de detenerse por completo debajo de la arcada. La sirena se apagó, pero la reemplazó un gemido sordo procedente del interior. Las puertas traseras se abrieron; un paramédico bajó de un salto y ayudó a su compañero a guiar la camilla. Un joven negro y larguirucho iba sujeto a ella, su jersey con capucha color café estaba empapado en sangre. La sábana que yacía arrugada a sus pies por las convulsiones estaba cubierta de heces y orina. La máscara de oxígeno se empañaba con cada gemido.
Robert siguió al interior a los paramédicos, quienes lo pusieron al tanto de la situación en el camino a la unidad de traumatología. Los huesos del lado izquierdo de la cara del chico estaban aplastados y el lado derecho tenía muchas fracturas, probablemente a causa de un impacto secundario. Le quedaban unos pocos dientes intactos y la intensidad del golpe le había lacerado la lengua casi por la mitad. Algunos fragmentos de la cavidad orbitaria habían dañado un ojo. Era probable que perdiera la visión, o el ojo en su totalidad. Los pocos estudios neurológicos que habían podido hacerle cuando no estaba convulsionando sugerían una hemorragia cerebral.
Los fragmentos rojos que Robert le quitó de la piel indicaban que alguien lo había golpeado con un ladrillo. ¿Se lo habrían arrojado? ¿Lo habrían dejado caer sobre él? Parecía imposible que alguien pudiera ejercer esa fuerza de impacto sobre otra persona.
El equipo de residentes se movilizó enseguida para estabilizarlo. Después de llamar al neurocirujano de guardia, el equipo derivó al joven a la unidad de terapia intensiva. Robert se quitó el barbijo y la bata, los arrugó y los arrojó dentro del bote de basura. Erró el tiro por muy poco. Uno de los paramédicos estaba de espaldas a la estación de enfermería, con los codos apoyados sobre el mostrador y seduciendo a una joven auxiliar de enfermeras. Vio el tiro errado y movió la barbilla en dirección a Robert.
—Espero que sea mejor para otras cosas —acotó.
Robert esbozó una sonrisa a medias y se unió a ellos en la estación para revisar la historia clínica del chico.
—Homewood —musitó para sí. Compartían el pueblo de nacimiento, aunque Robert no había regresado allí en años. Desde antes de que su mamá enfermara. Luego murió su papá. Y después le siguió su mamá. Una ola de soledad abrumadora lo invadió; luego, con una profunda exhalación, dicha ola se retiró. Robert apartó la historia clínica.
—Seguramente algún tipo de venganza —aventuró el paramédico.
Robert alzó la vista.
—¿Perdón?
El paramédico se volvió y apoyó los brazos sobre el mostrador, de pie frente a Robert. Su chaqueta abultada ocultaba en parte su tarjeta de identificación, pero Robert alcanzó a ver su nombre de pila: Scott.
—El chico —explicó—. Es probable que lo hayan atacado como represalia. Su amigo pandillero estaba ahí cuando llegamos.
—Ese chico no llevaba ropa de un color específico —retrucó Robert—. Pero como su amigo sí, supongo que es suficiente.
Scott se acomodó sobre los codos.
—Tú mismo lo dijiste, el chico es de Homewood. Saca tus conclusiones.
—Yo soy de Homewood —replicó Robert—. ¿Estás diciendo que negro más Homewood es igual a pandillero? ¿Saqué bien mis conclusiones?
Scott se apartó del mostrador y se pasó los dedos por el cabello; sus mejillas pálidas estaban sonrojadas.
—No quise decir eso y lo sabes.
—Por supuesto —respondió Robert. Se puso de pie y se dispuso a marcharse, pero se detuvo—. Déjame preguntarte algo. ¿Cuánto tiempo te demoraste en llegar?
—¿Perdón? —dijo Scott.
—Cuando recibieron la llamada y te enteraste de que un chico negro había sido atacado, ¿te apresuraste? ¿O seguiste intentando conseguir el número de teléfono de alguna joven enfermera en otro hospital?
—¿Me estás llamando racista?
—¿Y cuando recogiste a ese joven, hiciste todo en tu poder para salvarlo en el viaje hasta aquí o pensaste que era un pandillero menos en la calle?
Robert advirtió en su periferia que la auxiliar que había estado hablando con Scott intercambiaba miradas incómodas con la enfermera que estaba junto a Robert. Scott apoyó las manos sobre el mostrador con expresión tensa y una ligera mueca en los labios.
—Puedes irte a la mierda, doctor. No sabes nada de mí.
—Oh, sí —respondió Robert—, creo que sí.
Scott se alejó con las manos en alto en un simulacro de rendición y se encaminó hacia las puertas corredizas que llevaban al estacionamiento. Tomó a su compañero en el camino y se marcharon sin mirar atrás. Robert volvió a dejarse caer en la silla. Sentía unos ojos sobre él, y al mirar hacia la izquierda vio a Lorraine, la enfermera a cargo, con los ojos muy abiertos. A continuación, una sonrisa burlona arrugó sus mejillas morenas.
—Bien, doctor Winston —dijo—. Te vi.
Robert dio un respingo.
—¿Se me fue la mano?
—Por favor. No lo suficiente.
Robert esbozó la sonrisa más genuina que pudo. No se arrepentía de lo que había dicho, pero lamentaba la necesidad. Tomó la historia clínica otra vez y leyó el nombre.
—Marcus Anderson —pronunció.
¿Sería alguien que su madre podría haber conocido? ¿Acaso su padre y el abuelo de Robert habrían mirado juntos los partidos de los Steelers los domingos?
—Lorraine, tenme al tanto de él, ¿quieres?
La